»Por eso la noche del miércoles se pusieron desesperados… por lo menos Ángela se puso. Por eso hizo que George le diera dos golpes; para que la marcaran y pareciera verosímil y confirmada la historia de Mike acerca de dos hombres que hubieran estado en la casa de Dolan. Por supuesto que no fue allí en donde aconteció la escena. Probablemente en el apartamento de Steck, quedándose él allí para probar una coartada en caso de que Dolan lo llamase, como sucedió. Así fue todo, con excepción que podemos añadir algunos detalles, como el de que Ángela fue al cuarto de Elsie a tomar sus llaves del bolso, para despertar algunas sospechas.
– El caso está terminado. Sin embargo, chico, ¿tenemos alguna prueba?
– La confesión de Elsie y la de Mike, cuando la cambie; y lo hará, se me figura, cuando se le explique todo. Y el hecho de que George Steck trató de matarme hace hora y media.
– ¿Qué? – No era el tío Am el que lo preguntaba; era Dolan. No lo habíamos oído en el corredor y acababa de abrir la puerta. Entró en el cuarto, prosiguiendo -: ¿Dice usted que Steck trató de matarlo? ¿Esta noche?
– Muy bien – asentí -, le contaré eso primero, y luego regresaré a lo demás. – Comencé con la llamada telefónica que había recibido en nuestro cuarto un poco después de las seis -. No se oía como la vez de Steck, pero…
– Es muy bueno para imitar voces – nos explicó Dolan -. Es una de sus habilidades de salón. ¿Utilizó algún acento?
– Un acento judío moderado – contesté -. Se ajustaba con el nombre que me dio; Silver. No es un nombre inglés común, sino más bien, por lo regular, una contracción de Silverstein o Silverberg.
– Debe haber sido Steck. Podía imitar cualquier acento perfectamente. Bueno, entonces no tuvo ningún cómplice. Adelante, ¿cómo trató de matarlo?
Les hice mi narración y se me quedaron viendo fijamente cuanto terminé.
– ¿Por qué? – inquirió Dolan -. ¿Por qué había de desear matarlo a usted?
Tomé una respiración profunda y les dije:
– Permítanme comenzar por el principio. – Comencé y terminé con una secuencia mejor que la que había presentado al tío Am antes de que llegara Dolan.
Dolan parecía tener cincuenta años, muy vigorosos cuando entró en nuestra oficina. Ahora se veía como de sesenta. Permaneció sentado todo un minuto en silencio, antes de que hiciera finalmente una pregunta.
– ¿Qué hay de la policía?
– No se cometió ningún crimen. Steck trató de cometer uno; su propia muerte fue un accidente. La policía hallará las circunstancias raras, con él muerto en un coche robado y el suyo propio estacionado algo más lejos. Quizá hagan a usted algunas preguntas, supuesto que trabajaba para usted pero…
– ¡Al diablo con Steck! – me cortó -. ¿Qué respecto a Ángela?
– Eso es asunto de usted – proseguí -; yo sugeriría la atención de un siquiatra. Cuando sepa que usted conoce toda la historia estará dispuesta, aunque al principio no sea más que por razones egoístas. Ya es mayor de edad y lo único que tiene que hacer es amenazar con desheredarla. A ese precio, mi opinión es que aceptará todo. Acaso al principio finja y afecte cinismo, pero si un buen sicoanalista, o hasta siquiatra, le llega a lo vivo…
Asintió con la cabeza, lentamente, y se encaminó hacia la puerta. Se volvió con la mano en el tirador.
– Todavía una pregunta. ¿Por qué lo trató de matar Steck?
– Probablemente nunca lo sabremos, a menos que Ángela se lo diga a usted. Cualquier opinión es tan válida como otra cualquiera. Tal vez Steck quería, a la postre, salirse de la conspiración. Tal vez ella pensó que lo aseguraría provocándole celos y le contó algo inventado acerca de mí.
– Muchacho – añadió el tío Am -, eso puede haber sucedido la noche en que la golpeó, siendo resultado de que le confesara algo por el estilo. Puede que al regresar a la casa la haya asaltado la idea de convertir esos moretones en una historia relacionada con dos hombres que la atacaron.
Decidí que así pudo haber sido, y aprobé con la cabeza.
