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Había algo de lo que Chen estaba bastante seguro: la ex mu jer de Xie lo había dejado a causa de sus dificultades económicas, agravadas por su negativa a buscar un trabajo estable o a vender la vieja casa, o cualquier objeto que se encontrara en su interior. Los Old Dicks no tardaron en contárselo a Chen. Así que la hipótesis de que Xie actuara como agente de Jiao, planteada por el Departamento de Seguridad Interna, no parecía ahora tan infundada.

– Sentémonos aquí, bajo el peral -indicó Xie-. Era el lugar favorito de mi abuelo.

Xie y Chen se sentaron en sendas tumbonas de plástico. Medio recostado, Chen pensó en lo que Huan Daoji, un general de la dinastía oriental Jing, dijo al ver un gran árboclass="underline" «El árbol ha crecido así, pero ¿qué hay del hombre?».

A Chen le sorprendió ver una ardilla corretear por el césped, algo que no había visto nunca en ninguna otra zona de la ciudad. Influidos quizá por el aire de melancolía que envolvía el jardín, los dos hombres tardaron algunos minutos en empezar a hablar. Entonces Xie suspiró, tras cruzar y descruzar las piernas.

– ¿Le preocupa alguna cosa, señor Xie?

– Bueno, los de la inmobiliaria Viento del Este han venido de nuevo para hacerme una oferta por la casa. Quieren derribarla y construir un complejo residencial de lujo.

– No tiene por qué vendérsela -respondió Chen, acercando su silla a la de Xie-. En el mercado actual, su casa vale una auténtica fortuna.

– La oferta que me han hecho es ridícula. Y es lo máximo que piensan pagar, pero eso es irrelevante. No pienso vender. No soy nada sin la casa. Pero el comprador tiene contactos, con la «manera blanca» y la «manera negra».

Quizá no fuera la primera vez que le hacían una oferta por la casa; sin embargo, la posible implicación de esos contactos, es decir, los gángsteres de la Tríada y los funcionarios del Gobierno, respectivamente, resultaba más angustiante de lo que Xie podía soportar. Chen había oído muchas historias acerca de los poderosos promotores inmobiliarios.

– Un comprador así es capaz de cualquier cosa -concluyó Xie.

Su casa tiene valor histórico -comentó Chen pensativamente- y por eso debería conservarse. Oficialmente, quiero decir. De ese modo nadie podría arrebatársela con tanta facilidad, aunque tuviera contactos con la «manera blanca» y la «manera negra». Casualmente, yo conozco a alguien en el Gobierno municipal. Si le parece bien, puedo hacer un par de llamadas en su nombre.

– ¡Me admiran sus recursos! -exclamó Xie. Una sonrisa le iluminó el rostro-. Como le dije cuando nos conocimos, el señor Shen nunca me había recomendado tan encarecidamente a nadie. Lo llamé ayer y me explicó que usted no sólo está bien relacionado, sino que es un auténtico Menshang moderno, generoso y siempre dispuesto a ayudar a los demás. Apuesto a que también lo habrá ayudado a él.

– ¡Un Menshang moderno! ¡Vamos! No se tome demasiado en serio lo que le diga. Shen es un poeta imposible.

– No soy un hombre de mundo, ya sabe a qué me refiero, señor Chen. No sé cómo podré agradecérselo. Si puedo contribuir de alguna forma a su proyecto literario, dígamelo, por favor.

– No hace falta. Para mí es un auténtico placer asistir a sus fiestas y a sus clases, o sentarme en el jardín como hoy. No hay otro sitio como éste en toda la ciudad, y venir aquí me es muy útil para mi proyecto. Charlemos un poco más -propuso Chen, sonriendo-. Vengo de una familia normal y corriente. Mi padre era profesor. Para mí relacionarme con gente de buena familia es toda una experiencia. Con Jiao en particular. El primer día que vine aquí, alguien me dijo que Jiao pertenece a una familia célebre, pero ella no habla nunca sobre este asunto.

