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– ¡Seguridad Interna! Así que la última batalla puede que sea la mejor. El caso Mao. Gracias, inspector jefe Chen -dijo el Viejo Cazador, levantándose despacio-. Por fin tengo la oportunidad de redimirme.

7

Era su cuarta visita a la Mansión Xie en los últimos días. Chen llamó al timbre con una mano mientras con la otra sujetaba una gran caja de bombones Lindt, la costosa marca suiza que los nuevos ricos de Shanghai podían adquirir en la ciudad desde hacía pocos meses.

Aquella tarde, el anfitrión tardó más de lo acostumbrado en abrirle la puerta.

Chen creía que los demás invitados lo habían aceptado bastante bien. Lo tomaban por alguien muy aficionado a las fiestas, que se valía de un proyecto literario como excusa para acudir a la mansión de Xie. Lo que, en cierto modo, le venía muy bien. Quizá la identidad de una persona sólo pueda definirse en relación a las identidades de los demás. O quizá cualquier identidad no sea más que una interpretación de los demás.

Xie daba dos o tres fiestas a la semana. A Chen no le costó demasiado interpretar el papel de ex empresario interesado en la antigua Shanghai: impresionó a los Old Dicks intercalando frases en inglés en la conversación, empleando jerga financiera y citando anécdotas literarias y frases de películas antiguas. Todo ello contribuía a convertirlo en otra persona, nadie sospecharía que, en realidad, era un simple policía.

Al adoptar otra identidad, Chen se percató de que veía a los invitados con otros ojos. Había acabado por aceptar a esta gente, tan patética como inofensiva, que, simplemente, intentaba aferrarse a un espejismo. Las fiestas pasadas de moda de Xie eran una forma de hacerlo. Tal vez fueran conscientes de su absurdo comportamiento, pero ¿qué otra cosa podían hacer? Si no podían ser Old Dicks, no eran nada.

Lo mismo le sucedía al inspector jefe Chen. Era consciente de que se estaba comportando de un modo absurdo, pero, si no actuaba como investigador, ¿qué otra cosa podía ser?

Su nueva identidad ofrecía otra ventaja: le permitía acercarse a Jiao con la excusa de su supuesto interés por las películas antiguas. Jiao no hablaba sobre su familia, pero allí no era ningún secreto que Shang era su abuela. Chen, cauto en todo momento, sólo había mostrado una curiosidad razonable. Jiao era amable con él, como lo era con muchas otras personas.

El inspector jefe congenió con varios invitados. Mantuvo una larga conversación con el señor Zhou a propósito de Zhang Ailing, una escritora descubierta en los años treinta y redescubierta en los noventa. El hecho de que Chen conociera tan bien sus novelas impresionó a Zhou.

– Bailé con ella en el club Puerta de la Alegría -afirmó Zhou con la mirada encendida tras sus gafas de montura dorada-. ¡Qué mujer! Bailaba como un poema, y esas palabras suyas, tan hermosas, también parecían bailar en cada página. Por desgracia, tendría que haberse quedado en la ciudad de Shanghai. Una flor de Shanghai no podía sobrevivir al viento y a las tormentas de Los Ángeles.

Chen respondió algo sin importancia mientras se preguntaba si la historia de Zhou era cierta, especialmente la parte sobre su baile con Zhang Ailing.

Yang, la muchacha a la que había conocido en su primera visita a la mansión, también parecía tenerle simpatía, y estaba empeñada en llevarlo a otro tipo de fiesta.

– No debería acudir únicamente a fiestas de los años treinta, tan pasadas de moda, señor Chen. Tiene que experimentar los noventa. Hace poco, Shanghai fue elegida por votación internacional como la ciudad más atractiva para los jóvenes. Este fin de semana hay una fiesta de pijamas…

– Tiene razón, Yang -la interrumpió Chen-, pero déjeme disfrutar de los años treinta un poco más, para mi proyecto literario.

– Otra vez con su proyecto. No lo entiendo, señor Chen.

