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Peiqin encontró el libro y empezó a hojearlo muy excitada.

– ¿Qué buscas?

– Sí, aquí está: Qian. Y Tan también, claro -dijo Peiqin, sosteniendo el libro en la mano-. ¿Has oído hablar de una estrella de cine llamada Shang?

– ¿Shang? No he visto ninguna de sus películas. Creo que fue popular en los años cincuenta y murió durante la Revolución Cultural.

– Se suicidó.

– ¿Sí?

– Sí -respondió Peiqin, echando otra ojeada a la página-. Qian era la hija de Shang.

– ¿Es un libro sobre Shang?

– No, sobre su hija, Qian, pero la popularidad del libro se debió a Shang, o, más bien, al hombre con el que se acostó.

– ¿De quién hablas?

– ¡De Mao! -exclamó ella bajo la cambiante luz matinal que moteaba su rostro, como en un cuadro-. Por eso Chen no quiere que te involucres. Y por eso el secretario del Partido Li mantiene la boca cerrada. Porque se trata de Mao.

– Me he perdido, Peiqin.

– ¿No sabías que Mao tuvo un lío con Shang?

– No, la verdad es que no.

– Hay un libro titulado Mao y sus mujeres. ¿No lo conoces?

– No, pero no puedes tomarte todos esos chismes en serio. ¿Tú lo has leído?

– No, sólo algunos fragmentos en una revista de Hong Kong que un cliente se dejó en el restaurante. El libro está prohibido aquí, por supuesto, aunque las historias son ciertas. A Mao le gustaba bailar con mujeres jóvenes y bellas. Incluso los periódicos oficiales afirmaban que Mao estaba sometido a tanto estrés que el comité central del Partido quería que se relajara bailando. Shang fue su pareja de baile bastante a menudo, bailaron juntos muchas veces.

– Nunca me habías hablado de todo esto.

– No quiero hablar sobre Mao, no en nuestra casa. ¿No nos ha traído ya bastantes desgracias a todos?

La vehemencia de su respuesta lo desconcertó. Sin embargo, dado lo mucho que había sufrido su familia durante la Revolución Cultural, la reacción de su esposa era comprensible.

– Mao vivía en Pekín, y Shang en Shanghai -dijo Yu-. ¿Cómo es posible que mantuvieran una relación?

– Bueno, Mao viajaba a Shanghai de vez en cuando. Cada vez que venía, las autoridades de la ciudad le organizaban fiestas en una mansión majestuosa que había pertenecido a un hombre de negocios judío antes de 1949. Shang solía esperarlo allí.

– Que bailara con ella no significa necesariamente que se acostaran.

– Venga, Yu. Mao podría haber bailado con cualquier otra en Pekín. ¿Por qué hacer todo el viaje hasta Shanghai?

– Mao viajaba mucho. Recuerdo que hay una canción sobre sus viajes por el bien de la nación.

– ¿Nunca habías oído estos rumores sobre Mao? No te creo, Yu. Shang no fue la única. Mao tenía montones de secretarias personales, enfermeras, asistentes… ¿Te acuerdas de Fénix de Jade, aquella secretaria tan guapa que lo cuidaba día y noche en su residencia imperial? Era joven, sólo tenía estudios primarios, y aun así trabajaba como secretaria personal de Mao. Alguien comentó en los periódicos del Partido que incluso la señora Mao tenía que lamerle el culo a Fénix de Jade. ¿Por qué? Todo el mundo lo sabe.

– Sí, Fénix de Jade apareció en un documental que vimos en Yunnan, de eso sí que me acuerdo. Una imagen fugaz de una chica despampanante que ayudaba a Mao a salir de su habitación. ¿Sabes qué? En aquel momento, yo tampoco pude evitar especular sobre su relación, y me sentí muy culpable después, como si hubiera cometido un delito imperdonable.

– No tenías por qué sentirte culpable. Fénix de Jade es ahora la honorable directora de un restaurante temático de Pekín dedicado a la figura de Mao, donde de vez en cuando se sienta a charlar con los clientes. El negocio va de maravilla, y hay que reservar con días de antelación. Los clientes van al restaurante con la esperanza de ver a Fénix de Jade.

– Todo esto pasó hace muchísimos años. ¿A qué viene ahora esta misión de Chen, tan de repente?

