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– ¿Es usted el señor Peng? -preguntó Yu, tras reconocerlo por la fotografía del expediente. A continuación le ofreció un cigarrillo.

– Soy Peng, pero hace veinte años que nadie me llama «señor». Es una palabra que me pone los pelos de punta -explicó Peng cogiendo el cigarrillo-. Caramba con China. Un pitillo cuesta más que un cuenco de fideos. ¿En qué puedo ayudarlo?

– Bueno… -empezó a decir Yu. Pensaba interpretar un papel, como solía hacer su jefe, quien a veces se presentaba como escritor o como periodista cuando investigaba un caso-. Soy periodista. Me gustaría hablar con usted. Vayamos a algún sitio tranquilo. ¿Un restaurante cercano, quizá?

– El restaurante que está enfrente ya va bien -respondió Peng, sosteniendo el cuenco de fideos en una mano-. Tendría que haber venido cinco minutos antes.

Era un restaurante familiar, sencillo y destartalado. A aquella hora, entre el desayuno y la comida, no había ningún cliente.

El viejo propietario del local miró con curiosidad a los dos hombres, que ofrecían un marcado contraste: Peng era un vagabundo andrajoso, mientras que Yu llevaba un blazer de tela ligera que Peiqin había elegido, e incluso planchado, para la ocasión.

– Usted conoce el restaurante, Peng. Pida lo que quiera.

Peng pidió cuatro platos y seis botellas de cerveza, lo que era casi un banquete en un sitio como aquél. Por suerte, ninguno de los platos de la carta era caro. Peng pidió en voz tan alta que cualquiera que pasara frente al restaurante lo habría oído. Tal vez fuera también un mensaje dirigido a sus vecinos: Peng querría que supieran que aún era alguien, y que había personas ricas dispuestas a pagarle una comilona.

– Ahora -Peng soltó un ruidoso eructo después de beberse de un trago el primer vaso de cerveza- ya puede empezar a preguntar.

– Sólo le haré un par de preguntas sobre sus experiencias durante la Revolución Cultural.

– Ya sé por dónde va -Peng empezó a beberse el segundo vaso-. Es sobre mi maldita relación con Qian, ¿no? Déjeme decirle algo, señor periodista. Sólo tenía quince años cuando la conocí. Ella me llevaba más de diez años, y me sedujo. Si le ponen delante un cuerpo blanco y voluptuoso, como una botella de cerveza fría en verano, y resulta que es gratis, ¿usted qué haría?

– ¿Bebérmela? -respondió Yu con sorna, asombrado por la crueldad con la que Peng hablaba de Qian.

– En aquella época, un chico joven como era yo no sabía nada de nada. Sólo fui un sustituto con el que satisfacer su lujuria. Yo no le importaba en absoluto: lo único que le interesaba era mi maldito parecido con su amante muerto. Después de salir de la cárcel, donde se esfumaron mis mejores años y todas las oportunidades que se me pudieran presentar, no conseguí encontrar un trabajo decente. Era un despojo humano sin conocimientos ni experiencia. Sin ningún futuro.

Mientras contemplaba a ese hombre de mediana edad cansino y desaliñado, que bebía cerveza como si se fuera a acabar el mundo, Yu se preguntó qué podría haber visto Qian en él.

– Las cosas no han sido fáciles para usted, Peng, pero de todo esto hace muchísimo tiempo. Nunca sabrá lo que Qian llegó a pensar entonces; ella también pagó un precio terrible por sus actos. Por favor, cuéntemelo todo desde el principio.

– ¿Quiere decir mi historia con Qian?

– Sí, toda la historia.

– Venga ya, no soy tan idiota, señor periodista. Esa historia vale un dineral. No la va a comprar con un par de cervezas.

– ¿A qué se refiere?

– Alguien vino a verme mucho antes que usted. Un escritor, o al menos se presentó como escritor. -Peng se metió un trozo de carne estofada en la boca-. Fui un ingenuo al contárselo todo, y ni siquiera me pagó una botella de cerveza. Sólo me dio un par de cigarrillos de la marca Montañas de la Pagoda Roja, una de las más baratas. Escribió su libro, vendió millones de ejemplares y yo no saqué ni un céntimo.

