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– No le veo ni pies ni cabeza -confesó Yu con una sonrisa desconcertada-. ¿Cómo estás tan segura de que se lo escribió a ella?

– Ling trabajaba en la Biblioteca de Pekín. Pero hay algo más importante. ¿Por qué Li Shangyin? Shangyin, poeta de la dinastía Tang, estaba considerado un advenedizo porque se casó con la hija de quien era entonces primer ministro. Desafortunadamente, el primer ministro perdió pronto su cargo, lo que ensombreció la carrera de Li. La frustración lo llevó a escribir sus mejores poemas líricos.

– Entonces lo sucedido fue bueno para su poesía, ¿no?

Podría decirse que sí. Chen es demasiado orgulloso para que le consideren un advenedizo.

– Si realmente quería a Ling, ¿por qué le importaba tanto su origen familiar?

– Nadie vive en una burbuja, y ni menciono las intrigas que hubiera habido en tu Departamento.

Peiqin defendía a Chen con vehemencia agitando la revista, ruborizada como una flor.

– ¡Ay, la sopa de pollo! -exclamó soltando la revista-. Voy a bajar el fuego.

Yu observó divertido cómo salía apresuradamente de la habitación. Después de todo, la sopa de pollo había resultado ser tan importante para ella como Chen. Pero entonces Yu volvió a preocuparse por su jefe. Tal y como le había advertido el Viejo Cazador, se trataba de una investigación muy peligrosa, y según qué información podría llevar a la muerte.

El subinspector Yu tenía que hacer algo, con o sin el consentimiento del inspector jefe Chen.

9

Chen se despertó parpadeando bajo la luz cegadora que entraba a raudales por la cortina entreabierta. Sin levantarse de la cama, repasó mentalmente su fracasado intento de «acercarse» a Jiao en el restaurante la noche anterior.

Pese a la cena «romántica» en la bien conservada mansión, cuyas vigas oscurecidas por el tiempo se remontaban presuntamente a la época de la señora Chiang y de las que colgaban dos farolillos de papel rojo, Chen apenas descubrió nada. Sentada frente a él, vestida con una camiseta rosa sin mangas y pantalones blancos, con los hombros resplandecientes a la luz de las velas, Jiao parecía preocupada. Las «olas otoñales» de sus ojos reflejaban pensamientos lejanos. Tras apartarse un mechón de la frente, Jiao desvió la conversación y evitó hablar de su familia. «No, no hablemos de eso», protestó. Junto a su plato había un cuchillo de plata, como una nota a pie de página, mientras los camareros -de ambos sexos- entraban y salían, vestidos a la moda de los años treinta.

Tal vez Jiao hubiera conocido a otras personas que, como él, se mostraban más interesadas en su abuela que en ella. Chen era consciente de que no debía presionarla. Además, su conversación se vio interrumpida por una ruidosa banda de Manila y por los no menos ruidosos clientes del restaurante, que bromeaban sobre la señora Chiang y descorchaban botellas de champagne caro, como en los viejos tiempos.

Al final de la cena, Jiao le dejó pagar la cuenta como el ex empresario que afirmaba ser. A Chen no le preocupó demasiado el gasto. Por una vez, la astronómica cuenta serviría como prueba de su concienzudo trabajo. Jiao pidió al camarero que metiera las sobras en una caja. «Para el señor Xie, que no sabe cocinar.»

Era otra muestra de sus atenciones para con Xie.

Mientras se estrechaban la mano al despedirse frente al restaurante, a Chen le pareció que la muchacha no apartaba la suya de inmediato. Se fijó en que Jiao esbozaba una sonrisa melancólica, como si le acabara de venir a la memoria un poema semiolvidado.

Pero al inspector jefe Chen no le bastaba con eso. Estaba muy lejos de hallar la respuesta que buscaba, concluyó mientras se levantaba de la cama.

Primero comprobó el móvil. Ningún mensaje. La información que hasta entonces le había proporcionado el Viejo Cazador, incluyendo algún dato suelto conseguido a través del subinspector Yu, no parecía demasiado prometedora.