Por su parte, Chen tampoco podía entender a las chicas que asistían a las clases de pintura. A algunas debía de parecerles muy moderno acudir a la célebre mansión, y asistir a las clases privadas de Xie podría ser una forma de mejorar su estatus social. La mayoría eran como Jiao, muchachas sin trabajo fijo ni ingresos conocidos. Pero Jiao se diferenciaba de las demás por su capacidad de trabajo: no sólo se quedaba después de las clases, sino que a veces también llegaba antes del inicio de la sesión. Pintaba en el estudio, en el salón y en el jardín. De vez en cuando también asistía a las fiestas, aunque no parecía demasiado interesada en bailar con hombres mayores.

Después de haber llamado varias veces al timbre sin éxito, Chen empezó a golpear la puerta con el puño. Finalmente, Xie acudió a abrirle.

– Lo siento, el timbre está muy viejo y no funciona bien, señor Chen -se disculpó Xie.

Como en anteriores ocasiones, Xie condujo a Chen directamente hasta el estudio donde impartía la clase. Chen vio a Jiao pintando junto a la ventana, vestida con un peto beis que le dejaba la espalda al aire. Llevaba las manos y los pies cubiertos de pintura, y el cabello recogido con un pañuelo azul pastel. Parecía absorta en su acuarela, y no se fijó en que Chen acababa de entrar en el estudio. Las otras alumnas también estaban muy concentradas con sus esbozos y sus cuadros al óleo. La cálida luz de la tarde entraba a raudales por el gran ventanal, pintando a su vez a todos los que se encontraban en la sala.

La clase era informal, casi íntima. Xie no impartía clases magistrales. Tampoco había modelos, aunque tal vez algunas de las alumnas se hubieran ofrecido a posar. Sentado en el mismo sofá raído del rincón, Chen creyó reconocer a una en un par de esbozos de desnudos que alguien había apoyado contra la pared.

El inspector jefe sabía muy poco de pintura, por lo que no podía juzgar la calidad de los cuadros. Sus conocimientos de poesía, sin embargo, le permitían hacer comentarios ocasionales sobre imágenes y símbolos sin delatarse. Al menos, nadie se quejó de su presencia en las clases de pintura.

Xie iba de una alumna a otra, pero aquella tarde parecía malhumorado y apenas decía nada. Todas pintaban en silencio. Al cabo de algunos minutos, Xie se sentó en una silla de plástico junto a la larga mesa y apoyó su mejilla derecha en el puño.

Yang dibujaba en un cuaderno junto a Jiao, atacando el papel en blanco con un carboncillo. De vez en cuando arrancaba una hoja de papel, para después arremeter contra una nueva página. De repente, tiró el carboncillo dando muestras de frustración y pateó el suelo de madera noble.

– Será mejor que no las moleste -le susurró Chen a Xie-. Permítame que me siente fuera.

– Saldré con usted -respondió Xie.

Ambos salieron al jardín. Era enorme, teniendo en cuenta que la mansión estaba ubicada en el centro de la ciudad, pero parecía bastante descuidado. El césped, sin segar, tenía zonas marrones y peladas por todas partes y nadie había podado los arbustos marchitos, que de tan negros parecían quemados. A su izquierda, un sendero serpenteante invadido por la maleza conducía hasta una pérgola cubierta de polvo, desierta desde hacía mucho tiempo. Al parecer, Xie no podía permitirse contratar a un jardinero. Debido a su edad y a su precario estado de salud, él ya no podía ocuparse del jardín.

El teniente Song no andaba muy equivocado, pensó Chen. Xie no había tenido ingresos regulares durante todos esos años, y ahora su situación económica era desesperada. Lo que obtenía con la venta de sus cuadros apenas bastaba para pagar las facturas de los suministros y el mantenimiento básico del edificio. Sólo el aire acondicionado, aunque nunca lo pusiera a muy baja temperatura, suponía una elevadísima factura de electricidad. Por no mencionar todas las bebidas y refrigerios que se servían en las fiestas. Los Old Dicks casi siempre llegaban con las manos vacías. De hecho, las otras habitaciones del edificio, según el señor Zhou, apenas tenían muebles, y, a excepción del dormitorio de la primera planta, nadie las usaba. La gente nunca veía lo que había más allá del salón. En cuanto al pago que recibía Xie de sus alumnas, podría considerarse simbólico en el mejor de los casos.