– ¡Bueno, chiquillo! ¿de qué se trata? – le dije.
Algo de temor desapareció de sus ojos, siendo sustituido por un toque de lo que parecía reto. Se enderezó y me clavó la vista, cara a cara.
– ¡Me ha atrapado! – masculló -. Llame a los polizontes.
Me di cuenta de que todavía continuaba en pie detrás de la puerta cerrada, deteniéndola con las manos, y me sentí tonto. Me relajé un poco y le contesté.
– Déjame a mí preocuparme por los policías si así lo decido. Deseo saber primero de qué se trata. Acaso sea algo que tu padre debía tener la oportunidad de arreglar. ¿Quién es tu padre?
No me contestó, y yo lo dejé pasar.
– ¿Cuál es tu nombre?
– Ya me pescó, muy bien, llamé a los polizontes.
– ¡Vaya nombre chistoso! – comenté -. Regresemos a mi primera pregunta. ¿De qué se trata? ¿Te andas divirtiendo o necesitas dinero más de lo que aparentas necesitar?
– ¡Dinero! – rezongó como si fuera una maldición -. Tengo montones de dinero. – Me lo demostró, en parte, metiendo mano al bolsillo posterior del pantalón y enseñándome un monedero.
– Muy bien, probablemente tengas más dinero que yo. Pero, ¿qué andas buscando aquí?
– Una pistola.
Me sentí con ganas de sentarme. Recordé que la cerradura tiene un pestillo que usamos muy poco porque se atora y es difícil abrir. Echado el pestillo no podría salir antes de que lo alcanzara. Lo corrí y regresé a la cama a sentarme. Le indiqué con la mano el sillón considerado el favorito del tío Am, muy cerca de él.
– Siéntate, muchacho. Eso de la pistola es demasiado o no es bastante. Tenemos que conversar un poco.
– ¿Para qué? Llame a los polizontes. O lléveme con ellos. – No obstante, se sentó en el brazo del sillón.
– No, sino hasta que sepa lo que estás haciendo, aunque nos tome toda la noche. ¿Qué te hizo pensar que hallarías aquí una pistola? ¿O andabas esculcando todo el barrio?
– Usted es un detective. No conozco su nombre, pero alguien me contó, que aquí viven dos detectives. Usted y su papá.
– Mi tío, para ser exactos. Y sí, tenemos pistolas, aunque no aquí. Las guardamos en la oficina. Muy bien, ahora ya sabemos por qué buscaste aquí. Ahora se presenta la gran pregunta. ¿Para qué quieres una pistola?
Ninguna respuesta.
– Tienes toda la noche – recalqué -. No vamos a ir con la policía; si siquiera llegaremos a primera base hasta que me expliques cómo va la cuenta.
Me desafió con la mirada por un momento; luego empezó a percatarse de que no era tan valiente como se imaginaba: el labio inferior le comenzó a temblar.
– Porque unos hombres van a matar a mi padre. Oí que hablaban sobre eso.
– ¿Cuándo y en dónde?
– En mi casa, esta tarde. – Tomó impulso ahora que ya había principiado -. Me tuve que acostar porque algo que comí en el almuerzo me revolvió el estómago. Los oí hablando fuera de mi cuarto.
– ¡Muchacho, pudiste haberlo soñado! Estabas durmiendo.
– No quise decir durmiendo, nada más me había acostado.
– Según entiendo, ¿no dijiste nada de esto a tu padre?
– Tampoco me hubiera creído. Me hubiese dicho que lo había soñado, como usted; y no lo soñé, señor Hunter.
– Pequeña falla. Antes, no sabías mi nombre. Eso no es importante. Supongo que tuviste que estudiar el terreno.
– Lo había oído, pero se me había olvidado, ¡palabra! acabo de recordarlo. ¿Cree usted que le estoy diciendo la verdad, señor Hunter?
– Bueno, digamos que creo que tú crees que me estás diciendo la verdad. Sin embargo, tienes agarrado el palo por el extremo equivocado, según la forma como lo estás manejando. Ahora bien, he aquí cómo lo voy yo a manejar te guste o no. Nada de polizontes. Todavía no, por lo menos. Escúchame, ¿se llevan bien tu padre y tú? ¿no le tienes miedo?
