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Chen permaneció tumbado con la cara oculta en la almohada blanca durante varios segundos, intentando descifrar si el ruido podía ser el agua que goteaba en el palacio. Era el teléfono, sonando con estridencia bajo la luz grisácea del amanecer. Al descolgar escuchó la voz de Yong, que le llamaba desde Pekín.

– Ling ha vuelto. ¿Sabes qué? Ese hijo de puta desalmado tiene una pequeña secretaria. Ling lo acaba de descubrir y, de momento, se ha ido a vivir a casa de sus padres.

La voz de Yong se oía clara y nítida, a diferencia de los murmullos indistintos de su sueño. Mientras escuchaba, Chen se frotaba los ojos, aún desorientado.

– ¿Qué? -preguntó-. ¿Quién tiene una pequeña secretaria?

– ¿Quién va a ser? El maldito hijo de puta con el que se ha casado.

– Vaya.

Alargó el brazo para coger un cigarrillo al percatarse finalmente de la rabia con la que hablaba Yong. Luego se incorporó en la cama y se apoyó en un codo.

– No digas «vaya» otra vez, di algo más. Haz algo, Chen.

Pero ¿qué podía hacer él?

No era asunto de la policía detener a la «pequeña secretaria» de nadie, una situación que había pasado a formar parte del «socialismo con características chinas». Cualquier nuevo rico tenía, invariablemente, una pequeña secretaria -su joven amante- como símbolo de su riqueza y de su éxito. En algunos casos, tenía incluso una «pequeña concubina». En cuanto al marido de Ling, empresario y funcionario de una familia de cuadros superiores, lo sorprendente sería que no la tuviera.

– Tal vez aún haya esperanza para vosotros. Ven a Pekín, Chen. Ling no es feliz. Tú y Ling deberíais hablar. Tengo muchas sugerencias que hacerte.

– Estoy en medio de una investigación, Yong -repuso Chen, con la boca inexplicablemente seca-. Una investigación importante.

– Siempre estás ocupado, nunca piensas en nada que no sea tu trabajo en la policía. Ése es tu verdadero problema, Chen. Ling me contó que pensaba en ti incluso durante su luna de miel. Puede que seas un policía excepcional, pero me decepcionas como persona.

Yong colgó el teléfono con brusquedad, presa de la frustración. Al otro lado del pasillo, su vecino cerró la puerta de golpe, como si quisiera solidarizarse con Yong.

Chen se acercó el cenicero lleno de colillas y de cerillas usadas del último par de días. Lo que le había dicho a Yong era cierto, estaba involucrado en un caso sobre Mao, algo que ni siquiera podía explicarle.

No era el momento más indicado para viajar a Pelan, pese a todas las sugerencias que Yong había prometido hacerle. La luna de miel de Ling apenas había acabado. Fuera cual fuese el problema que la acuciaba ahora, Chen no tenía ningún derecho a inmiscuirse.

El inspector jefe se acabó el cigarrillo antes de levantarse. Aún atontado a causa del sueño interrumpido, se dirigió al lavamanos y se lavó los dientes vigorosamente mientras la imagen de la gárgola gris iba desapareciendo. Aún tenía un gusto amargo en la boca.

En la pequeña nevera no había casi nada: una caja con sobras de pato asado de la semana anterior y media caja de sobras de cerdo a la parrilla de quién sabía cuándo, ambas de sus comidas fuera de casa, y un cuenco de arroz frío duro como una piedra. No le apetecía desayunar fuera de casa. En las últimas dos semanas se había gastado el sueldo de todo el mes, y tuvo que volver a recurrir a sus ahorros. Quizá le devolvieran una parte de los gastos en los que había incurrido a causa de su misión especial, pero no estaba seguro de cómo acabaría el caso Mao, y no quería enviar una factura astronómica si fracasaba en su investigación. Decidió prepararse un chop suey y puso a hervir todas las sobras en una olla de agua caliente, junto a unas cebolletas, jengibre y un pimiento desecado que encontró en la nevera. En un impulso, sacó la botellita de tofu fermentado y lo echó en la olla, junto al líquido multicolor.