– Eso no lo sé -respondió Peiqin, sacudiendo la cabeza-. ¿Una lucha de poder entre los altos cargos? ¿O algún cambio?

– No, no creo que vayan a quitar el retrato de Mao de la plaza de Tiananmen. Al menos no en un futuro inmediato.

– Espero que Chen no esté colaborando en una maniobra para encubrir algún asunto relacionado con Mao.

– ¿Y yo qué puedo hacer para ayudarlo?

– Chen acudirá a ti cuando te necesite. No te preocupes por eso, pero… entiendo muy bien la preocupación del Viejo Cazador -dijo Peiqin, levantándose abruptamente-. Tengo que meter el pollo en la cazuela, vuelvo enseguida.

Peiqin regresó al cabo de un minuto, y volvió a coger el ejemplar de Nubes y lluvia en Shanghai.

– Voy a releerlo con atención. Quizás encuentre alguna pista que ayude a tu jefe.

– Tú también sientes debilidad por nuestro irresistible inspector jefe -dijo Yu fingiendo celos-. Y, encima, ahora tiene problemas personales.

– ¿Qué problemas?

– Ling, su antigua novia de Pekín, se ha casado con otro. Circulan bastantes chismorreos en el Departamento.

– Ah, eso -dijo Peiqin.

– Hará un par de días, Chen recibió una llamada de Pekín durante la reunión de estudios políticos del Departamento. Alguien oyó la conversación, o parte de ella. Chen parecía consternado después de colgar.

– Tal vez no sea tan malo para él. Ha obtenido muchos éxitos como policía, y no se deben a Ling. De hecho, me pregunto cómo habría acabado Chen si hubieran seguido juntos. Ya sabes a qué me refiero.

Lo han ascendido a inspector jefe por méritos propios, no me cabe la menor duda -admitió Yu de buen grado-. Es algo que los demás tienen muy claro, pero él sigue sin verlo.

– Ahora podrá pasar página. Con Ling constantemente en la cabeza, le era imposible fijarse en otras. Como Nube Blanca, por ejemplo.

Éste era otro de los temas preferidos de su esposa. Peiqin parecía creer que la ruptura había supuesto un auténtico golpe para Chen, pero, en realidad, la relación del inspector jefe con su antigua novia llevaba mucho tiempo en la cuerda floja. Sin ir más lejos, el año pasado Chen desaprovechó la oportunidad de viajar a Pekín, aunque Yu decidió no mencionárselo a Peiqin en aquel momento.

– No, Nube Blanca no -respondió Yu, evitando hablar de Ling-. No me parece la persona más adecuada para él.

– ¿Sabes qué encontré el otro día en una librería? -preguntó Peiqin, sacando una revista tras rebuscar de nuevo en la caja de los libros-. Un poema que escribió Chen. Para su novia, aunque no lo diga abiertamente. Incluso entonces ya parecían interpretar las cosas de forma distinta. Se titula «La versión inglesa de Li Shangyin».

Peiqin se sacó el delantal y empezó a leer en voz alta.

La fragancia del jazmín en tu cabello y luego en mi taza de té, aquella tarde, cuando pensabas que yo era un borracho, mientras un molinillo naranja giraba en la ventana de papel de arroz. El presente, cuando piensas en él, ya es pasado. Intento citar un verso de Li Shangyin para decir lo que no puede decirse, pero la versión inglesa no le hace justicia (el traductor, divorciado de su esposa estadounidense, borracho, creía que el inglés lo golpeaba como a un caballo ciego), como tampoco se la hace a tu reflejo la neblina micácea que se desprende de un jade azul de Lantian. La estrella de anoche, el viento de anoche, el recuerdo de cortarle el pábilo a una vela, el momento en que un gusano de seda primaveral se envuelve a sí mismo en un capullo, cuando la lluvia se convierte en montaña, y la montaña se convierte en lluvia…
Es como un cuadro de Li Shangyin abriendo la puerta, y de la puerta abriéndolo a él al cuadro, aquel pergamino manuscrito que me enseñaste en la sección de libros raros de la Biblioteca de Pekín, mientras interpretabas mi éxtasis como empatía y la lepisma se escapaba de los ojos adormilados de los puntos y aparte, y yo sentí un asombro violento al ver tus pies descalzos bailando un bolero sobre el polvo que cubría el suelo antiguo. Incluso entonces y allí, perdidos en nuestras mutuas interpretaciones, estuvimos de acuerdo.