Dolan me lanzó una mirada por un momento, pero no me preguntó si habría alguna verdad en lo que Ángela le hubiera dicho a Steck.
Cuando se retiró, ninguno de nosotros sugirió acompañarlo, aunque no había nada que nos detuviera aquí. Caminaba como un zombie, y obviamente deseaba irse solo.
Permanecimos sentados unos cuantos minutos, yo en mi sillón y él en la esquina de mi escritorio; luego le pregunté:
– Bueno, tío Am, ¿qué hacemos? ¿Nos emborrachamos?
No sé si hablaba en serio o no, pero él hizo un movimiento negativo con la cabeza.
– Muchacho, eso no resulta. Tengo una idea. Vamos a tomarnos una copa, quizá dos, en el camino para casa. ¿El Gato Verde?
Comprendí, comprendí por qué había escogido el sitio a donde había yo llevado a Ángela a beber la noche del martes. Uno no huye a una cosa; le sale al encuentro. Si hubiese habido alguna excusa razonable para hacerlo, hubiera ido a ver a mi hermosa princesa irlandesa, de cabello negro como el cuervo, de cutis lechoso – sí, tenía que utilizar ese término ahora que sabía que se había acostado conmigo estando enamorada de otro -, mi princesa irlandesa tan dulce, tan amable, tan encantadora, tan asesina.
Así que nos fuimos a El Gato Verde. No había mucha gente porque era muy temprano. ¿Temprano? ¡Dios, cuánto había acontecido desde las seis de la tarde, y apenas eran las nueve! Y todavía la noche del domingo. Empujé las cosas al extremo buscando el mismo lugar, aunque no dije nada al tío Am; acaso lo adivinó; puede que no.
– Muchacho, necesitamos una pausa. Unas vacaciones, un cambio. Y sé cómo podemos disfrutar de unas sin siquiera tener que cerrar la agencia.
– ¿Cómo? – pregunté.
– Carey Stofft, ¿te acuerdas? El miércoles, ¿o fue el jueves?, recibimos aquella carta suya. Está con los Espectáculos Yates, y van a inaugurarlos mañana en Gary, Indiana. Nos invitó a los dos a ir durante la semana y vivir en su remolque. Chico, ¿por qué no lo aceptamos separadamente, lo cual será más cómodo para él, además de permitirnos continuar con la agencia abierta? Tú te vas mañana en la mañana, te quedas allá tres días, regresas el miércoles en la noche o el jueves en la mañana y yo me voy los últimos tres días de la semana.
– ¿Por qué no? – le contesté, y así lo hicimos.
Me fui a la mañana siguiente; a Carey le dio mucho gusto verme y todavía más cuando supo que lo acompañaría Am después; me pasé dos días estupendos disfrutando de los espectáculos, pero fueron suficientes y regresé el miércoles en la mañana. Serían como las once cuando llegué a la oficina.
– Bien – dije al tío Am -, yo cuidaré de la tienda. Tú ya te puedes ir.
– A la noche, Ed. Además, tengo algo para ti esta tarde.
– Seguro, ¿de qué se trata?
Me presentó un cheque.
– Cinco mil dólares. De Dolan. Preparé su cuenta y se la mandé. Mil trescientos cincuenta y ocho y algunos centavos. Aparentemente no le agradó y me envió éste cambio.
– ¡Magnífico! – exclamé -. ¿Quieres que me pase la tarde depositándolo? ¿O qué?
– Han pasado nueve días – repuso -. Ya estarás casi listo para pensar en soplarle a un trombón. Puesto que regresaste tan pronto, toma la tarde para escoger el mejor que se pueda conseguir en Chicago. Claro, vas a la casa antes y recoges el instrumento viejo; aunque no se pueda arreglar, te darán algo por él en cambio.
– Demonio, vete ya tío Am. Eso lo puedo hacer muy bien mañana.
– ¿Y quién cuidará de la tienda mañana si me voy ahora? Ed, ha sido una semana pésima. Fuera de estos cinco mil, no hemos ganado un maldito centavo. Mira, ya que estás aquí, sostén el fuerte en tanto yo bajo a comer algo y entonces…
Entonces sonó el teléfono y yo lo contesté por estar más cercano a él.