Выбрать главу

El inspector jefe se apretujó contra los demás pasajeros para entrar en el vagón abarrotado, donde no quedaba ni un solo asiento libre. Incluso le costó mantenerse en pie entre tantos codazos. Durante la hora punta los taxis se arrastraban como hormigas, pero el metro al menos se movía. Chen pensó de nuevo en Gang, un minusválido que nunca podría entrar en un vagón de metro como ése. En sus años de universidad, el antiguo Guardia Rojo debió de estudiar los clásicos, dada la forma en que salpicaba de citas sus comentarios. Todo el mundo debería ser responsable de sus actos, pero Gang, tan joven y tan apasionado entonces, decidió seguir a Mao. Y pagó un precio muy alto por ello.

Cada vez hacía más calor en el interior del vagón. Chen se secó el sudor de la frente y del cuello. El inspector jefe se tambaleó tras una sacudida repentina y le pisó el pie a una chica que estaba sentada leyendo un periódico matinal. Chen musitó una disculpa. Ella le sonrió y continuó repiqueteando con sus sandalias en el suelo del vagón. La chica llevaba un vestido de verano amarillo, parecía una mariposa. Le recordó a Yang.

Intentar sacarle algo a Gang tal vez fuera una pérdida de tiempo, pero el inspector jefe no quería dejar ni una piedra por remover. Estaba angustiado porque se sentía responsable de dos casos, no sólo de uno; los dos posiblemente relacionados, aunque todavía no sabía qué conexión había entre ambos.

Al cabo de media hora, Chen llegó a la Mansión Xie con la camisa empapada en sudor. Se sintió obligado a peinarse con los dedos el cabello mojado antes de tocar el timbre.

A causa del asesinato, la fiesta y la clase del fin de semana se habían cancelado. La gente no creía que Xie estuviera involucrado; sin embargo, nadie quería estar allí mientras los polis entraban y salían haciendo preguntas y, de vez en cuando, solicitando declaraciones.

Jiao salió a abrirle.

– ¡Ah, bienvenido, señor Chen! Usted es el único visitante hoy. El señor Xie no se encuentra bien esta mañana. Por la impresión, ya sabe. Pero no tardará en bajar.

Jiao llevaba un vestido mandarín rosa y blanco sin mangas, con la espalda casi totalmente al descubierto. Una variación moderna del elegante vestido, pero cubierta por un delantal blanco. Calzaba zapatillas de satén rosa.

– He venido demasiado temprano -se excusó Chen, preguntándose qué haría allí la muchacha si no había ninguna clase ese día, y tampoco ninguna fiesta.

– No se preocupe. -Consciente de que Chen le miraba el delantal con curiosidad, Jiao añadió-: He venido a ayudar un poco.

– Es muy considerado de su parte.

– No cocino demasiado bien, pero Xie no sabe cómo funciona nada en la cocina. Siéntese, por favor -indicó Jiao, sacando un cuenco de cristal tallado lleno de fruta seca-. ¿Qué le apetece beber?

– Café.

– Estupendo. Acabo de hacerme una cafetera.

Jiao se comportaba como si fuera la anfitriona. Después de servirle un tazón de café, se dirigió con paso grácil hasta el sofá que había junto a la vidriera. Sobre una mesita de caoba había una taza de café al lado de una máquina de escribir antigua. Jiao debía de haber estado sentada allí, a solas.

Había un esbozo pequeño apoyado contra la pared. Podría ser suyo, recién acabado. Chen no empezó a hablar enseguida. Se sentó en silencio bebiendo el café a sorbos, aparentemente relajado.

Mientras lo miraba, tal vez Jiao se preguntara por el motivo de su visita. Las largas aberturas del vestido mandarín dejaban ver sus esbeltas piernas.

– Estoy preocupado por el señor Xie -dijo Chen por fin-. Conozco a un par de buenos abogados. Si es necesario, podría ponerme en contacto con ellos en nombre de Xie.