Decidió entonces hacer una incursión en un segundo frente y adoptar el plan de acción que había contemplado por primera vez tras la charla con Jiao en el jardín. El plan se sustentaba en sus reflexiones sobre la poesía de Eliot, y tras su fracaso en el restaurante decidió que necesitaba llevarlo a la práctica.

Chen se documentó para adentrarse en el nuevo frente. Antes y después de la cena del día anterior, el inspector jefe había elaborado una lista de ensayos sobre la poesía de Mao. Aunque podía decirse que parte de esta preparación la había llevado a cabo mucho antes, pues el inspector jefe había leído varios libros sobre el tema en la escuela secundaria, cuando tenía Citas del presidente Mao y Poemas del presidente Mao como libros de texto. Después de su graduación, Chen copió varios versos en su diario para motivarse:

Puede que el paso a través de la montaña esté hecho

de hierro,

pero lo cruzamos una y otra vez, una y otra vez;

las colinas se extienden como olas,

el sol se hunde en sangre.

Después de la Revolución Cultural, Chen, como tantas otras personas, decidió no pensar demasiado en Mao o en sus poemas. Por fin había pasado página. Además, Mao escribía versos tradicionales, muy distintos de la versificación libre que prefería Chen. Ahora aquellos poemas de Mao, fragmentados, se agolpaban en la mente del policía agotado.

La mayoría de poemas de Mao, al menos según las interpretaciones oficiales, eran «revolucionarios», incluido el poema compuesto en honor de su segunda esposa, Kaihui, así como el poema sobre una fotografía que tomó su cuarta esposa, la señora Mao. Estos dos poemas eran los únicos que guardaban cierta relación con la vida personal de Mao, según recordaba Chen.

Tal vez algunos críticos no opinaran lo mismo. En la crítica literaria tradicional china, existía la ancestral tradición del suoyin, que consistía en buscar el significado auténtico de una obra en la vida de su autor. Quizá no hubiera sido posible analizar de este modo la obra de Mao, porque sólo se conocía la versión oficial de su vida. Aunque tal vez algún erudito conociera ciertos datos inaccesibles para Chen.

De la lista de expertos en la poesía de Mao que había elaborado Chen, algunos eran tan consagrados que al inspector jefe le sería imposible ponerse en contacto con ellos, por no hablar de obtener una respuesta inmediata; varios ostentaban altos cargos en el Partido y habían trabajado con Mao, lo que también excluía que le proporcionaran información relevante; otros habían muerto o vivían demasiado lejos de Shanghai. Por el momento, Chen sólo podía recurrir a Long Wenjiang, un «erudito» muy distinto a los demás, que vivía en Shanghai y además era miembro de la Asociación de Escritores.

Long saltó a la palestra durante la Revolución Cultural como crítico de la poesía de Mao. Su prestigio no se debió a su formación académica, sino a su estatus social como trabajador. Tras haberse pasado años recopilando distintas anotaciones e interpretaciones de la poesía de Mao, Long las compiló en un solo volumen. Tras publicarse la edición anotada, se le consideró un experto en la obra de Mao durante los años en que obreros y campesinos eran alentados a liderar la sociedad socialista. Long se hizo miembro de la Asociación de Escritores y se convirtió en «escritor profesional».

Sin embargo, la suerte de Long se torció tras la muerte de Mao, acaecida en 1976. El interés en la vida o en la obra de Mao fue decayendo a lo largo de los años siguientes. Los expertos en Mao dedicaron su atención a otros proyectos, como la poesía de las dinastías Tang o Song, pero Mao era el único tema del que Long tenía algún conocimiento. No se rindió y continuó trabajando pacientemente, con la esperanza de que algún día resurgiera el interés por Mao. Dicho resurgimiento se dio por fin cuando el nombre de Mao se convirtió en marca comercial en la época materialista: aparecieron restaurantes Mao y antigüedades Mao, y la gente empezó a coleccionar sellos e insignias de Mao por el valor que llegarían a alcanzar en el mercado. Las figuras de Mao en plástico se convirtieron en preciados amuletos para los taxistas, y los colgaban sobre el parabrisas para protegerse contra los accidentes de tráfico. Incluso Chen tenía un mechero con la forma del Pequeño libro rojo, y al encenderlo saltaba una chispa, como predijo Mao acerca de la llama roja revolucionaria que envolvería el mundo.