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Y fuera cual fuese su feng shui, la fachada del magnífico mausoleo, rodeado de altos árboles verdes, había atraído a numerosos visitantes, que formaban una cola mucho más larga de lo que Chen hubiera imaginado. Todo el mundo parecía muy paciente; unos sacaban fotografías, otros consultaban sus guías de viajes, y algunos comían pepitas de sandía.

Chen se puso al final de la cola. Contemplar un cadáver a veces ayuda, al menos psicológicamente, volvió a decirse. Tenía que centrar su atención en Mao, por así decirlo, para poder entender mejor a alguien que quizás estuviera involucrado en el caso.

La zona era un hervidero de vendedores ambulantes de relojes, encendedores y todo tipo de adornos y artilugios con la figura de Mao. Chen examinó un reloj con una esfera de diseño ingenioso. Mostraba a Mao con un uniforme militar verde y el brazalete de los Guardias Rojos. Al darle cuerda al reloj, Mao saludaba majestuosamente con el brazo desde lo alto de la entrada de Tiananmen, tan eterno como el mismo tiempo.

Un guardia de seguridad se acercó a toda prisa y echó a los vendedores como si fueran moscas pesadas. Alzando un altavoz verde, instó a los visitantes a comprar flores en homenaje al gran líder. Varias personas compraron crisantemos amarillos envueltos en plástico mientras la cola entraba serpenteando en el gran patio. Chen hizo lo mismo. Además, era obligatorio comprar un folleto sobre las grandes contribuciones de Mao a China. Chen compró uno, pero no lo abrió.

Sin embargo, cuando acababan de llegar al pabellón norte, los visitantes recibieron la orden de depositar las flores bajo una estatua de Mao en mármol blanco, que se alzaba frente a un inmenso y luminoso tapiz con las montañas y los ríos de China.

– ¡Qué vergüenza! -protestó un hombre de rostro cuadrado que aguardaba en la cola-. Sólo un minuto después de que paguemos por los crisantemos. Sacan tajada de los muertos revendiendo las flores.

– Al menos no te cobran por entrar -repuso un hombre de cara alargada-. En los otros parques de Pekín, ahora hay que pagar una entrada.

– ¿Usted cree que yo habría venido si tuviera que pagar? -replicó el hombre de la cara cuadrada-. No cobran la entrada para que las colas sigan siendo largas.

Chen no estaba demasiado seguro de eso. La cola tardó al menos media hora en llegar hasta el salón de los Últimos Respetos, para entonces avanzar, finalmente, hasta el ataúd de cristal en el que yacía Mao vestido con un traje gris «estilo Mao», envuelto en una gran bandera roja del Partido Comunista chino y rodeado de varios miembros de la guardia de honor que lo custodiaban solemnemente, inmóviles como soldados de juguete.

Contrariamente a lo que esperaba, Chen quedó atónito al verlo. El presidente, tan majestuoso en la memoria de Chen, parecía ahora consumido y apergaminado. Tenía las mejillas hundidas como naranjas secas, y los labios amarillentos y muy maquillados. El poco pelo que le quedaba parecía pegado a la cabeza, o pintado.

Chen llevaba menos de un minuto junto al ataúd de cristal de Mao cuando un guardia lo instó a moverse. Los visitantes que tenía detrás se acercaban a empujones.

En lugar de avanzar hasta la sala conmemorativa, donde se exhibían fotografías y documentos sobre Mao, Chen se dirigió directamente a la salida.

Una vez fuera, el inspector jefe inspiró una bocanada de aire fresco. Los vendedores ambulantes volvieron a acercarse en tropel. Eran casi las doce, así que decidió emprender el camino hacia el lugar de su cita.

Al pasar bajo el arco de la gigantesca puerta de Tiananmen, Chen compró una entrada para el museo de la Ciudad Prohibida, porque desde allí podría tomar un atajo. Dados los constantes atascos en la avenida Changan, ir hasta el parque en taxi le llevaría mucho más tiempo.

