– ¡Maldita sea! Esta mañana me he puesto otros pantalones y me he dejado la cartera en casa. Présteme diez yuanes, joven. Se los devolveré mañana.
Era evidente que Gang lo engañaba, pero aquella noche Chen sentía un placer malsano compartiendo mesa con él, así que le dio dos billetes de diez yuanes.
– Tía Yao, una botella de licor del río Yang, un plato de carrilleras de cerdo y una docena de patas de pollo en salsa picante -gritó Gang en dirección a la cocina, agitando la mano como el comandante de los Guardias Rojos que fuera tiempo atrás.
La tía Yao -la camarera de mediana edad- salió de la cocina, tomó nota a Gang y cogió el dinero que éste le ofrecía sin dejar de observarlo detenidamente.
– ¡Granuja asqueroso! ¿Ya vuelves a hacer de las tuyas?
La camarera arrastró a Gang por la fuerza hasta su mesa cogiéndolo por el cuello de la camisa, como haría un halcón con un pollo. La escena provocó una carcajada general en el restaurante, como si fuera una comedia televisiva.
– No le haga caso -dijo la tía Yao volviendo a la mesa de Chen-. Emplea el mismo truco con todos los clientes nuevos y les cuenta la misma historia una y otra vez, hasta que se apiadan de él y le dan dinero para empinar el codo. Y lo que es peor, uno de mis clientes jóvenes se dejó engatusar por Gang y se convirtió en un maldito borracho como él.
– Gracias, tía Yao -respondió Chen-. No se preocupe por mí, sólo quiero comer tranquilo.
– Muy bien. No creo que vuelva a molestarlo. Esperemos que haya dejado de soltar gilipolleces -añadió la camarera, lanzando una mirada furibunda hacia la mesa de Gang.
– No se preocupe por mí, tía Yao -repitió Gang desde su mesa mientras ella volvía a meterse en la cocina.
La tía Yao debía de ser la única camarera del restaurante. Llevaba años trabajando allí y conocía bien a los clientes habituales. No tardó en regresar a la mesa de Chen con los fideos y la especialidad del chef, servida en una cazuelita rústica, aún humeante, como si acabara de salir de una cocina rural. Los fideos con ternera parecían recién hechos y muy calientes.
La camarera se sentó en un taburete situado a poca distancia de la mesa de Chen, como si quisiera montar guardia para asegurarse de que Gang lo dejaría comer tranquilo.
Pero Chen no cenaría en paz aquella noche.
Acababa de introducir los palillos en la cazuela de sabroso aroma cuando sonó su móvil. Tal vez otra llamada de Yong, pensó, ya que la amiga de Ling no se daba por vencida tan fácilmente.
– Camarada inspector jefe Chen, soy Huang Keming. Lo llamo desde Pekín.
– Caramba, ministro Huang.
– Tenemos que hablar. ¿Lo llamo en mal momento?
Así era, pero Chen prefirió no decírselo al nuevo ministro de Seguridad Pública. Y, en realidad, Huang no quería oír la respuesta. Chen se levantó y salió apresuradamente del restaurante, tapando el teléfono con las dos manos.
– En absoluto. Dígame, ministro Huang.
– ¿Ha oído hablar de Shang Yunguan, una estrella de cine de los años cincuenta?
– Shang Yunguan… Vi una o dos películas suyas hace mucho tiempo, pero no me impresionaron demasiado. Creo que se suicidó a principios de la Revolución Cultural.
– En efecto, pero en los cincuenta y a comienzos de los sesenta fue muy popular. Cuando el presidente Mao venía a Shanghai solía bailar con ella en las fiestas organizadas por las autoridades municipales.
– ¿Sí, ministro Huang? -inquirió Chen, preguntándose qué se traería entre manos el ministro.
– Puede que Shang hubiera cogido, o que le hubieran entregado, algo que pertenecía al presidente. Pudo suceder en un sinfín de ocasiones.
– ¿Algo que pertenecía a Mao? -Chen se puso en guardia enseguida, aunque apenas pudo disimular el sarcasmo en su voz-. ¿Y de qué podría tratarse?
– No lo sabemos.
– Quizá se trataba de fotografías con pies que rezaran «Nuestro gran líder alentó a una artista revolucionaria a hacer una nueva contribución», o «Que florezcan cientos de flores». En los periódicos y las revistas siempre aparecían fotos suyas.
