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La entrada del callejón le resultó familiar y extraña a un tiempo. Estaba flanqueada por objetos indescriptibles, colocados de cualquier manera.

– ¿El hotel está en un hutong? -preguntó Chen.

En Pekín, los callejones, conocidos como hutongs, solían ser estrechos y de pavimento irregular. La limusina apenas conseguía avanzar.

– Lo has olvidado por completo, ¿verdad? -inquirió Yong con una sonrisa de complicidad-. Un hombre distinguido no puede evitar olvidarse de ciertas cosas. Vamos a mi casa.

– ¡Ah! Pero ¿por qué?

– Para recibir al viento, como en nuestra antigua tradición. ¿No te parece adecuado que primero te dé la bienvenida en mi casa? El hotel está muy cerca, al final del callejón. Lo encontrarás fácilmente; andando son tres o cuatro minutos.

Podría habérselo dicho por teléfono. Pero ¿a qué venía la limusina? Yong pertenecía a una familia normal y corriente, a diferencia de Ling.

Había estado aquí varios años atrás, cuando salía con Ling, recordó Chen, mientras el coche se detenía frente a una casa sihe. Construidas según un estilo arquitectónico popular en la antigua ciudad de Pekín, las casas sihe se componían de cuatro edificios que formaban un cuadrángulo, con un patio interior en el centro.

Tras apearse de la limusina, Chen vio una casa aislada en un callejón en ruinas. La mayoría de las casas del callejón habían sido derruidas o semiderruidas, y el suelo estaba lleno de escombros.

– El Gobierno municipal quiere construir aquí un nuevo complejo residencial, pero nosotros no pensamos irnos. No hasta que nos compensen como es debido. Es nuestra propiedad.

– ¿Tú aún vives aquí?

– No, tenemos otro piso cerca de la calle Nueva.

Pertenecía a una de esas «familias clavo», que resistían hasta que las desalojaban por la fuerza. Circulaban muchos rumores sobre la incidencia de problemas como éste en el plan de desarrollo urbanístico de la ciudad.

Desde el patio, Chen observó que todas las habitaciones estaban a oscuras, salvo la de Yong.

Cuando Yong lo condujo hasta el interior de su habitación, Chen no se sorprendió demasiado al ver a Ling allí sentada, apoyada contra la ventana de papel. La miró con una abrumadora sensación de déjà vu.

En la limusina, Chen había empezado a sospechar que Yong habría organizado algún encuentro. Sin embargo, Ling parecía realmente sorprendida y se puso de pie en cuanto lo vio. Parecía que hubiera venido directamente de alguna reunión de negocios: llevaba un vestido mandarín de satén morado y un bolso de la misma tela y el mismo color. El vestido parecía hecho a medida, como los que solían aparecer en las revistas de modas.

El inspector jefe no vio ningún banquete para «recibir al viento» sobre la mesa, como Yong había prometido. Sólo había una taza de té para Ling. Yong se apresuró a servirle una taza a Chen, y les indicó a ambos con un gesto que se sentaran.

– Esta noche mi humilde morada resplandece gracias a la presencia de dos distinguidos invitados -dijo Yong-. Ling, directora de varias grandes empresas de Pekín, y Chen, inspector jefe del Departamento de Policía de Shanghai. Mi «familia clavo» ha existido por una buena razón.

– Deberías habérmelo dicho -le recriminó Ling.

Eso mismo pensaba Chen, pero se limitó a decir:

– Estoy muy contento de verte, Ling.

– He de irme a toda prisa a mi piso nuevo -explicó Yong-. Mi marido trabaja en el turno de noche, y tengo que cuidar a mi hijita.

Era una excusa demasiado obvia. Yong había empleado una treta parecida con anterioridad. Los recuerdos empezaron a volverle a la memoria.

Yong se marchó rápidamente, como hiciera años atrás. Cerró la puerta tras de si y los dejó a solas en la habitación.

Pero las cosas ya no eran como antes.

Chen no supo qué decir. El silencio pareció envolverlos como un capullo de seda.