La Ciudad Prohibida, en sentido estricto, era el recinto del palacio, el cual incluía un patio, varios pabellones imperiales, oficinas y viviendas; detrás del palacio se encontraban los jardines reales y otros complejos imperiales, no menos prohibidos para la gente corriente. Después del derrocamiento de la dinastía Qing, el palacio se convirtió en un museo, y las salas de exposiciones daban fe del esplendor de las dinastías imperiales.

Al parecer, el palacio era demasiado grande para albergar únicamente un museo, así que no tardaron en aparecer puestos de comida en los patios, junto a los senderos y en las esquinas. Distraídamente, Chen compró una vara de espino caramelizado, una especialidad callejera de Pekín. Tenía un sabor sorprendentemente ácido.

Chen comenzó a ser consciente del efecto sutil que el entorno imperial ejercía en él. Era un mundo cerrado, cargado de sublimidad divina, donde un emperador no podría haber evitado verse a sí mismo como el hijo del cielo, un gobernante excelso superior a sus súbditos, investido de autoridad sagrada y con una misión que sólo él sería capaz de realizar. Por consiguiente, el emperador era ajeno a cualquier norma o principio ético.

Así, a ojos de Mao, el movimiento antiderechista, las Tres Banderas Rojas y la Revolución Cultural, los movimientos políticos que habían arrebatado las vidas de millones y millones de chinos, tal vez sólo fueran instrumentos necesarios para que un emperador consolidara su poder. O, al menos, eso habría imaginado tras los altos muros de la Ciudad Prohibida…

Chen prefirió no entrar en ninguna de las salas de exposición imperiales y siguió su camino. Aquella mañana era el único visitante que recorría el museo sin detenerse.

No tardó en salir por la puerta trasera del museo, desde la que divisó la punta de la Pagoda Blanca en el parque de Beihai.

19

El restaurante Fangshan, que Chen había elegido para su almuerzo con Diao, se hallaba en el parque Beihai, en otros tiempos jardín imperial exterior anexo a la Ciudad Prohibida y célebre por su historia.

Había elegido este restaurante también por razones personales. Durante sus años universitarios, Chen le confesó a Ling su intención de comer allí algún día. Nunca lo habían hecho, porque era demasiado caro para lo que Chen podía permitirse entonces.

Aún quedaba alrededor de media hora antes del encuentro, así que Chen dio un tranquilo paseo junto al lago. Pese a que el parque Beihai era también conocido como parque del Mar del Norte, no había mar, sólo un lago artificial de tamaño exagerado a fin de complacer al emperador. Con todo, era un parque magnífico, situado en el centro de la ciudad y contiguo a la Biblioteca de Pekín, donde antes trabajaba Ling. Detrás del parque se divisaba la silueta resplandeciente de la Pagoda Blanca.

Chen se encaminó hacia un pequeño puente que recordaba de años atrás. Tras doblar por un sendero, vio una tienda de artesanías semioculta entre el follaje veraniego. Decidió entrar, pero todo le pareció demasiado caro. Tal vez por la tarde tuviera algo de tiempo para comprar un regalo en los almacenes Xidan. Entonces el puente apareció ante sus ojos. Una muchacha, apoyada en la barandilla, contemplaba las verdes montañas que se veían a lo lejos. Se oía el zureo de una paloma. Chen volvió a sentirse invadido por una sensación de déjà vu.

El desolador murmullo del arrollo

aún tan verde bajo el puente,

las ondulaciones en el agua que reflejaban su llegada

a paso ligero. Semejante belleza

avergonzaría a un ganso salvaje hasta provocar su huida.

Cierta tarde, en uno de los últimos años de universidad de Chen, Ling se citó con él en el parque para llevarle algunos libros que él le había pedido. Pero tardó en salir de clase, y Ling tuvo que esperarlo durante un buen rato. Mientras se dirigía apresuradamente al lugar, Chen la vio esperando sobre los tablones enfangados de un puentecillo. Ling apoyaba un pie en la barandilla y se rascaba el tobillo. El cabello, alborotado por el viento, le enmarcaba el rostro. La escena le pareció inexplicablemente conmovedora: era como si Ling se confundiera con el fondo de amentos de sauce, que simbolizaban la belleza desventurada en la poesía de la dinastía Tang.