– Gracias, señor Chen. Song no presionó demasiado al señor Xie, no después de que él le demostrara que tenía una coartada. Song también me hizo a mí algunas preguntas, pero no demasiadas. Ya hemos hablado con un abogado al que el señor Xie conoce desde hace años, sólo por si acaso.

– Sí, bien hecho -respondió Chen-. Por cierto, ¿usted conocía bien a Yang?

– No, no demasiado bien. Era una chica muy moderna, que revoloteaba de un sitio a otro como una mariposa. Parecía conocer a mucha gente.

– Ya entiendo -dijo Chen, tomando la palabra «mariposa» como una comparación negativa-. Recuerdo que intentó arrastrarla a una fiesta el otro día.

– Es muy observador, señor Chen.

– No pude evitar fijarme en usted -respondió él, sonriendo-. Es usted muy diferente, como una grulla inmaculada que destaca entre los pollos.

Parecía como si flirteara con una chica atractiva: era el «acercamiento» que el ministro Huang le había insinuado. Sin embargo, no la presionó y bebió otro sorbo de café, que le pareció fuerte y amargo. Ella tampoco respondió. Permaneció sentada recatadamente, con la mirada baja.

El timbre de un móvil, que comenzó a sonar dentro de su delicado bolso de mano, interrumpió el breve lapso de silencio.

– Discúlpeme -se excusó Jiao, levantándose de un salto y saliendo a toda prisa por la cristalera, sin ponerse las zapatillas.

Su silueta, con el teléfono sujeto contra la mejilla, quedó enmarcada por la puerta como si fuera un cuadro al óleo. Ataviada con su vestido mandarín rosa y blanco parecía una flor de ciruelo, imagen que a Chen le recordó vagamente un poema. Algo pensativa bajo la luz matinal, parecía asentir con la cabeza a su invisible interlocutor. Jiao levantó la pierna derecha, la dobló hacia atrás y apoyó el pie contra el marco de la ventana sin dejar de rascarse el tobillo. Se había pintado de rojo las uñas de los pies, resplandecientes como pétalos.

Años atrás, es muy posible que Mao se hubiera sentido fascinado por alguien como ella…

Chen se levantó y se dirigió a la antigua máquina de escribir que había encima de la mesita de la esquina. Una Underwood. No tenía papel puesto. Chen tecleó dos o tres letras al azar, todas ellas oxidadas y pegadas las unas a las otras. La máquina de escribir, un trasto inútil en cualquier otra parte, era aquí un valioso adorno.

– Disculpe por la llamada, señor Chen -dijo ella, volviendo a entrar sigilosamente en el salón-. Por cierto, usted tiene asistenta en casa, ¿verdad?

– ¿Asistenta? -Chen se sorprendió de esa pregunta, que era más bien una afirmación. Quizás Jiao lo daba por sentado, al tratarse de un supuesto hombre de negocios. Chen respondió con una evasiva-. Seguro que usted también tiene.

– Antes tenía, pero dejó el trabajo de repente, sin avisar y sin darme ninguna explicación. Ahora aquí todo está hecho un asco, así que tengo que venir a ayudar. Necesito a alguien en casa.

Chen no tenía asistenta, no le hacía falta. Su madre le había dicho que debía tener a alguien en casa para que se ocupara de sus cosas, pero Chen sabía a qué se refería, y no era precisamente a una asistenta.

¿Realmente necesitaba Jiao una asistenta? Un año atrás aún trabajaba de recepcionista, cobrando poco más que una asistenta. Era joven y vivía sola, por lo que probablemente las tareas domésticas de su piso no requerirían muchas horas.

Sin embargo, aquello le brindó una oportunidad que Chen no podía desaprovechar. Jiao no lo había invitado aún a su casa, ni era probable que lo invitara en un futuro próximo. Tener allí a una asistenta que mantuviera los ojos abiertos resultaría muy útil.

– Sí, no cabe duda de que necesita una asistenta.

– Las que vienen recomendadas por las agencias no son de fiar. Puedo tardar semanas en encontrar a alguna buena y de confianza.