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– La mía es muy responsable -contestó Chen, improvisando-. Confío en ella, lleva años trabajando en el sector. Seguro que conocerá a alguien que pueda convenirle.

– Eso sería estupendo. ¿Cree que podría encontrarme una asistenta? Confío en usted.

– Hablaré con ella hoy mismo.

Jiao parecía realmente aliviada. Cogió su taza de café y cambió de postura, apoyando los pies sobre el brazo del sofá. No era una pose demasiado apropiada para una mujer ataviada con un vestido mandarín, pero no podía decirse que Jiao fuera una dama, como Shang. De hecho, a Chen le pareció singularmente vivaz, sentada así, con una brizna de césped del jardín pegada a la planta del pie, un pequeño detalle que la volvía real y cercana. Ya no la veía como un débil eco de la lejana leyenda de Mao y Shang.

Después de ofrecerse a ayudarlos, primero con la inmobiliaria y luego con el caso del asesinato de Yang, aunque fuera de forma indirecta, tanto Xie como Jiao comenzaron a mostrarse muy amables con él. La cena a la luz de las velas con Jiao podría haber influido sutilmente: ahora ella le hablaba de forma distinta y parecía confiar en él, como acababa de decirle. Chen deseó hacerse acreedor de su confianza.

Jiao volvió a levantarse, consciente de la expresión pensativa en el rostro de Chen.

– Iré a echar un vistazo al piso de arriba y le diré a Xie que está usted aquí. Tal vez quiera decirle algo.

– No, no se preocupe. Ahora tengo que irme -respondió Chen, levantándose a su vez-. He quedado con alguien para comer.

Le encontraría una asistenta; tal vez fuera un paso crucial para la investigación. La asistenta tendría que ser alguien en quien él confiara, por lo que descartaba acudir al Departamento en busca de ayuda.

Sin embargo, nada más salir de la mansión se dio cuenta de que no tenía el número de teléfono de Jiao, así que volvió a entrar a toda prisa.

Jiao, que hablaba de nuevo por el móvil, dijo algo apresuradamente al verlo.

– ¡Ah!, me había olvidado de preguntarle su número de teléfono, Jiao.

– Lo siento, yo también me olvidé de dárselo -respondió ella, tapando el móvil con la palma de la mano-. Yo tengo el suyo, le llamaré dentro de unos minutos y así usted tendrá también el mío.

Después de salir otra vez de la casa, cerrando la puerta tras de sí, Chen decidió pasear un rato. Aquella mañana de finales de verano, las cigarras chirriaban de forma intermitente entre el verde follaje de los álamos franceses que flanqueaban la calle. La zona había pertenecido a la Concesión Francesa a principios de siglo.

Chen sacó el móvil y empezó a marcar el número de Nube Blanca, pero se detuvo tras pulsar las tres primeras teclas. Además de que Nube Blanca podría correr un gran riesgo, era demasiado joven y demasiado moderna, y por mucho que lo intentara, no podría hacerse pasar por una asistenta. Después de dudar durante unos instantes, Chen llamó al Viejo Cazador y le explicó el problema.

– Por eso necesito encontrarle una asistenta a Jiao, alguien de confianza. No tanto para ella como para nosotros. Alguien que pueda trabajar desde dentro mientras usted patrulla en el exterior.

– Se lo preguntaré a mi vieja. Conoce a mucha gente -respondió el Viejo Cazador-. Lo llamaré tan pronto como sepa algo.

Chen volvió a meterse el móvil en el bolsillo del pantalón. Miró al frente y vio a un vendedor ambulante de tofu fermentado, que se inclinaba sobre un hornillo portátil y un wok en una bocacalle resguardada del sol. Chen se dio cuenta de que la brisa le había traído el olor penetrante del tofu, tan familiar. Era un tentempié típico de Shanghai, con un sabor muy acre que siempre le había gustado. Un momento inoportuno para caer en la tentación, a la que Chen trató de resistirse.

Con todo, acabó torciendo por la bocacalle, al final de la cual tomaría un atajo hasta la estación del metro. Ya había hecho este recorrido antes. Además, ésta era una zona más tranquila, lo que le permitía concentrarse.

