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– Un pescado de Wuchang grande -pidió Peiqin a una pescadera de rostro rubicundo, ataviada con un uniforme blanco y calzada con zapatos de goma morados.

Jiao le había dado el dinero suficiente para no tener que regatear, pero, de todos modos, Peiqin pidió un recibo. Como gratitud por no haber regateado, la pescadera sacó con un cucharón el pescado vivo y junto a él le entregó un puñado de cebolletas de regalo.

Tras comprar todos los ingredientes de la lista, Peiqin escogió otra salsa especial y condimentos para la cena. Según le habían dicho Yu y el Viejo Cazador, Jiao raras veces tenía invitados, por no decir nunca. Sin embargo, para una chica tan esbelta como ella, parecía una cena muy abundante, llena de calorías y de grasas. En particular, el tocino estofado en salsa roja, popular a principios de los sesenta entre los chinos famélicos y desnutridos, era un plato que ninguna chica moderna que vigilara su peso querría probar.

De nuevo en la cocina, Peiqin empezó a preparar la cena. El pescado vivo no dejaba de moverse y de saltar mientras Peiqin le quitaba las escamas sobre una tabla. Al meterlo en la vaporera, el pescado se agitó una vez más y le hizo un corte en el dedo con la cola. El corte no era profundo, pero le escoció. A continuación, Peiqin dispuso el pescado junto al jengibre y las cebolletas en una fuente con sauces dibujados y la colocó en una vaporera sobre la mesa de la cocina. Cuando volviera, Jiao sólo tendría que encender el fuego. Peiqin lavó el arroz y lo echó en una arrocera eléctrica. Finalmente, empezó a preparar el tocino. Era un plato fácil, pero le llevó tiempo. No era una chef profesional, pero sí una cocinera experimentada y quería impresionar a Jiao en su primer día.

Tras quitarse de nuevo el delantal, Peiqin se preparó una taza de té con una bolsita de té europeo que nunca había visto y se sentó en una silla plegable junto a la mesa. Al probar el té humeante, no le pareció tan bueno como el té del Pozo del Dragón que tenía en su casa. Quizá la diferencia se debiera a la bolsita. A Peiqin le gustaba contemplar tranquilamente cómo se iban desenrollando las hojas de té en la taza, tan verdes y tiernas, mientras reflexionaba.

No era la primera vez que colaboraba en una investigación, ya fuera para ayudar a su marido, al inspector jefe Chen o a otras personas involucradas.

Esta vez, sin embargo, era distinto.

Su interés por el caso era personal y, a la vez, mucho más que personal.

Peiqin había obtenido unas calificaciones excelentes en la escuela primaria. Llevaba con orgullo el pañuelo rojo de los Jóvenes Pioneros, y soñaba con un futuro prometedor bajo la luz dorada de la China socialista. Sin embargo, todo cambió de la noche a la mañana tras el estallido de la Revolución Cultural. El «problema histórico» de su padre empañó la reputación de toda la familia. Al frustrarse sus sueños juveniles, Peiqin tuvo que hacer frente a la realidad. Trabajó duramente como «joven instruida» en Yunnan, arando descalza en los arrozales, avanzando pesadamente por los senderos enfangados un día tras otro… Hasta que, diez años después, volvió a la ciudad para trabajar en la oficina de un restaurante tingzijian entre el humo de los woks y los ruidos de la cocina que subían desde la planta baja, y para apretujarse en una habitación sin cocina ni baño con Yu y Qinqin, ingeniándoselas para ahorrar hasta el último céntimo. Había estado demasiado ocupada -había llegado a simultanear dos trabajos- para dejarse llevar por la autocompasión. Y se había dicho a sí misma una y otra vez que era una mujer afortunada, que tenía un buen marido y un hijo maravilloso. ¿Qué más podía desear? En una reunión reciente de antiguos alumnos, Yu y Peiqin habían sido elegidos la pareja más afortunada: ambos tenían empleos estables, una habitación propia y un hijo que estudiaba para poder entrar en la universidad. Después de todo, la Revolución Cultural había sido un desastre nacional que no sólo había afectado a su familia, sino también a millones de chinos.

