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– Hola. ¿Lo está pasando bien en el jardín, señor Chen? -preguntó-. Xie tiene dolor de cabeza. Permítame hacerle compañía.

– Bueno, quería impregnarme de este ambiente. Para mi proyecto literario, ya sabe.

– El señor Xie me ha dicho que usted se ha ofrecido a ayudarlo. Es muy amable de su parte. Se lo agradecemos mucho -dijo Jiao, sentándose en el borde de la silla que hasta hacía poco ocupaba Xie.

A Chen no le sorprendió que Xie se lo hubiera contado, pero le intrigó que ella también se lo agradeciera.

– ¡Pero si no es nada!

– No es nada para usted, pero para él lo es todo.

Su conversación fue interrumpida por la llegada de Yang, otra de las alumnas de Xie.

– Ven conmigo mañana por la noche, Jiao -le dijo la joven-. ¿Cómo puede una chica como tú pasar tanto tiempo en un lugar tan decrépito como éste? El mundo exterior es joven y apasionante. Tienen cine en casa, y una máquina de karaoke mejor que la del Money Cabinet.

Money Cabinet era el nombre del club de karaoke más famoso de Shanghai. Yang probablemente se refería a una fiesta en casa de algún nuevo rico, mejor equipada incluso que el club.

– Las fiestas modernas no me entusiasman -replicó Jiao.

– Aquí no se celebra ninguna fiesta mañana por la noche. Si no estás a gusto en la otra, puedes irte cuando quieras. ¿Por qué no vienes?

– Lo pensaré, Yang.

– ¿Y usted, señor Chen? -preguntó Yang, frunciendo los labios en un mohín provocador.

– Bailo muy mal. La última vez, Jiao tuvo que enseñarme todos los pasos.

– Entonces, no sólo eres responsable de ti misma, Jiao. Tienes que traer al señor Chen -afirmó Yang, antes de alejarse correteando por el césped-. Adiós, Jiao. Adiós, señor Chen.

Había sido una interrupción interesante, porque planteó una pregunta que él también se había hecho acerca de Jiao. Para los Old Dicks, la mansión simbolizaba sus sueños juveniles, por lo que sus frecuentes visitas tenían sentido, no disponían de otro lugar al que acudir. Pero, sin duda, ése no era el caso de Jiao.

– Yang siempre dice cosas así -explicó Jiao. Estaba sentada con las piernas recogidas y se abrazaba las rodillas contra el pecho-. Es una mariposa que va revoloteando de una fiesta a otra. Las fiestas pueden ser agotadoras, ¿sabe?

Quizás aquellas otras fiestas estuvieran llenas de gente moderna y fueran más salvajes y más largas, como en las películas que pasaban por televisión. Chen no lo sabía.

Al inspector jefe se le ocurrió otra pregunta, pero prefirió no hacerla. ¿A qué se dedicaba Yang? Siempre pululando de fiesta en fiesta, vestida con ropa elegante. Era sin duda una «chica cara». Chen había visto un par de veces la limusina que solía esperarla frente a la mansión.

Pero lo que hicieran las otras chicas que acudían a la mansión Xie no era asunto suyo.

– Siempre pululando de fiesta en fiesta -repitió Chen en voz alta-. ¿Qué sentido tiene?

– Bueno, depende de su perspectiva. ¿Cuál es la perspectiva de una mariposa? -preguntó Jiao, mientras una sonrisa reflexiva asomaba a sus labios-. Por ejemplo, quizá se ha fijado en el brasero de latón que hay junto a la chimenea del salón. La abuela Zhong lo usaba de cubo de la basura en el barrio antiguo. Pero aquí se ha convertido en una preciada antigüedad que simboliza las costumbres de la vieja Shanghai, cuando las damas ricas lo usaban para calentarse los pies en invierno.

Ésta era la primera vez que Jiao mencionaba a la abuela Zhong. ¿Y dónde estaba el barrio antiguo? Jiao creció en un orfanato. Puede que se refiriera al barrio de algún pariente. Alguien de la generación de Shang. Chen no consiguió recordar a nadie con ese nombre en Nubes y lluvia en Shanghai. Debería buscarlo de nuevo en el libro.

