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Resultaba imposible saber si la escena de los amentos de sauce había presagiado el inicio de su relación. Sin embargo, no era el momento más oportuno para ponerse nostálgico, se dijo Chen mientras iba hacia el restaurante.

La fachada del restaurante Fangshan parecía muy antigua. En un tranquilo patio enlosado, una camarera vestida a la usanza de las damas palaciegas de la dinastía Qing se le acercó y lo condujo hasta un reservado del restaurante. Lo sorprendió la omnipresencia del amarillo, un color reservado exclusivamente para la familia real. La mesa, rodeada de paredes pintadas de amarillo, estaba cubierta con un mantel color albaricoque, y sobre él varios palillos dorados. A su espalda había una antigua vitrina decorada con dragones dorados en relieve. Tras sentarse junto a la ventana, Chen abrió el maletín y sacó la información que había recopilado sobre Diao.

Diao era un recién llegado al mundillo literario. Fue profesor de secundaria hasta su jubilación, y no había publicado nada hasta que, de repente, escribió el superventas Nubes y lluvia en Shanghai. Diao no reconocería a Chen porque no era miembro de la Asociación de Escritores y no se habían visto antes. El inspector jefe interpretaría un papel similar al que había interpretado en la mansión Xie.

La gente atribuyó el éxito de Nubes y lluvia en Shanghai a su temática; no obstante, también se debió al ingenio de su autor. A Chen, que había leído el libro, le había impresionado el sutil equilibrio entre lo que se decía y lo que se omitía en el texto.

Dos o tres minutos antes de la una, la camarera condujo hasta la mesa a un hombre de cabello gris y complexión mediana, con la frente surcada de arrugas y ojos pequeños y vivaces. Llevaba una camiseta negra, pantalones blancos y zapatos relucientes.

– Usted debe de ser el señor Diao -dijo Chen, levantándose de la mesa.

– Sí, soy Diao.

– Es un gran honor conocerlo. Soy Chen. Su libro, Nubes y lluvia en Shanghai, es un auténtico éxito.

– Gracias por su invitación. El Fangshan es un restaurante imperial, realmente caro. Había oído hablar de él, pero nunca había estado.

– Estudié en Pekín hace bastantes años, y entonces soñaba con venir aquí. Lo he escogido también por razones nostálgicas.

– No es un mal motivo -afirmó Diao con una sonrisa que dejaba entrever sus dientes manchados de nicotina-. ¿Recuerda la frase de nuestro gran líder, el presidente Mao? «Seiscientos millones de personas son, todas ellas, Sun y Yao, los grandes emperadores.» Una hipérbole poética, sin duda, pero Mao tenía razón en una cosa: a los ciudadanos les gusta la idea de ser emperadores, o de ser como emperadores.

– Está usted en lo cierto.

– Eso explica la popularidad de este restaurante. La gente viene no sólo por la comida, sino también porque se asocia al ámbito imperial. Durante unas horas pueden imaginar que son emperadores.

Otro tanto podía haber dicho de Shang. Quizá disfrutaba imaginándose como la mujer de un emperador. Chen alzó su copa sin hacer ningún comentario.

La camarera se acercó hasta su mesa y les ofreció un platillo con delicados ououtou dorados, bollos al vapor elaborados generalmente con maíz. Los que Chen recordaba de sus años de estudiante tenían un color apagado y costaba tragarlos. Éstos tenían un aspecto muy distinto.

– Están hechos con judías verdes especiales -explicó la camarera, percatándose de la sorpresa de Chen-. Son realmente deliciosos. El plato favorito de la emperatriz viuda.

– Estupendo, los probaremos -respondió Chen-. Recomiéndenos otras especialidades de la casa.

– En el reservado, el precio mínimo es de mil yuanes. Tienen que gastar al menos esa cantidad, y permítanme recomendarles una comida exquisita a base de manjares ligeros. Todo servido en platos pequeños, unos veinte, según las preferencias de la emperatriz viuda. Veinte era el número mínimo de platos que la emperatriz solía tomar. Para empezar, pescado vivo del Mar del Sur Central al vapor, con jengibre tierno y cebolletas.