– Yong es una entrometida -dijo finalmente Ling-. Me arrastró hasta esta habitación sin explicarme nada, e insistió en que esperara aquí.

– Una entrometida con buena intención -añadió él, recorriendo con la mirada la habitación, que apenas había cambiado.

Todavía estaba la palangana de agua en el palanganero de forja colocado cerca de la puerta. La gran cama, que ocupaba el otro extremo de la habitación, estaba cubierta por una sábana bordada con un dragón y un fénix, idéntica a la que recordaba Chen. Y estaban sentados a la misma mesa de madera pintada de rojo, junto a las ventanas de papel que una vieja lámpara iluminaba con luz tenue.

Seguramente ése era el efecto que buscaba Yong: el pasado en el presente. Como la última vez que estuvieron aquí. Ling, una bibliotecaria, y él, un estudiante universitario. En aquella época, Ling aún vivía con sus padres, mientras que Chen compartía con otros cinco estudiantes una exigua habitación en una residencia estudiantil. Era difícil encontrar un lugar tranquilo donde poder estar juntos, por lo que Yong los invitó a su casa, y, nada más llegar, los dejó solos tras darles una excusa.

Aquélla era una noche como ésta. Pero esta noche, como en el pareado de Li Shangyin:

El sentimiento, que después reviviríamos

al recordarlo, ya era confuso.

– Recibí el libro que me enviaste desde Londres -dijo Chen-. Muchísimas gracias, Ling.

– ¡Ah! Lo vi por casualidad en una librería.

– Entonces, ya has vuelto de tu viaje. -Chen era consciente de que acababa de decir una estupidez. Sabía que Ling había pensado en él durante su luna de miel, pero ¿qué otra cosa podía decirle él?-. ¿Cuándo regresaste?

– La semana pasada.

– Podrías habérmelo dicho antes.

– ¿Por qué?

– Porque hubiera podido… -«… comprarte un regalo de boda…», se dijo Chen.

A continuación se produjo otro breve silencio, como en un pergamino con dibujos tradicionales chinos, en el que los espacios en blanco tienen más significado que las partes dibujadas.

Siempre hay una pérdida de significado

en lo que decimos o no decimos,

pero también hay un significado

en la pérdida de significado.

– Por cierto, ¿fuiste al museo de Sherlock Holmes? -preguntó Chen, intentando cambiar de tema.

– Ahora eres realmente inspector jefe -respondió ella, contemplando el té frío-. Un poli por encima de todo.

Había vuelto a meter la pata. Ling tenía razón. No supo qué responder, ni como policía ni como ciudadano de a pie. No pudo evitar pensar que Ling también se refería a cómo Chen actuó en otro caso, uno que exasperó al padre de ella por sus repercusiones políticas. Un caso que Chen no tenía por qué haber aceptado, pero que aceptó. El desenlace del caso tensó su relación.

– Parece que te ha ido bien en la policía -siguió diciendo Ling-. Mi padre también te mencionó el otro día.

– Si eres monje, tienes que tocar la campana en el templo, un día tras otro. -El comentario sobre el padre de Ling, un miembro poderoso del politburó en la Ciudad Prohibida, lo inquietó profundamente.

– Entonces, ¿seguirás trabajando como policía?

– Quizá sea demasiado tarde para probar algo nuevo -respondió él, reacio a continuar por ese camino, pero sin saber cómo cambiar de tema.

– Intenté escribirte -dijo Ling tomando la iniciativa, con la cabeza levemente inclinada bajo la luz vacilante de la lámpara-, pero no hay mucho que decir. Después de todo, la marea no espera.

Chen se preguntó qué quería decir Ling con «la marea no espera». ¿Significaba que ella no podía esperar más?, ¿se refería a su matrimonio o a su profesión? Emprender un negocio se describía en la actualidad como «lanzarse al mar de un salto». Existían «mareas de oportunidades» para hacer dinero. Ling había tenido éxito como empresaria, mientras que su marido, de hecho, era otro empresario que surcaba las mareas.