– Lo… lo quiero mucho.
– Bueno. Entonces te llevaré con él y le vas a contar lo que acabas de decirme. Y si tú no te abres de capa, yo se lo diré. Lo que haya que hacer acerca de ello o acerca de ti, es decisión que a él le toca tomar.
– ¡No! – exclamó con nuevo aspecto de desafío -. Además, no lo puede hacer porque no le he dicho quién soy.
Negué con la cabeza.
– Pero se te está olvidando algo.
– ¿Qué?
– Que soy un detective. ¿Quieres oírme hacer una deducción?
– ¿Cuál?
– Que tu nombre y tu dirección están en ese monedero de tu bolsillo izquierdo. – Me levanté y le tendí la mano -. Vamos a ver.
Él no lo había pensado. Se deslizó del brazo del sillón del tío Am y empezó a darle vuelta.
– ¡No!
– Entrégamelo, muchacho – le dije pacientemente -. Soy más grande que tú y no hay a dónde correr. Te lo quitaré a la fuerza si es preciso; no me obligues.
Especialmente, pensaba, con una costilla rota, una lucha, hasta con un chicuelo, me tendría que doler como un demontre.
Me lo entregó con renuencia pero me lo entregó. Había dinero en él, unos cuantos billetes, no pude evitar verlo, mas no me aseguré de cuánto era. Lo abrí únicamente para leer lo que estaba escrito en la tarjeta de identidad. Michael Dolan era su nombre. Y más abajo, «En caso de enfermedad o accidente notifíquese…» que era lo que yo buscaba. La persona a quien se debería notificar era un Vincent Dolan, con su número de teléfono y una dirección apenas a una cuadra de donde nosotros vivíamos.
Luego recibí una especie de sobresalto. ¿Un Vincent Dolan o el Vincent Dolan? Quiero decir: el Vincent Dolan que era alguien prominente – no un prominente sino el prominente – en los círculos deportivos de Chicago, si uno considera a las carreras de caballos como deporte. No un corredor, sino un hombre tras los corredores; que los mantiene en orden, les permite no aceptar apuestas demasiado grandes para ellos y les arregla fianza en caso necesario.
No obstante, el nombre no se ajustaba con la dirección. Un hombre de esa categoría ganaba dinerales.
– ¿De qué se ocupa tu padre, Michael? – le pregunté.
– ¿Me quiere decir que no ha oído hablar de él? Es famoso. Trabaja para el sindicato.
Bueno, eso contestaba mi pregunta; un chico debía sentirse orgulloso de su padre, como Mike Dolan lo estaba. Y hasta donde me era posible saberlo, con amplia justificación. Yo no sabía nada en contra de Vincent Dolan, excepto el hecho de que su negocio se encontraba fuera de la ley, técnicamente. Pero, ¡vamos!, también he hecho algunas apuestas en mi vida y eso me hace tan criminal como los corredores. Le devolví el monedero.
– Sí, he oído hablar de él – le contesté -. Espera a que me ponga zapatos y una chaqueta, y la emprendemos para allá.
Al ir bajando las escaleras, y en el exterior, no intenté sujetarlo por el brazo. Podía haberse zafado y correr, sin embargo, sabía que no lo iba a hacer; ahora que yo conocía el nombre y la dirección de su padre, estaba atrapado. Tendía que afrontar el asunto, de todos modos, al regresar a su casa.
El exterior del edificio no me contestó ninguna pregunta. Era típico de la cuadra y el vecindario en general. Tres escalones desgastados subían a la puerta de entrada, y el chico sacó una llave del bolsillo; yo lo detuve.
– Déjame llamar – le dije -. Me sentiré mejor haciéndolo a mi modo la primera vez que vengo, aunque con auspicios tan buenos.
Y soné el timbre.
Capítulo 2
El hombre que abrió la puerta no parecía acomodarse a mi idea de cómo sería Vincent Dolan. Era grandote, aunque demasiado joven para el papel; como de mi edad. Lo cual, sin embargo, no significaba que no pudiera ser el padre de un muchacho de ocho años de edad, aunque hubiera tenido que empezar muy pronto para hacerlo. No parecía ser el padre de nadie. Tenía más bien aspecto de Hollywood. Demasiado bien parecido, si bien en forma tosca.