– Muy bien -dijo Chen-. A nadie se le escaparía la asociación entre la Ciudad Prohibida y el Mar del Sur Central.

– ¿Qué más? -preguntó Diao por primera vez.

– El pato asado pekinés, por supuesto.

– ¿Patos del palacio?

– Auténticos patos de Pekín. Especialmente alimentados, de entre seis y ocho meses. La mayoría de los restaurantes cocinan ahora con un horno eléctrico. Nosotros continuamos usando un horno tradicional de leña, y no se trata de leña de cualquier clase: la nuestra procede de una madera de pino especial que permite que el sabor penetre en la textura de la carne. Era un procedimiento exclusivo para los emperadores -explicó la camarera con orgullo-. Además, nuestros chefs aún siguen la tradición de hinchar el pato insuflándole aire ellos mismos y de coserle el ano antes de meterlo en el horno.

– ¡Caramba, cuántas cosas se pueden aprender sobre un pato! -exclamó Diao.

– Ofrecemos las cinco célebres maneras de servir el pato: lonchas de piel de pato crujiente envueltas en creps, lonchas de carne de pato fritas con ajos tiernos, pies de pato bañados en vino, mollejas de pato salteadas en poco aceite con verduras y, por último, sopa de pato, aunque la sopa tarda unas dos horas en adquirir una consistencia cremosa.

– Está bien. Me refiero a la sopa -dijo Chen-. Tómense el tiempo que necesiten para prepararla. Tráiganos las especialidades que considere usted mejores. La comida de hoy es en honor de un gran escritor.

– Me abruma con su generosidad -respondió Diao.

– Con los negocios he hecho fortuna, pero ¿qué más da eso? Dentro de cien años, ¿seguirá siendo mío ese dinero? De hecho, como dijo nuestro gran maestro el Viejo Du, sólo la literatura perdura miles de otoños. Me parece muy indicado que un escritor novato como yo invite a comer a un maestro como usted.

El discurso de Chen recordaba a otro que había pronunciado Ouyang, un amigo al que Chen había conocido en Guangzhou. Ouyang, poeta aficionado pero empresario de éxito, había afirmado algo similar mientras comían dim sum.

Con respecto a las obras de no ficción, sin embargo, Chen era un auténtico novato, así que de hecho podría aprender algo de Diao.

– Su libro fue un enorme éxito -continuó diciendo Chen-. Por favor, cuénteme qué lo llevó a escribirlo.

– Fui profesor de secundaria durante toda mi vida. Tenía la costumbre de empezar mis clases citando proverbios. Ahora bien, para que un proverbio se transmita a través de generaciones, su significado ha de tener relación con nuestra cultura. Un día cité un proverbio que dice así: hongyan baoming, «la suerte de una belleza es tan fina como una hoja de papel». Cuando mis alumnos me pidieron que les pusiera un ejemplo, pensé en el trágico fin de Shang. Con el tiempo, empecé a contemplar la posibilidad de escribir un libro, pero no tenía claro si debía centrarme en Shang, por las razones que sin duda adivinará. Al documentarme, descubrí el destino igualmente trágico de su hija, Qian. Entonces se me ocurrió la idea. Así es como acabé escribiendo el libro.

– Es fantástico -dijo Chen-. Debió de documentarse muy a fondo sobre la vida de Shang.

Sí, pero tampoco demasiado.

– Es como un libro detrás de un libro. En los párrafos sobre la hija, la gente puede leer la historia de la madre.

– Cada lector lee desde su perspectiva particular, pero es un libro sobre Qian.

– Cuénteme más cosas acerca de la historia detrás de la historia. Me fascinan los detalles auténticos.

– Lo que no puede decirse debe quedar confinado al silencio -respondió Diao con cautela-. ¿Qué es cierto y qué no lo es? A usted le gusta Sueño en el pabellón rojo, y sin duda recordará el famoso pareado inscrito en el arco del palacio de la Gran Ilusión: «Cuando lo ficticio es real, lo real es ficticio. / Donde no hay nada, está todo».