Cuando la olla hervía sobre el quemador de gas, volvió a sonar el teléfono. Esta vez era Song.

– He hablado con Gao Dongdi, un abogado para el que había trabajado Yang, y también con algunos amigos y familiares de ella…

A decir verdad, Chen tuvo que admitir que Song, pese a seguir presionando para adoptar «medidas contundentes», no había dejado de investigar el asesinato por otras vías.

Chen encendió otro cigarrillo mientras escuchaba. Si Xie no estaba involucrado, el asesino de Yang, que había abandonado el cadáver en el jardín, aún andaba suelto. Tal vez el asesinato no guardara relación con el caso Mao, pero no por ello iba a dejar de investigarlo.

– Todos los que van a la Mansión Xie tienen sus razones -si- guió explicando Song-. Algunos quizá vayan para sentirse parte de la élite social, pero otros lo hacen por cuestiones más prácticas. Por ejemplo, Yang acudía a la Mansión Xie para establecer contactos. Esperaba resultarles irresistible a los «bolsillos llenos», y posiblemente tuviera algo más importante en mente: hacerse con la mansión. Xie pasa de los sesenta. Es un hombre divorciado, sin herederos.

– Ése es un posible móvil de asesinato -contestó Chen-, al menos para todas esas jóvenes rivales que mantienen una estrecha relación con Xie.

– Sin embargo, si eso fuera cierto -dijo Song, contradiciéndose, el cuerpo de Yang habría aparecido en cualquier sitio menos en el jardín de Xie.

Además, Yang no mantenía una relación demasiado estrecha con Xie, tal y como Chen había observado. No suponía una amenaza seria para ninguna rival.

Si había alguna persona que estaba muy unida a Xie, ésa era Jiao. Sus atenciones con Xie habían ido más allá de lo que Chen hubiera esperado, por no mencionar la coartada que le había proporcionado a su mentor. Con todo, a Chen le costaba creer que Jiao fuera una joven materialista movida por intereses económicos. Esa imagen no encajaba en absoluto con lo que sabía de ella.

No obstante, por una vez, Song y Chen parecían converger en el mismo punto: la posible relación entre Xie y Jiao.

Tras hablar con Song, Chen permaneció absorto en sus pensamientos durante varios minutos antes de encontrar el chop suey totalmente carbonizado sobre el quemador de gas. Se dirigió entonces a la ventana y encendió el tercer cigarrillo de la mañana mientras contemplaba los nuevos rascacielos que aparecían por toda la ciudad, como brotes de bambú después de un chubasco primaveral. El inspector jefe notó que le empezaba a temblar el párpado izquierdo: un mal augurio, según las supersticiones populares en las que creía el Viejo Cazador. Chen frunció el ceño, intentando encontrar un té fuerte apropiado para su estado de ánimo.

Tras rebuscar de nuevo en el cajón, sólo vio una diminuta botella de ginebra, posiblemente un recuerdo de algún viaje en avión. Le desconcertó que hubiera aparecido precisamente aquella mañana, como la gárgola del sueño. La botella era diminuta, más pequeña aún que el «petardo pequeño» que había visto en la mano de Gang el día en que le asignaron el caso.

De pronto se le ocurrió un plan para aquella mañana.

Iría al restaurante que se encontraba cerca del piso de su madre. Gang le había dicho que solía sentarse allí de la mañana a la noche. Tal vez no lo encontrara, pero no perdía nada con intentarlo. Desayunar allí no sería caro. Y quizá se pasara después por casa de su madre para hacerle una visita breve.

A la entrada del restaurante, la tía Yao vendía bolas de arroz tibio rellenas de masa recién frita a los clientes que esperaban en la cola, bostezando o frotándose los ojos. La mujer pareció asombrarse al verlo llegar aquella mañana, y lo miró de reojo mientras envolvía las bolas de arroz glutinoso que tenía en las manos. Chen vio que Gang estaba sentado a solas en el interior del restaurante.

– ¡Ah, el Pequeño Chen! Hoy viene muy pronto -dijo Gang.

– Esta mañana he encontrado esta botella de ginebra por casualidad, así que he pensado en usted.