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Peiqin interrumpió de repente sus elucubraciones. No sabía casi nada sobre Jiao, una chica de una generación distinta a la suya que procedía de una familia también muy distinta. No tenía sentido especular demasiado.

Y tampoco sabía lo que pretendía encontrar Chen en realidad. Como esposa de un policía, no le importaba fisgonear si así ayudaba a su marido, o al jefe de su marido, pero le habría gustado conocer más datos sobre lo que tenía que buscar.

Consultó de nuevo el reloj. Jiao no iba a volver tan pronto. Peiqin decidió inspeccionar el piso a conciencia.

Procedió con cautela, sacando los cajones, mirando debajo de la cama, en el vestidor, rebuscando en las cajas… En una novela de suspense que había leído aprendió que la gente podía usar como escondrijo los lugares más obvios, y no se olvidó de ellos. Después de pasarse casi una hora buscando hasta en el último rincón, Peiqin no encontró nada interesante, salvo algunos objetos que reforzaron su primera impresión de que Jiao estaba obsesionada con Mao.

En un cajón, encontró varias cintas de documentales que mostraban a Mao recibiendo a visitantes extranjeros en la Ciudad Prohibida. Peiqin recordó haber visto alguno de esos documentales en Yunnan a principios de los setenta; en aquella época apenas se exhibían películas, salvo las ocho películas revolucionarias oficiales y los documentales sobre Mao. Peiqin y Yu solían bromear diciendo que Mao era la estrella de cine más importante de China.

¿Cómo había conseguido Jiao esas cintas? Peiqin estuvo tentada de introducir una en el reproductor, pero se contuvo. Jiao podría darse cuenta de que alguien la había estado viendo.

En lugar de ver la cinta, Peiqin hizo una lista de todo lo que le parecía inusual, sorprendente o inexplicable en el piso de Jiao. Para Yu y para el Viejo Cazador. Si ella no era capaz de encontrarle sentido, tal vez su marido o su suegro lo serían. O quizás el inspector jefe Chen.

En primer lugar, la gran cama, tan pasada de moda, con una tabla de madera en lugar de colchón. La mayoría de habitantes de Shanghai tenía un colchón zongbeng, tejido a modo de red con cuerdas de fibra de coco entrecruzadas. Peiqin insistió en tener en casa un zongbeng, ligero y resistente. Entre la gente más joven eran más populares los colchones de muelles, como el que usaba su hijo Qinqin. Sólo la gente muy mayor o muy anticuada consideraría una tabla de madera como opción, por creerlo bueno para la espalda.

También llamaba la atención la pequeña estantería empotrada en la cabecera de la cama. ¿Acaso Jiao era una lectora voraz? Ni siquiera había acabado los estudios secundarios. Por no mencionar los estantes de caoba hechos a medida, con todos esos libros de historia y sobre Mao.

Peiqin no sabía qué pensar del pergamino de seda con el poema de Mao que colgaba en el salón, o del retrato de Mao que había en el dormitorio. A su entender, también resultaban inusuales.

En cuanto a la cena con todos esos platos poco comunes, Peiqin suponía que sería para dos. El invitado debía de ser una persona anticuada, al menos en cuanto a sus gustos culinarios, aunque Jiao no había mencionado que fuera a tener visita. Peiqin pensó que debía informar al Viejo Cazador, para que se mantuviera alerta aquella noche.

Estaba a punto de marcar el número cuando llamaron a la puerta. Se metió la lista en la bolsa y miró por la mirilla. Vio a un hombre vestido con un uniforme azul marino que llevaba una especie de pulverizador de mango largo en la mano.

– ¿Qué quiere? -preguntó Peiqin con voz vacilante.

– Servicio de fumigación de insectos.

– ¿Servicio de fumigación de insectos?

Peiqin fumigaba ella misma en su casa, pero no era asunto suyo cuestionarlo. Tal vez los ricos contrataran a profesionales para cualquier cosa.

– Programé la visita con Jiao -explicó el hombre, sacando un papel-. Mire.

Jiao debía de haberse olvidado de avisarla, lo que, por otra parte, no tenía demasiada importancia.