– Viene de una familia ilustre, sin duda. Shang era su abuela, como sabe, pero puede que Jiao no sepa nada más sobre ella.

– Me parece fascinante. ¿Cómo ha acabado estudiando pintura con usted?

– Mi obra suele despertar interés por la temática: las viejas mansiones. La mayoría ya han desaparecido, salvo en el recuerdo de alguien tan caduco como yo; sin embargo, parece que últimamente se han vuelto a poner de moda -explicó Xie con una sonrisa de disculpa-. Tal vez algunas alumnas vengan aquí para dárselas de modernas, pero c reo que Jiao se lo toma en serio.

– No soy crítico de arte, como ya sabe. Pese a ello, creo que las pinturas de Jiao tienen algo, algo característico que las hace únicas, aunque no sé cómo definirlo -dijo Chen, escogiendo las palabras con cuidado-. Aún es muy joven, y tiene mucho camino por delante. Estudia casi a tiempo completo aquí, ¿verdad? Debe de tener bastantes ahorros.

– Yo también lo creo, pero nunca se lo he preguntado.

– ¿Cree que sus padres le han dejado en herencia una gran fortuna? -inquirió Chen. Y luego añadió-: Sólo lo pregunto por curiosidad.

– No, no lo creo -respondió Xie, levantando la vista y mirándolo a los ojos-. Conociendo las circunstancias de la muerte de su madre, es imposible que ésta dejara nada en herencia a Jiao. Además, los Guardias Rojos se llevaron todos los objetos de valor que encontraron en la casa familiar.

– ¡Cómo sufrió toda la familia! Tanto su abuela como su madre.

– Sólo pensar en esos años resulta deprimente.

Era obvio que Xie se sentía incómodo con el rumbo que tomaba la conversación. Chen cambió de tema.

– La gente habla sobre los años treinta y los años noventa, como si el tiempo transcurrido entre ambos periodos se hubiera borrado igual que una mancha de café.

– Tiene toda la razón -respondió Xie echando una ojeada a su reloj-. Ah, ya es hora de acabar la clase. Tengo que volver a la casa.

– Por supuesto, señor Xie. Yo me quedaré en el jardín un rato más.

Chen se volvió ligeramente para ver bien la ventana del salón. No tardó en divisar la silueta de Xie dirigiéndose de una alumna a otra, hablando, señalando, gesticulando. El inspector jefe no podía oír nada desde el otro extremo del jardín.

Sacó el móvil y llamó al Viejo Cazador, pero no consiguió contactar con él. Entonces vio una llamada perdida de Yong desde Pekín. Decidió no devolverle la llamada. Sabía que Yong querría hablar de Ling.

Dijiste que vendrías, pero sólo en un sueño, y te fuiste sin dejar rastro,

como la luz de la luna que entraba por la ventana en la vigilia de la quinta

[noche.

El inspector jefe volvió a recordar los versos de Li Shangyin, su poeta favorito de la dinastía Tang. Después de traducir una recopilación de poemas de amor clásicos chinos, se había planteado hacer una selección de poemas de Li Shangyin, puesto que ya había traducido más de veinte. Chen pensaba que algún día tendría la oportunidad de recopilarlos. Había estudiado los poemas de Li que hablaban del amor que el poeta sentía por la mujer con la que se casó, la hija del primer ministro Tang. No era una forma impersonal de leer poesía y T.S. Eliot no hubiera aprobado este enfoque.

Chen se fijó en que algunas alumnas recogían sus cosas en el salón y empezaban a irse.

Sin embargo, le pareció que Jiao continuaba retocando su esbozo. Y había otra alumna, a la que Chen sólo vio fugazmente.

Al cabo de unos minutos Xie también abandonó el salón.

Chen permaneció sentado, como un escritor absorto en sus ensoñaciones. Jiao salió entonces al jardín, vestida aún con el pantalón de peto. Caminaba de puntillas entre la hierba alta, descalza, deslizándose como una bailarina de piernas largas y elegantes. La muchacha le dirigió una sonrisa radiante.