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Inesperadamente, aquel experimento se convirtió para Aiguo en un intento continuado por satisfacer su ansia de comer cangrejos. El sabor de los cangrejos le volvió a la memoria en el preciso instante en que la punta del palillo le rozó la lengua. Aiguo llevó más lejos el experimento friendo la yema y la clara de un huevo por separado en un wok y mezclándolas con la salsa especial. El resultado fue un plato singular que recordaba a la celebrada carne de cangrejo frita del restaurante Wangbaohe. Y, para su sorpresa, las quisquillas o los trozos de tofu desecado mojados en la salsa especial a veces evocaban también un sabor similar. En aquellos días en los que no podía encontrar nada en la nevera, siempre sometida a la estricta vigilancia de su nuera, Aiguo mojaba los palillos en la salsa especial, bebía a sorbos su vino amarillo y masticaba las rodajas de jengibre.

Huelga decir que estos experimentos aumentaron la curiosidad de Xiaoguo, que los observaba muy de cerca.

«Pese a vivir en un modesto callejón, sin poder comer otra cosa que la salsa para cangrejos, sigue siendo posible disfrutar de la vida», le dijo Aiguo a su desconcertado nieto, al parecer absorto de nuevo en Confucio. «Confucio dice algo muy parecido acerca de uno de sus mejores alumnos.»

Un día, de camino al colegio, Xiaoguo pasó frente a una casa nueva que tenía la puerta abierta y pudo ver en su interior a algunas personas muy ocupadas preparando enormes banquetes sacrificiales en honor de sus antepasados. Debía de ser una familia rica, dado el número de coches lujosos estacionados frente a la casa. Incluso habían contratado a monjes de un templo budista para que salmodiaran pasajes de los escritos sagrados. Xiaoguo no pudo contenerse y se acercó a la puerta. Para su sorpresa, vio que un cangrejo salía de la casa y correteaba hasta la acera. Debía de haberse escapado de la cocina en pleno ajetreo. Nadie le prestó atención, así que Xiaoguo se sacó el sombrero y, rápido como una centella, corrió hasta su casa, preparó la salsa especial a su manera e hirvió el cangrejo. Después de devorarlo sin saborearlo apenas, pintó una cara multicolor en el caparazón del cangrejo con un carácter chino debajo: el correspondiente al verbo «jurar». El niño colgó el caparazón en la pared como si de una máscara primitiva se tratara. A su regreso, al ver la máscara y escuchar lo sucedido de boca de Xiaoguo, que aún estaba lavando el sombrero en el fregadero, Aiguo perdió los estribos y abofeteó con rabia a su nieto.

«¿Cómo puedes saltarte la escuela por un cangrejo? ¡Qué vergüenza! ¡Y encima era un cangrejo que huía de la ofrenda que hacían otros a su antepasado! Eso va totalmente en contra de los ritos confucianos. Es más, te metiste el cangrejo en el sombrero. Ni uno solo de los alumnos de Confucio tuvo que enderezarse el sombrero en toda su vida.» Aiguo se ablandó al ver que el niño sollozaba desconsoladamente. «Estudia mucho. Cuando vayas a la universidad, yo te compraré los cangrejos.»

«¿Y eso de qué me va a servir?», preguntó Xiaoguo, sollozando y relamiéndose a un tiempo. «Tanto tú como padre estudiasteis en la universidad, ¿pero de qué os ha servido?»

«¿Entonces qué piensas hacer?»

«Seré un "bolsillos llenos", y entonces te compraré cangrejos.

Montones de cangrejos, te lo juro. Por eso hice un juramento en el caparazón del cangrejo.»

«Confucio dice…»

«¡Gilipolleces!»