– ¿Es usted la nueva asistenta?

– Sí, es mi primer día.

– Vine el mes pasado -explicó él-, y había otra asistenta.

Debía de haber estado antes en el piso, así que Peiqin le abrió la puerta. El hombre entró, saludó con la cabeza y se puso una mascarilla de gasa antes de que Peiqin pudiera verle bien la cara. Parecía muy profesional, y de inmediato dirigió la mirada a la mesa de la cocina.

– Será mejor que tape los platos, aunque este producto es prácticamente inocuo.

El hombre alargó la cánula del pulverizador y empezó a fumigar, introduciéndola en todas las rendijas de detrás del armario.

Al cabo de cuatro o cinco minutos se dirigió al dormitorio. Peiqin lo siguió, aunque no muy de cerca.

– No parece usted una chica de provincias.

– No, no lo soy.

– Entonces, ¿cómo ha acabado aquí?

– Mi fábrica quebró -improvisó ella-. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Después de inspeccionar todos los rincones, además de las zonas de difícil acceso, el hombre se agachó y fumigó debajo de la cama. Quizás ése era el modo profesional de hacerlo.

Cuando finalmente empezó a retraer la cánula, Peiqin le preguntó:

– ¿Cuánto le debe Jiao?

– Nada, ya me ha pagado.

Eran casi las cuatro cuando el hombre salió del piso. Peiqin volvió a la cocina, donde cortó en rodajas la berenjena hecha al vapor y le añadió sal, aceite de sésamo y un pellizco de glutamato monosódico. Un plato sencillo, pero sabroso. También cortó en rodajas un trozo de medusa para otro plato frío, y preparó un platito de salsa especial.

Finalmente, Peiqin insertó un palillo en el tocino y comprobó que lo atravesaba con facilidad. Bajó el fuego al mínimo. El tocino parecía en su punto y había adquirido un color muy apetitoso.

Era todo cuanto podía hacer ese día. El reloj de pared de la cocina marcaba las cinco menos cuarto. Miró los platos preparados y semipreparados que había sobre la mesa de la cocina, y asintió con aprobación.

Tras quitarse el delantal, redactó una nota explicándole a Jiao lo que había hecho aquella tarde, y mencionó también la visita del fumigador.

17

Para su estupefacción, Chen se encontró sentado junto a Yong en una limusina negra que circulaba por la antes familiar avenida Chang en la creciente oscuridad.

No esperaba un recibimiento tan lujoso a su llegada a Pekín.

En el expreso Shanghai-Pekín había decidido que, en lugar de contratar los servicios de una agencia de viajes y tener que dar su apellido, llamaría a Yong para pedirle que le reservara habitación en un hotel y que le comprara un móvil con tarjeta de prepago, para usarlo mientras estuviera en Pekín. Chen conocía a algunos agentes del Departamento de Policía de Pekín, pero decidió no ponerse en contacto con ellos.

Tampoco pensaba decirles que se había ido de «vacaciones» a Pekín.

Llamar a Yong tenía una desventaja: no quería hacerle concebir falsas esperanzas respecto al propósito de su viaje. Por otra parte, Yong podría hablarle de Ling. Había preguntas que quizá no podría hacerle a su antigua novia.

Yong no tardó en devolverle la llamada para informarle de que se había encargado de todo y que lo recogería en la estación.

Por lo que Chen sabía, Yong era una bibliotecaria normal y corriente que iba en una vieja bicicleta a su trabajo, lloviera o tronara.

Aún le resultó más sorprendente que Yong no empezara a hablar de inmediato sobre Ling, tal y como él había previsto. Yong, una mujer esbelta de casi cuarenta años, con el pelo corlo, tez algo osuna y rasgos bien definidos, solía hablar deprisa y en voz alta. Había algo misterioso en su silencio.

Después de torcer bruscamente por Dongdan y pasar junto al cruce de la Ciudad de los Farolillos, el coche viró varias veces más en rápida sucesión antes de adentrarse lentamente en un callejón estrecho y sinuoso de la zona oriental de la ciudad. Chen no veía demasiado bien a través de las ventanillas tintadas en ámbar.