– Tal vez Shang se lo dejara en herencia a su hija Qian -continuó diciendo Huang sin responder a Chen-, que murió en un accidente hacia el final de la Revolución Cultural. Qian tuvo a su vez una hija, llamada Jiao. Tendrá que acercarse a Jiao.
– ¿Por qué?
– Quizá lo tenga.
– ¿Se refiere al material que perteneció a Mao?
– Sí, podríamos decirlo así.
– ¿Sabe si Shang, Qian o Jiao se lo enseñaron alguna vez a alguien?
– No que nosotros sepamos.
– Entonces tal vez ni siquiera exista.
– ¿Qué le hace pensar eso?
– En el caso de Shang, una actriz de cine muy popular, seguro que los Guardias Rojos registraron su casa de arriba abajo. Y no encontraron nada, ¿no es cierto? El material de Mao, fuera lo que fuese, no era como los decretos imperiales que podían salvarle la vida a alguien en otras épocas. Aunque dicho material existiera, no la salvó. Por el contrario, puede que sólo le causara problemas. ¿Cómo hubiera podido Shang dejárselo en herencia a su hija Qian? ¿Y cómo pudo Qian, que murió en un accidente, habérselo entregado a su hija Jiao?
– ¡Camarada inspector jefe! -Obviamente, a Huang no le gustó nada la respuesta de Chen-. No podemos permitirnos pasar por alto esta posibilidad. Jiao se comporta de forma bastante sospechosa. Hará un año, por ejemplo, dejó su trabajo de forma repentina y se mudó a un piso de lujo. ¿De dónde salió el dinero? Ahora suele ir a fiestas a las que también asisten invitados de Hong Kong, de Taiwan o de países occidentales. ¿A qué se dedica en realidad? Es más, el anfitrión de estas fiestas, un tal señor Xie, es alguien que le guarda mucho rencor a Mao. Tal vez Jiao esté intentando vender el material de Mao por un anticipo sustancioso para un libro.
– ¿Un anticipo por un libro? Si ya ha cobrado, no creo que podamos hacer nada al respecto. El editor tendrá ahora el material, el material de Mao.
– Tal vez aún no lo tenga, o no lo tenga todo. Quizás hayan llegado a algún acuerdo para salvaguardar la seguridad de Jiao. Si se publicara un libro de estas características mientras permanece en China, Jiao podría meterse en problemas. Es muy consciente de que no puede hacer una cosa así.
– ¿Ha solicitado un pasaporte?
– No, todavía no. Si diera un paso demasiado obvio, podría acabar mal.
A Chen le sonó a conspiración. El ministro debía de tener sus razones para estar preocupado, pero a Chen se le ocurrían muchas preguntas.
– ¿A qué se debe tan repentino interés en este asunto? -preguntó Chen después de hacer una pausa-. Shang murió hace mucho tiempo.
– Es largo de contar, pero, para resumir, se debe a dos libros. El primero se titula Nubes y lluvia en Shanghai. Habrá oído hablar de él.
– No, no me suena.
– Está demasiado ocupado, inspector jefe Chen. Es un superventas sobre Qian, y también sobre Shang.
– ¿En serio? ¿Un superventas?
– Sí. Y el otro libro son unas memorias escritas por el médico personal de Mao.
– De ése sí que he oído hablar, pero no lo he leído.
– Con ese libro aprendimos la lección. Cuando el médico solicitó un pasaporte para viajar a Estados Unidos por motivos de salud, le permitimos marcharse y entonces publicó su libro allí. Está lleno de mentiras sobre la vida privada de Mao. Sin embargo, los lectores están tan interesados en todos esos detalles sórdidos que se los tragan sin pestañear. El libro se vende como rosquillas por todo el mundo. Han sacado ya diez reimpresiones en varios idiomas en un año.
Chen había oído bastantes rumores sobre la vida privada de Mao. En los años inmediatamente posteriores a la Revolución Cultural, cuando la esposa de Mao fue tachada de demonio de huesos blancos, comenzaron a circular detalles escabrosos sobre su vida como actriz de cine del tres al cuarto, algunos de ellos relacionados directa o indirectamente con Mao. Las autoridades de Pekín no tardaron en poner fin a las habladurías. Después de todo, no se podía desligar a la señora Mao del propio Mao.