Era una pieza realista. Chen buscó en las Analectas los muchos «no comas» sobre los cangrejos, y los encontró en el capítulo titulado «Casa vieja», aunque Confucio se refería a la carne y el pescado en general, no a los cangrejos. Al menos no exclusivamente a los cangrejos, pese a lo que Aiguo le había contado a su nieto. Era evidente que Long había leído otros libros, además de los de Mao. A los miembros del comité de la Asociación de Escritores no les gustó la narración porque «se une a las quejas de la multitud sin reconocer el inmenso progreso que la reforma ha supuesto para China». Además, el relato carecía de trama argumental, o de un estilo trabajado. Con todo, a Chen le gustó la jugosa anécdota, y sospechó que aquellos detalles tan gráficos provenían de la pasión del propio Long por los cangrejos. A Chen también le gustaban, y, pese a no ser un empresario de éxito como Gengbao, había tenido mucha más suerte que Aiguo. Debido a su cargo de inspector jefe, se relacionaba con «bolsillos llenos» que ocasionalmente lo invitaban a comer cangrejos y otras exquisiteces.

Como si existiera una correspondencia misteriosa, su teléfono móvil se puso a vibrar. Era una llamada de Gu, un próspero hombre de negocios dueño de empresas, restaurantes y clubes. Chen no pudo reprimirse y le mencionó la historia de los cangrejos, tras preguntarse si en la actualidad aún era posible comprar cangrejos a precios estatales.

A continuación marcó el número de la Asociación de Escritores de Shanghai y, tras una larga conversación con la secretaria ejecutiva, consiguió la información que necesitaba sobre Long.

Chen empezó a preparar la lista de preguntas que le haría a Long. Cuando iba por la mitad oyó que alguien llamaba a la puerta. Para su sorpresa, le habían dejado un cesto de bambú lleno de cangrejos de río vivos, casi cinco kilos. La cesta adjuntaba una breve nota de Gu.

Estás demasiado ocupado para venir a mi restaurante, lo sé.

Hemos enviado otro cesto al domicilio de tu madre.

Chen lamentó haberle mencionado la historia de los cangrejos. El coste de un cesto como ése debía de ser prohibitivo, aunque no llevaba una etiqueta con el precio. O aún no. Por el momento, sin embargo, Chen se repitió a sí mismo el tópico de que el fin justifica los medios. Después de todo, trabajaba en un caso sobre Mao, y el cesto podría serle útil para el importante encuentro con Long.

Chen marcó el número de Long y le propuso ir a visitarlo. Se habían conocido en la sede de la asociación, pero la llamada debió de suponer una sorpresa para Long, sobre todo cuando Chen añadió al finaclass="underline" «Traeré algo para comer, y podemos charlar mientras bebemos unas copas».

10

Alrededor de una hora después, Chen llegó a una callejuela de la Ciudad Antigua y vio a Long esperando frente al bloque de pisos. Pese a la pista que Chen le había dado por teléfono, Long quedó estupefacto al ver el cesto de cangrejos de río.

– Mi humilde morada se ilumina con su visita -dijo Long-. Me abruma con todos estos cangrejos.

– Me impresionó su historia sobre los cangrejos, Long. Y, casualmente, conozco a alguien que trabaja en un restaurante. Pude conseguirlos al precio estatal, así que decidí venir a verlo.

– No me sorprende que tenga buenos contactos, camarada inspector jefe Chen, pero lo del «precio estatal» sí.

Chen sonrió sin dar más explicación; Long estaba en lo cierto, no existía ningún «precio estatal».

Long recibió a Chen en su piso de un solo ambiente: dormitorio, salón, comedor y cocina en la misma habitación. Una mesa pintada de rojo estaba dispuesta en medio de la estancia. Cerca de la puerta había un fregadero y una cocina de briquetas de carbón. Unas pinzas de cangrejo, de color rojo escarlata, decoraban una de las paredes blancas.

– Hoy mi mujer está de canguro en casa de su hermana -explicó Long-. Podemos hablar tranquilamente mientras disfrutamos del festín de cangrejos. Deje que los prepare primero, serán sólo unos minutos.

Long metió los cangrejos en el fregadero que había bajo la ventana y empezó a lavarlos con una escobilla de bambú. Dejó el grifo abierto y, mientras los cangrejos seguían moviéndose, sacó una olla grande, la llenó de agua hasta la mitad y la colocó sobre una bombona de propano.