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Cuando volvió a la mesa, la tarjeta de agradecimiento -aún por escribir- se le antojó un cometido igualmente difícil. Chen no sabía qué decir, pero se le ocurrió otra idea: podía enviarle a Ling un regalo en lugar de una tarjeta, como había hecho ella. Un regalo a falta de mensaje.

Volvieron a llamar a la puerta. Esta vez sólo era la carta de presentación de Shen, con su firma y un sello rojo en la parte inferior. Shen recomendaba a Chen calurosamente y se deshacía en elogios sobre la carrera profesional y hablaba del proyecto literario del inspector jefe. Según afirmaba en la carta, Chen estaba a punto de iniciar un proyecto literario sobre Shanghai en la década de 1930.

La historia que iba a utilizar como tapadera era otra extraña coincidencia. Chen recordó que Ouyang, un amigo al que había conocido en Guangzhou, le había contado algo similar tiempo atrás. Pero Ouyang era un auténtico hombre de negocios que nunca ganó el dinero suficiente para poder dedicarse en exclusiva a la literatura.

5

A primera hora de la tarde Chen llegó a la calle Shaoxing, una tranquila avenida bordeada de majestuosos edificios antiguos ocultos tras altos muros.

Era un barrio que le resultaba relativamente familiar, pues había una editorial ubicada en la misma zona. Con todo, pese a los altos muros y a las ventanas de postigos cerrados, aquellas casas parecían evocar las misteriosas e inexplicables historias que se desarrollaban en su interior.

En lugar de dirigirse directamente a la Mansión Xie, Chen cruzó la calle y entró en un pequeño café. En otro tiempo debió de ser la habitación de una vivienda, y sólo tenía tres o cuatro mesas en su interior. Una barra estrecha, con máquinas de café y varios botelleros, ocupaba un tercio del espacio. Chen miró con curiosidad el tabique construido en la parte trasera del local. Al parecer, el propietario vivía en el espacio que quedaba detrás del tabique.

El inspector jefe eligió una mesa junto a la ventana. Para la fiesta, que se celebraría a última hora de la tarde, Chen se había puesto un traje caro de tela ligera y unas gafas sin montura, y se había peinado de un modo distinto al acostumbrado. Los invitados probablemente no lo reconocerían, salvo el agente del Departamento de Seguridad Interna. Aunque Chen era conocido en su círculo, los asistentes a la fiesta sin duda pertenecerían a un mundillo muy distinto al suyo. El inspector jefe contempló su reflejo en la ventana con cierta ironía. El hábito no hace al monje, pero lo ayuda a interpretar su papel.

Una chica salió por una puerta abierta en el tabique, a través de la cual Chen alcanzó a ver una puerta trasera que conducía a un callejón. La chica, posiblemente una alumna de secundaria que ayudaba en el negocio familiar, le sirvió café con una dulce sonrisa. El café era caro, pero estaba recién hecho y tenía un sabor fuerte.

Mientras se bebía el café a sorbos, Chen marcó el número de la Asociación de Escritores de Shanghai. Una secretaria joven contestó al teléfono. Se mostró bastante cooperativa, pero sabía muy poco acerca de Diao, el autor de Nubes y lluvia en Shanghai. Diao no era miembro de la asociación y no supieron de él hasta después de la publicación del libro. La secretaria buscó en los ficheros y afirmó que al parecer habían invitado a Diao a alguna reunión literaria, pero no sabía en qué ciudad había tenido lugar. Diao no se encontraba en Shanghai, de eso estaba segura.

A continuación Chen llamó a Wang, el presidente de la Asociación de Escritores Chinos en Pekín, y le pidió que localizara a Diao. Wang prometió llamarle tan pronto como supiera algo.

Tras depositar el teléfono junto a la taza de café, Chen sacó el expediente de Xie y se puso a leer la parte en que se contaba la historia de la mansión.

Los prestigiosos edificios de esa zona habían sido testigos de numerosos cambios. A principios de la década de 1950, algunos cuadros del Partido se instalaron en las mansiones y expulsaron a la mayoría de antiguos residentes; sólo unos pocos permanecieron. La situación empeoró ostensiblemente a principios de la Revolución Cultural. En aquella época, decenas de familias de clase obrera podían tomar por la fuerza una casa grande. Cada familia solía ocupar una habitación, «actividad revolucionaria» que abolía los privilegios propios de la sociedad anterior a 1949. A principios de los noventa, se demolieron varios edificios antiguos para construir nuevas viviendas. Fue un milagro que Xie conservara intacta su casa durante todos esos años, y, según la leyenda urbana tantas veces contada en su círculo social, la conservó gracias al sacrificio de su ex mujer. Se dijo que ésta mantuvo una relación extramatrimonial con un poderoso comandante de los Guardias Rojos, el cual permitió a la familia permanecer en la casa sin que nadie la molestara. Después el matrimonio se divorció, y la ex esposa se trasladó a Estados Unidos antes de que la mansión se revalorizara.

Fueran ciertas o no estas historias, la mansión que se alzaba al otro lado de la calle ofrecía un aspecto esplendoroso bajo el sol de la tarde. Chen levantó la mirada del expediente, pero no vio a nadie acercarse aún al edificio. Decidió matar el tiempo removiendo el café con la cucharilla.

A continuación entró en el establecimiento un grupo de jóvenes escandalosos que pidieron a coro café, Coca-Cola y alguna cosa para picar. No se fijaron en él.

Unos veinticinco minutos después, Chen vio que un coche negro se detenía frente a la mansión. De él salieron dos chicas, y se despidieron del conductor con un gesto de la mano. El coche no parecía un taxi, porque no llevaba indicador en el techo. Las chicas llegaron a la puerta de entrada y llamaron al timbre. Desde donde estaba, Chen no pudo ver a la persona que acudió a abrirles la puerta. Poco después llegó un hombre en taxi y también se dirigió a la entrada de la mansión.

Chen se levantó, pagó la cuenta y salió del café.

Al examinarla más de cerca, la Mansión Xie le pareció algo destartalada y ruinosa. La pintura de la puerta estaba cuarteada y no había interfono. Al tocar el descolorido timbre, Chen tuvo que esperar varios minutos antes de que un hombre desgarbado de unos cincuenta años saliera a abrirle. El hombre inspeccionó el maletín de cuero italiano que Chen llevaba en la mano como si de una tarjeta de visita se tratase.

– ¿Señor Xie? -preguntó Chen.

– Está dentro. Entre, por favor. Llega un poco temprano para la fiesta.

Chen no sabía la hora exacta a la que empezaría la fiesta, pero los invitados continuaban llegando. Puede que muchos de ellos ni siquiera se conocieran.

El inspector jefe entró en un salón espacioso de forma rectangular, con grandes cristaleras que daban al jardín. Varios invitados charlaban de pie junto a las cristaleras, con bebidas en la mano. La fiesta aún no había empezado, y nadie se molestó en saludarlo. Chen se fijó en una mujer de mediana edad, un poco rechoncha, que no dejaba de agitar un paipay de seda. El aire acondicionado estaba puesto a una temperatura suave. A lo largo de la pared situada frente a la cristalera había una hilera de sillas, todas vacías.

En el otro extremo del salón había una sala, con puertas correderas esmeriladas. A través de una puerta entreabierta Chen vio fugazmente una falda roja. Debía de ser la sala donde Xie daba clases de pintura a sus alumnas. Al parecer, aquella tarde tenían lugar dos actividades distintas en la mansión, la clase de pintura y el baile.