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– Es un trabajo en el que tienes que implicarte personalmente cada vez más, hasta que se convierte en parte de ti, te guste o no -explicó Chen con expresión pensativa-. Al menos ésa es mi experiencia, claro. Paradójicamente, sólo puedo redimirme siendo un policía eficaz.

– ¿Es muy importante esa visita a la residencia de Mao para tu trabajo policial?

Ling tenía razón al preguntárselo. La visita tal vez no sirviera de mucho. De hecho, el mismo viaje a Pekín quizá fuera un intento patético de tratar a un caballo muerto como si aún estuviera vivo.

– Enviaron una escuadra especial a la casa de Shang -explicó Chen, tomándose la pregunta de Ling como una indirecta sutil-. Después de tantos años, es imposible que alguien recuerde lo sucedido. Tal vez el expediente aún esté clasificado.

Volvió a sonar el teléfono de Ling, quien echó un vistazo al número y desconectó el aparato.

– Estos hombres de negocios no te dejan nunca en paz -se quejó Ling mientras rozaba con los dedos la ventana de papel, como si rozara un recuerdo muy lejano-. Recuerdo que, aquella noche, un molinillo de color naranja giraba en la ventana. Tú estabas borracho y decías que era como una imagen de tu poema. ¿Has dejado de escribir poesía?

– ¿Acaso podría vivir de la poesía? -A Chen le costó seguir la conversación cuando Ling saltó al tema de la poesía. Puede que se sintiera tan incómoda como él ante ese encuentro inesperado-. Publiqué una selección de poemas, pero después descubrí que, en realidad, la había financiado un conocido sin que yo me enterara.

– Cuando me embarqué en los negocios yo también creía ingenuamente que, entre otras cosas, así tú tendrías la oportunidad de escribir tus poemas sin preocuparte de nada más.

A Chen le conmovió la mirada ausente de Ling, pero, al mismo tiempo, también la sentía muy presente. Ling nunca había renunciado a que Chen se dedicara a la poesía. Sin embargo, ¿habría permitido él que Ling lo mantuviera?

– Cuando te conocí, nunca me imaginé que acabaría siendo policía. -«Y nunca pensé que tú serías empresaria», se dijo-. En aquella época aún teníamos sueños, pero ahora nos toca vivir el presente.

– No sé cuándo volverá Yong -repuso Ling, mirando el reloj de la pared.

– Ya es tarde -respondió Chen de forma casi mecánica-. Tal vez te cueste encontrar un taxi.

– Le dejaré una nota a Yong, seguro que lo entenderá.

El encuentro tuvo un final decepcionante, y Chen no estaba tan seguro de que Yong lo entendiera.

Cuando salieron del patio, Chen se sorprendió al ver que la limusina seguía estacionada allí, como un monstruo moderno agazapado frente a las ruinas del viejo callejón pekinés. Un pilar de madera aún permanecía en pie, como un dedo que señalaba con gesto admonitorio el cielo nocturno veraniego.

– ¿Es el coche de tu padre?

– No, es mío -respondió Ling. Y luego añadió-: Para el trabajo.

El éxito de los «hijos de cuadros superiores» ya no se debía únicamente a sus padres. Gracias a sus contactos familiares, también ellos se habían convertido en cuadros importantes, en empresarios triunfadores como Ling, o en ambas cosas, como su marido.

Mientras la seguía hasta la limusina, Chen contempló su elegante perfil iluminado por un haz de luz de luna. Los tacones de Ling resonaban en el callejón empedrado.

Al tiempo que le abría la puerta de la limusina, el chófer inclinó la cabeza servilmente, con el pelo tan blanco como una lechuza en plena noche.

– Deja que te lleve a tu hotel.

– No, gracias. Está al otro lado del callejón, iré andando.

– Entonces, buenas noches.

Al observar cómo se alejaba el coche, Chen recordó que la referencia de Ling a la «marea» tal vez proviniera de un poema de la dinastía Tang.

La marea siempre cumple su palabra

de que volverá. De haberlo sabido,

me habría casado con un joven que surcara la marea.

Él ya no era aquel joven capaz de surcar las olas del materialismo.