Si algo le había llamado la atención aquella mañana, fue la extraordinaria preocupación que Jiao había mostrado de nuevo por Xie. Se trataba de una relación más intensa de lo habitual entre alumna y profesor, pero Chen no supo ver el motivo oculto que tanto Song como el propio Chen sospecharon en un principio.

A continuación, el inspector jefe pasó junto a una verja de hierro forjado que cerraba la entrada a un callejón. Frente a la verja aguardaba un hombre que fumaba agazapado, vestido con una camisa negra de manga corta al estilo chino. El hombre le lanzó una mirada a Chen desde debajo de un sombrero de lona blanca calado hasta las orejas, que le protegía la cara del sol. Era una imagen bastante frecuente en una ciudad en la que tantas personas habían perdido su trabajo en años recientes. Chen percibió de nuevo el olor del tofu fermentado, aquel olor acre que tanto le gustaba…

Entonces oyó pasos que se le acercaban por detrás. Mirando de reojo, Chen vio que el hombre del sombrero blanco se precipitaba hacia él blandiendo una barra de hierro en la mano y mascullando entre dientes: «¡Hijo de puta entrometido!».

Chen no se había formado en la academia de policía, pero era muy rápido de reflejos. Ladeó la cabeza y se volvió hacia el hombre. Su agresor, que había intentado golpearlo con todo el peso de su cuerpo, falló y se abalanzó hacia delante. Los dos acabaron en una típica postura defensiva de kung-fu. Chen balanceó el brazo y lo dejó caer con fuerza sobre la espalda de su atacante, que se tambaleó y comenzó a agitar frenéticamente el antebrazo, tatuado con un dragón azul, en busca de apoyo. Sin embargo, antes de propinarle un segundo golpe, Chen divisó a otro hombre vestido de negro que se acercaba corriendo desde la calle Shaoxing, blandiendo una barra de hierro idéntica a la de su agresor. Parecía que los dos lo hubieran esperado en el cruce para tenderle una emboscada.

– Debéis de tomarme por otro, hermanos -dijo Chen, intentando recordar la jerga de la Tríada mientras el primer gángster recobraba el equilibrio-. Las aguas están inundando el templo del rey dragón.

– ¿Quiénes son tus hermanos? ¡Un sapo feo se pone a babear cuando ve a un bello cisne! Deberías mear y contemplar tu reflejo en el charco -dijo el segundo hombre, precipitándose hacia él tan rápido como un rayo.

Tras esquivar el golpe, Chen contraatacó con el puño derecho y notó que la barra de hierro le rozaba el hombro izquierdo. Tras tambalearse, cayó de espaldas y se golpeó la cabeza contra el muro de ladrillos pardos de una casa de dos plantas situada en la esquina del callejón. Al caer, consiguió darle una patada en el abdomen al segundo matón, que empezó a retorcerse de dolor. Chen dio un paso hacia la izquierda, frenando instintivamente con su brazo entumecido otro golpe del primer agresor. Resollando y bamboleándose, estudió la situación con creciente desánimo. Podía enfrentarse a uno de ellos, pero contra dos hombres que blandían barras de hierro no tenía ninguna posibilidad.

Sólo conseguiría zafarse de los matones volviendo a la calle Ruijing. Si la calle estaba concurrida, y si algún policía hacía guardia -posiblemente un agente de paisano de Seguridad Interna-, los gángsteres no le alcanzarían, menos aún si armaba un gran escándalo a plena luz del día.

Tras volverse, corrió veloz hacia la calle principal, con los dos gángsteres pisándole los talones.

Mientras corría en dirección a la calle Ruijing Chen no vio a ningún policía ni a ningún agente de Seguridad Interna.

En el cruce sólo había un par de peatones, pero ninguno de ellos mostraba intención de intervenir; observaban lo que sucedía como un público absorto ante una escena de una película de artes marciales.

La puerta de la Mansión Xie estaba cerrada, como era habitual. Entonces Chen dirigió la mirada al otro lado de la calle, al pequeño café en el que había estado antes. Sobre la puerta de entrada colgaba un letrero de neón centelleante, donde se leía la palabra abierto. Y detrás del tabique había una puerta trasera, recordó Chen.