– ¿Ha leído el libro?

– Me han dicho que me ha pintado como un granuja.

El escritor, presumiblemente el autor de Nubes y lluvia en Shanghai, debió de ofrecer un retrato negativo de Peng a fin de resaltar las cualidades de Qian, una heroína idealizada y llena de glamour.

– Mire, Peng, en realidad no tengo por qué escuchar su historia, puedo leer el libro. ¿Qué le parece cien yuanes a cambio de un par de preguntas? -inquirió Yu, sacando la cartera mientras imaginaba cómo habría reaccionado Chen en este caso. A diferencia de Yu, Chen podía disponer de fondos del Departamento gracias a su cargo de inspector jefe.

– Quinientos yuanes. -Peng sorbió una cucharada de sopa de pescado de Guizhou y luego se relamió.

– Déjeme decirle algo. -Yu golpeó la mesa con la base de la botella de cerveza-. Hace unos días siguió usted a Jiao, y después se llevó el dinero que ella le dio. Me lo sopló un amigo poli, y yo impedí que lo detuviera. Al fin y al cabo, usted es una víctima de la Revolución Cultural.

Era una posibilidad muy remota, pero quizá resultara. Tal vez Peng hubiera chantajeado a Jiao, y aunque no lo hubiera hecho, con sus antecedentes, a la policía no le costaría demasiado crearle problemas.

– Esos malditos polis. Vinieron a verme hará un mes y me trataron como si fuera una mierda. No me sacaron nada, claro -explicó Peng poniéndose dramático. A continuación estiró el brazo y le arrebató a Yu el billete de cien yuanes-. Jiao es mi hijastra, ¿no? Tiene mucho dinero, es justo que me dé un poco a mí.

– ¿Así que Qian le dejó a Jiao algo en herencia?

– Un tesoro escondido. Era de esperar. ¿Quién fue su madre? Una reina en el mundo del cine. ¿Con cuántos hombres ricos y poderosos se había acostado?

– Sin embargo, los Guardias Rojos debieron de registrar su casa de arriba abajo y llevarse los objetos de valor.

– No, no lo creo. He pensado mucho en ello, no soy un descerebrado. Los Guardias Rojos del distrito no invadieron su casa a toda prisa, como hicieron con las de otras familias. Tal vez Qian tuvo tiempo de esconder sus pertenencias.

La supuesta existencia de un tesoro escondido debía de consumir a Peng, dado lo poco que ganaba él con sus empleos esporádicos. Cabía esa posibilidad, pero ¿habría movido eso a Seguridad Interna, y al inspector jefe Chen, a emprender una investigación de estas características?

– Llamé al escritor -continuó explicando Peng-. No me dio dinero, ni a ella tampoco, según dijo. Así que Qian debía de tener el tesoro de Shang.

– Jiao era tan pobre como usted hasta hace aproximadamente un año. Si Shang le hubiera dejado algo, Jiao lo habría vendido hace mucho.

– Shang le dejó algo, lo sé.

– ¿Cómo lo sabe?

– Usted es un hombre inteligente -dijo Peng con aire misterioso, mientras le sacaba un ojo a la carpa al vapor y se lo ponía sobre la lengua-. Shang bailaba con Mao, él venía a verla desde la Ciudad Prohibida. Seguro que Mao tenía acceso al tesoro de las antiguas dinastías.

– Eso no son más que imaginaciones suyas, Peng.

– No. Yo también he hecho mis averiguaciones. El interés por las antigüedades es bastante reciente. Hará dos o tres años, no había manera de encontrar a nadie dispuesto a comprar cosas de la Ciudad Prohibida. No a un buen precio, quiero decir. Esto explica por qué Jiao se enriqueció de repente hace más o menos un año. Además, puedo demostrárselo -añadió Peng, intentando coger con los palillos una cola de cerdo estofada en salsa de soja-. Usted ya ha hecho su pregunta, y yo le he dado mi respuesta.

– ¿En serio? -Yu volvió a sacar la cartera, en la que le quedaban unos doscientos yuanes-. Es todo lo que llevo. Cien más. Y tengo que pagar la comida. Dígame cómo puede demostrarlo.