Pero, de vez en cuando, no podía evitar preguntarse cómo habría sido su vida de no haber estallado la Revolución Cultural.

El corte que se había hecho en el dedo volvió a escocerle.

¿De quién era la culpa?

De Mao.

El Gobierno no quería que la gente hablara de ello. Los altos cargos evitaban el tema o le echaban la culpa a la Banda de los Cuatro. En cuanto a Mao, decían que había cometido un error bienintencionado, de escasa importancia en comparación con su enorme contribución al progreso de China.

Quizá Peiqin no fuera la persona más indicada para juzgar a Mao, al menos desde una perspectiva histórica, pero ¿acaso no podía juzgarlo personalmente, desde la perspectiva de alguien que había sufrido en carne propia la política de Mao?

Dejando a un lado sus motivos personales, Peiqin no podía perdonar a Mao por lo que acababa de contarle el Viejo Cazador: la forma en que trató a su esposa Kaihui.

En su adolescencia, Peiqin había leído el poema que Mao escribió a Kaihui y le había parecido un conmovedor poema de amor revolucionario. También leyó un poema anterior sobre la despedida entre Mao y Kaihui, que se le antojó aún más sentimental y conmovedor.

Ahora había quedado conmocionada al conocer la verdad que se escondía detrás de esos poemas. No era simplemente una abyecta traición por parte de Mao, sino en cierto modo un asesinato a sangre fría. Mao debía de considerar a Kaihui un obstáculo para su relación ilícita con Zizhen, y por ello permitió que su esposa permaneciera en aquel lugar, donde acabaría siendo víctima de las represalias de los nacionalistas. ¿Lo supo Kaihui en sus últimos días? Los ojos de Peiqin se llenaron de lágrimas al pensar en Kaihui, a la que arrastraron hasta el lugar de su ejecución descalza y sangrando, para que, de acuerdo con una superstición local, no encontrara el camino de regreso a casa, porque iba sin zapatos.

Peiqin no albergaba dudas sobre la forma en que Mao había abandonado a Shang. Después de releer Nubes y lluvia en Shanghai, no pudo conciliar el sueño en toda la noche. Históricamente, no parecía importante que alguien como Mao hubiera usado y desechado a una mujer como si fuera un trapo viejo. Sin embargo, ¿cómo debió de sentirse Shang, un ser humano con los mismos derechos que él?

Peiqin se levantó y volvió al dormitorio. Al contemplar la fotografía de Mao que colgaba sobre la cama, cayó en la cuenta de que era un retrato que ya no solía verse; no ahora, no desde los días de la Revolución Cultural. Mao estaba sentado en una silla de ratán, enfundado en un albornoz de rizo de rayas azules y blancas, fumando un cigarrillo y sonriendo hacia un horizonte lejano. Parecía hallarse en una embarcación fluvial. Presumiblemente, le sacaron la fotografía después de nadar en el río Yangzi.

¿Era posible que Jiao, contagiada por una moda reciente, hubiera «redescubierto» a Mao? Los emperadores habían despertado el interés del pueblo chino a lo largo de miles de años. Los temas relacionados con la realeza volvían a aparecer en películas y en programas televisivos; asimismo, los emperadores y las emperatrices de la dinastía Qing ocupaban páginas y páginas de los superventas más recientes.

Pero ¿cómo podía Jiao, precisamente, haber albergado pensamientos afectuosos hacia Mao, cuando éste fue el responsable de las tragedias que afligieron a su familia?

Y, al margen del misterio sobre Mao, ¿cómo una joven como Jiao podía permitirse vivir así sin trabajar?

Quizá Jiao fuera una mantenida, una ernai o «pequeña concubina», un nuevo término cada vez más extendido en el vocabulario chino.

Aunque habían visto a un hombre en compañía de Jiao, al menos una vez, en ese piso, a Seguridad Interna no le constaba de ninguno que la mantuviera. Por otro lado, no tenía nada de extraño que una mujer joven como Jiao recibiera a algún visitante ocasional.