18

El inspector jefe Chen empezó su segundo día en Pekín llamando a Diao. Era aún muy temprano.

– Me llamo Chen -se presentó-. Antes era empresario, pero ahora quiero dedicarme a escribir. Hablé con el presidente Wang de la Asociación de Escritores Chinos, y me recomendó que me pusiera en contacto con usted. Me gustaría mucho invitarlo hoy a comer.

– ¡Qué sorpresa, señor Chen! Antes que nada, muchas gracias por su amable invitación. Pero no nos conocemos, ¿verdad? Y tampoco conozco a Wang. ¿Cómo puedo permitir que me invite a comer?

– No soy un gran lector, señor Diao, pero conozco la historia de los amigos de Cao Xueqin, que invitaron al autor a comer pato asado pekinés a cambio de un capítulo de Sueño en el pabellón rojo. Así es como se me ocurrió la idea.

– Me temo que no tengo ninguna historia interesante que contarle, pero, si se empeña, podemos encontrarnos hoy para un almuerzo tardío.

– Estupendo. A la una entonces. Lo veré en el restaurante Fangshan.

Tras depositar el móvil sobre la mesa, Chen cayó en la cuenta de que tenía la mañana libre, así que empezó a hacer planes.

Al salir del hotel, Chen tomó un taxi para ir al mausoleo del presidente Mao en la plaza Tiananmen. Después, pensó, podía tomar un atajo a través del Museo de la Ciudad Prohibida para llegar al restaurante Fangshan, en el parque Beihai.

– Tiene suerte, el mausoleo está abierto esta semana -dijo el taxista sin volver la cabeza-. Ayer mismo llevé a alguien allí.

– Gracias.

– Está en el centro de la plaza Tiananmen -explicó el taxista, tomándolo por un recién llegado a Pekín-. El feng shui del mausoleo es nefasto.

– ¿Qué quiere decir?

– Nefasto para los muertos, ¿no le parece? No había pasado ni un mes desde la muerte de Mao, apenas habían colocado su cuerpo en el ataúd de cristal, cuando encarcelaron a su mujer por ser la cabecilla de la Banda de los Cuatro. Tampoco es un feng shui propicio para la plaza. Ya sabe lo que pasó en la plaza en 1989, un terrible derramamiento de sangre. Tarde o temprano tendrán que sacar su cuerpo de allí, o volverá a causar problemas.

– ¿Lo cree de verdad?

– Lo crea o no, es imposible librarse de un castigo merecido. Ni siquiera pudo hacerlo Mao. Murió sin hijos varones. Uno de sus hijos murió en la guerra de Corea, otro es esquizofrénico y el tercero desapareció durante la guerra civil. Fue el propio Mao el que lo dijo, mientras estaba en las montañas Lu. -El taxista añadió con una risita sardónica-: Pero nunca sabremos cuántos bastardos tuvo.

Chen no hizo ningún comentario y se dedicó a contemplar la avenida Chang, muy cambiada desde su última visita a la ciudad. Ya habían pasado el hotel Pekín, cerca de la calle Dongdan.

Cuando el taxi se detuvo cerca del mausoleo, Chen le dio algunos billetes al taxista y le dijo:

– Quédese con el cambio, pero no le cuente su teoría sobre el feng shui a todos sus clientes. Alguno podría ser un poli.

– Bueno, si eso sucede, le preguntaré algo a ese poli. Mi padre, al que tacharon de derechista simplemente para que su colegio pudiera cumplir con el cupo estipulado, murió durante la Revolución Cultural. Me quedé huérfano, sin estudios ni profesión. Por eso soy taxista. ¿Y a cuánto asciende la compensación que me debe el Gobierno?

Durante el movimiento antiderechista que emprendió Mao a mediados de la década de los cincuenta, se estableció una especie de cupo: cada unidad de trabajo tenía que denunciar a un número determinado de derechistas ante las autoridades. El padre del taxista debió de ser acusado por esa razón. Sin embargo, por mucho rencor que se le guardara a Mao, no debería hablarse así de los muertos.

– Las cosas han cambiado -dijo el taxista, sacando la cabeza por la ventanilla cuando ya se iba-. Ningún poli puede encerrarme por hablar de una teoría sobre el feng shui.