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Con todo, la poesía de Mao carecía de valor de mercado en esta revalorización colectiva. Ninguna editorial mostró el menor interés en la edición revisada de Long pese a sus protestas y a sus discursos apasionados, tanto en la Asociación de Escritores como en otros sitios.

No era éste el único problema de Long. En los últimos años, la Asociación de Escritores había sufrido varios recortes en su financiación estatal, y ya se hablaba de reformar el sistema de los «escritores profesionales». Años atrás, aquellos autores reconocidos como escritores profesionales recibían una retribución mensual de la asociación hasta jubilarse, publicaran o no. Ahora se fijaba un periodo de contratación limitada, en el que un comité examinaría las cualificaciones de cada miembro. Long, cada vez más desesperado, había empezado a escribir anécdotas breves que no guardaban relación alguna con Mao a fin de que le prolongaran el contrato.

Casualmente, Chen se acordaba de Long por una pieza breve que había aparecido en el Vespertino de Shanghai. Se trataba de una anécdota muy gráfica sobre los cangrejos de río, pero «políticamente incorrecta» a juicio del comité de la Asociación de Escritores, al que pertenecía Chen.

El inspector jefe localizó el periódico y empezó a releer el texto. Esta vez, para variar un poco, añadió limón y una cucharada de azúcar al té.

Varios años antes de que empezara la reforma económica de los ochenta, mi viejo vecino Aiguo, un profesor confucionista de secundaria, desengañado por la prohibición de hablar de Confucio en el aula, empezó a desarrollar una fijación por los cangrejos. Aiguo se empeñó en saborear cangrejos del río Yangcheng al menos tres o cuatro veces durante la temporada de cangrejos. Su esposa había muerto, y su hijo, que había empezado a trabajar en una planta de acero estatal, ya tenía novia, por lo que los cangrejos se convirtieron en su única pasión. Aiguo la justificaba citando a escritores célebres como Su Dongpo, un poeta de la dinastía Song, quien describió un festín a base de cangrejos como el momento más feliz de su vida: «Ojalá pudiera comer cangrejos con un escanciador sentado a mi lado», o como Li Yu, un erudito de la dinastía Ming, que confesó que escribía con el propósito de ganar dinero para comprar cangrejos: «necesarios para su supervivencia». Como intelectual versado en Confucio, Aiguo tuvo que evitar referirse al sabio en público, pero continuó observando las normas rituales confucianas para comer cangrejos en casa.

«No los comas cuando estén podridos; no los comas cuando tengan mal color; no los comas cuando huelan mal; no los comas cuando no estén bien cocinados; no los comas cuando no los sirvan con la salsa adecuada (…) No tires el jengibre (…) Muéstrate serio y solemne cuando ofrezcas una comida sacrificial a tus antepasados (…).» Aiguo solía citar las Analectas de Confucio en la mesa, antes de añadir: «Se refiere a los cangrejos vivos de Yangcheng y a todos los requisitos necesarios para comerlos, incluyendo un trozo de jengibre».

«No son más que excusas para justificar su locura por los cangrejos. No creáis lo que dice acerca de Confucio», comentó su hijo a los vecinos, encogiéndose de hombros con resignación.

Ciertamente, tal era su debilidad que Aiguo se veía aquejado de un síndrome peculiar cuando el viento del oeste soplaba en noviembre, como si los cangrejos, con sus pinzas, le arañaran y le pellizcaran el corazón. Tenía que aplacar su ansiedad con «un par de cangrejos del río Yangcheng y un vaso de vino amarillo»; sólo así era capaz de trabajar duro el año entrante, y tenía la suficiente energía para seguir a rajatabla lo que «Confucio dice», hasta la siguiente temporada de cangrejos.

Aiguo se jubiló en los inicios de la reforma económica. El precio de los cangrejos se había disparado y medio kilo de cangrejos grandes costaba trescientos yuanes, más de la mitad de la pensión mensual de un jubilado normal y corriente como él. Los cangrejos se convirtieron en un lujo que sólo podían permitirse los nuevos ricos de la ciudad. Para la mayoría de consumidores de cangrejos de Shanghai, como Aiguo, la temporada de los cangrejos se convirtió en una auténtica tortura.

En la misma casa shikumen vivía un antiguo alumno de Aiguo llamado Gengbao. Gengbao tenía en poca estima a Aiguo como profesor, porque fue expulsado del colegio después de que Aiguo lo suspendiera. Como se afirma en el Tao Dejing, «en la desdicha está la fortuna», y debido a su fracaso escolar, a principios de la reforma Gengbao abrió un negocio dedicado a la cría de grillos y se hizo rico. En Shanghai, la gente hace apuestas en las peleas de grillos, por lo que un grillo feroz podía venderse por miles de yuanes. Al parecer, Gengbao empezó a capturar sus grillos más fieros en un «cementerio secreto», donde los grillos, tras absorber los espíritus infernales, combatían como demonios. De cualquier modo, este negocio fue un magnífico nicho de mercado. Sin embargo, pese a sus cuantiosas ganancias, Gengbao prefirió seguir habitando el desván decorado según los principios del feng shui, que, a su entender, le había traído la fortuna. No obstante, se compró un piso nuevo en otra zona. En el viejo edificio, compartía con Aiguo la cocina comunitaria y una pasión común: los cangrejos. A diferencia de Aiguo, Gengbao podía permitirse comer cuantos cangrejos le vinieran en gana y alardeaba abiertamente de ello. Gengbao exhibía sus cangrejos clavando los caparazones en la pared como si fueran máscaras de monstruos, encima de la cocina de briquetas de carbón. Aiguo, obligado a soportar estas provocaciones, suspiraba y citaba un clásico confuciano: «La culpa es del maestro, por no haber enseñado como debía a su alumno».

«¿Qué quieres decir?», preguntó su nuera. «Gengbao ahora es un "bolsillos llenos". Tus antepasados debieron de quemar varas largas de incienso para que tuvieras un alumno tan aventajado.»

Si algo consolaba levemente a Aiguo era poder hablar nuevamente de Confucio con libertad. Sin embargo, ahora que estaba jubilado, Aiguo sólo podía instruir a su nieto Xiaoguo, que iba a tercer curso de primaria.

A Xiaoguo, que nunca había comido cangrejos, el despliegue de misteriosos caparazones de cangrejo en la pared de la cocina le parecía más interesante que Confucio.

«¿A qué saben los cangrejos, abuelo?»

Al maestro jubilado le era imposible describirlo. No puedes saborear un cangrejo sin metértelo en la boca. Aiguo adoraba a su nieto, y, como dice Confucio: «Sabes que es imposible hacerlo, pero mientras sea algo que debes hacer, tienes que hacerlo». Finalmente, Aiguo consiguió demostrarle al niño lo delicioso que podía ser un cangrejo preparando una salsa especial para acompañar los cangrejos a base de vinagre negro, azúcar, rodajas de jengibre y salsa de soja.

«Es algo así», explicó Aiguo, dejando que Xiaoguo mojara un palillo en la salsa y lamiera la punta, «pero mucho mejor.»