– Lo que dice tiene mucho sentido, Jiao. Entonces, ¿piensa dedicarse a la pintura?

– No sé si tengo suficiente talento. Me gustaría averiguarlo, por eso asisto a las clases del señor Xie.

– Puede que Xie sea muy conocido en su círculo, pero no tiene formación académica. Por curiosidad, ¿por qué asiste a sus clases?

– Usted estudió en la universidad, pero no todo el mundo ha tenido tanta suerte, señor Chen. Yo empecé a trabajar cuando era muy joven. Para mí, encontrar a un profesor como Xie fue un golpe de suerte increíble.

– Es una decisión inusual para una chica como usted.

– Aquí no sólo aprendo a pintar. El señor Xie no es ningún advenedizo, y su obra capta muy bien el espíritu de los tiempos.

Chen no entendió a qué se refería Jiao con «el espíritu de los tiempos», pero prefirió esperar en lugar de pedirle que se lo aclarara.

– La verdad es que lo capta todo -siguió diciendo Jiao con expresión pensativa- en ese marco suyo tan característico. Un marco que da perspectiva al cuadro.

Sorprendentemente, este comentario le recordó a Chen otro similar que había hecho su padre, quien veía el confucianismo como un marco que hacía aceptable el sistema ético imperante. Quizá lo mismo podía decirse del maoísmo, aunque, en realidad, no era un marco eficaz. Ni siquiera para el propio Mao, cuya doble vida tal vez se debió al fracaso de su teoría política.

– Es muy perspicaz -dijo Chen, interrumpiendo sus divagaciones.

– No es más que mi forma de ver los cuadros de Xie, tan influidos por sus aspiraciones y sus dificultades a lo largo de estos años.

Chen se asombró al oír esta respuesta. Puede que la amabilidad de Jiao para con Xie no se debiera a que éste la estaba ayudando a vender el «material de Mao», como sospechaba Seguridad Interna, sino a su sincera apreciación por la obra de su profesor.

– Según T.S. Eliot, es preciso separar al artista de su arte. Un poema no tiene por qué decirnos nada sobre un poeta, ni un cuadro…

El móvil lo interrumpió antes de que pudiera reconducir la conversación hacia la pregunta que quería hacer. Jiao se levantó sin hacer ruido, indicándole con el dedo que se dirigía a un rincón del jardín donde diera menos el sol.

Era Wang, el presidente de la Asociación de Escritores de Pekín. Wang le dijo que Diao, el autor de Nubes y lluvia en Shanghai, había asistido a un congreso literario en Qinghai, pero al final del encuentro había partido en otra dirección en lugar de regresar a Shanghai. A petición de Chen, Wang prometió que intentaría descubrir el paradero de Diao.

Tras cerrar el móvil, Chen recorrió el jardín con la mirada hasta localizar a Jiao. Estaba sentada en cuclillas en un rincón, arrancando hierbajos y ramitas con las manos, con el pantalón de peto embadurnado de pintura y los pies descalzos salpicados de tierra. Parecía una jardinera muy trabajadora. O una habitante de la mansión ocupándose de su jardín.

La imagen le pareció conmovedora: la silueta de una muchacha en flor, con los hombros resplandecientes bajo el sol de la tarde, recortada contra las ruinas de un viejo jardín, el cielo salpicado de nubes dispersas como veleros, el olor de la hierba que se extendía con la brisa…

Jiao era vivaz e inteligente, pese a su escasa formación académica. Chen deseó conocerla mejor, mientras observaba cómo se curvaba su esbelta espalda cada vez que se inclinaba para arrancar las malas hierbas. Pero éste era un caso sobre Mao, volvió a decirse a sí mismo, y sólo le quedaba alrededor de una semana, el plazo impuesto por Seguridad Interna. Tenía que encontrar otra forma de «acercarse a ella», por emplear el término del ministro Huang.

Chen se levantó y se dirigió hacia donde estaba Jiao, agachándose después a su lado para ayudarla en lo que hacía. La muchacha tenía a sus pies un montón de hierbajos arrancados de raíz.

– Disculpa la interrupción. Estaba disfrutando con nuestra charla.

– Yo también.

– ¿Esta noche no se celebra ninguna fiesta, Jiao?