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Como Chen había imaginado, y pese a la invitación al restaurante Fangshan, Diao no estaba dispuesto a hablar abiertamente con un desconocido, ni siquiera admitiría que el libro estaba basado en una historia real.

– La gente de mi generación ha oído todo tipo de historias sobre esos años -prosiguió Diao, tras beber un sorbo de té-. Mientras el archivo oficial permanezca cerrado al público, tal vez nunca sepamos si determinada historia es cierta o no.

– Sin embargo, usted sin duda recopiló más información de la que aparece en el libro.

– Sólo incluí los datos que consideré fiables.

– Aun así, debió de entrevistar a mucha gente.

Diao no respondió. Por un altavoz exterior empezó a sonar una canción de la popular serie televisiva Romance de los tres reinos.

Cuántas veces, al ponerse el sol rojo,

un hombre de cabello blanco pesca, solo, en el río

cargado de historias de tiempos inmemoriales…

La serie televisiva estaba basada en una novela histórica sobre las vicisitudes de los emperadores y futuros emperadores en el siglo III, y la novela se cerraba con un poema escrito desde la perspectiva de un viejo pescador.

– ¿Recuerda el poema «Nieve» de Mao? -preguntó Diao cambiando de tema.

– Sí, sobre todo la segunda estrofa: «Los ríos y las montañas, tan llenos de encanto / llevaron a innumerables héroes a rendirles homenaje. / Por desgracia, el primer emperador de los Qin y el emperador Wu de los Han / carecían de talento literario; / el emperador Tai de los Tang y el emperador Tai de los Song / tenían el corazón yermo de poesía; / Gengis Khan, / el orgulloso hijo del cielo en su generación, / sólo sabía disparar a las águilas, con el arco tensado. / ¡Todos han desaparecido! / Para encontrar lo que es realmente heroico, / hay que fijarse en el presente».

Al volver la camarera se interrumpió la conversación. La muchacha depositó una gran fuente sobre la mesa.

– El pescado vivo del Mar del Sur Central.

– Tuve que distinguir entre lo que sería publicable y lo que no -continuó Diao después de servirse un gran filete de pescado.

– Hábleme entonces de su investigación preliminar.

– ¿Y qué sentido tiene que se lo explique? Sólo fue cuestión de llamar a una puerta tras otra. Disfrutemos de la comida. Para serle sincero, soy un gourmet con un presupuesto muy reducido.

– Venga, esta comida no es nada para un autor de éxito como usted. Por eso decidí abandonar los negocios.

– No deja de referirse a mi libro como un superventas. Se vendieron muchos ejemplares, es cierto, pero yo recibí muy poco dinero.

– Eso es increíble, señor Diao.

– No sueñe con ganar dinero escribiendo libros. Para eso, será mejor que continúe con sus negocios. Si le sirve de algo, no me importa decirle lo que he ganado. Menos de cinco mil yuanes. Según el editor, se arriesgó mucho imprimiendo una tirada inicial de cinco mil ejemplares.

– ¿Y qué hay de la segunda edición, y de la tercera? Debieron de reeditarlo más de diez veces.

– Nunca hay una segunda edición. Nada más tener éxito un libro, las copias pirata inundan el mercado y el autor no ve ni un solo céntimo.

– ¡Que vergüenza! Sólo cinco mil yuanes -exclamó Chen.

Él había ganado lo mismo con algunas de sus traducciones más lucrativas, pese a que no pasaban de las diez páginas. Con todo, Chen sabía que le habían adjudicado aquellos proyectos porque era inspector jefe. Echó una ojeada a su maletín de piel. En su interior llevaba al menos cinco mil yuanes, que había traído para comprarle un regalo de boda a Ling. No obstante, después de verla alejarse en aquella lujosa limusina la noche anterior, le habían entrado dudas al respecto. Cinco mil yuanes era mucho dinero para él, pero para ella era una cantidad irrisoria.

Chen cogió el maletín, lo abrió con un chasquido y sacó un sobre.

– Aquí tiene un pequeño «sobre rojo» con unos cinco mil yuanes, señor Diao. No es más que una pequeña muestra de mi admiración.

Era un sobre abierto, repleto de dinero, del que sobresalía un billete de cien yuanes con la imagen de Mao proclamando como dirigente supremo del Partido en China: «Cuanto más pobres, más revolucionarios».

– ¿A qué se refiere, señor Chen?

– Si le soy sincero, me interesaría escribir algo sobre Shang, se publique o no. El sobre es una especie de compensación por su valiosa información. Para un empresario como yo, constituye una inversión, pero también es una muestra del respeto que siento por usted.

– Un viejo como yo, señor Chen, no tiene nada de que presumir, pero creo que sé juzgar bien a las personas. Sea lo que sea, lo que busca no es dinero.

– Nada de lo que me diga será blanco o negro. Y nadie podrá demostrar que es usted mi fuente, señor Diao. Fuera de esta habitación, puede negar haberme visto jamás.

– No es que me oponga a contarle la historia de Shang, señor Chen -respondió Diao, acabándose el té-, pero los datos que recopilé quizá no sean más que habladurías. No puede tomárselos al pie de la letra.

– Entiendo. Como no soy poli, no tengo que basar cada frase en datos contrastados.

– No escribí el libro sobre Shang; sin embargo, eso no significa que su historia no debiera escribirse. En diez o quince años, tal vez bastantes aspectos de la Revolución Cultural hayan caído en el olvido. Por cierto, no estará grabando esta conversación, ¿verdad?

– No, claro que no.

Chen volvió a abrir el maletín y le mostró su contenido.

– Confío en usted. Entonces, ¿por dónde empiezo? -siguió diciendo Diao, sin apenas esperar a que Chen le respondiera-. Bueno, no me andaré por las ramas. En cuanto a Shang, lo crea o no, conocí por casualidad a un vendedor ambulante cuyo puesto de pescado quedó destrozado por el impacto del cuerpo de Shang al caer desde la ventana de un quinto piso…

La camarera les trajo el pato pekinés asado; llegó acompañada de un cocinero vestido de blanco, con gorro incluido, especializado en cocinar carne de pato. El cocinero arrancó la crujiente piel de pato ante la mesa de Chen y Diao con ademán teatral.

– Las lonchas de piel de pato crujiente, envueltas en creps finas como el papel y aderezadas con cebolletas y salsa especial eran el plato favorito de la emperatriz viuda -explicó la camarera-. Y para este plato especial de lenguas de pato fritas, cubiertas con una capa de pimientos rojos como colinas bañadas en sirope de arce, ¿se imaginan cuántos patos hacen falta?

– ¿Puedo pedirle un favor? -preguntó Chen-. Los platos son asombrosos, pero ¿puede servir los que queden a la vez? Estamos iniciando una conversación importante.

– Se lo haré saber a nuestro cocinero -respondió la camarera, haciendo una profunda reverencia como una muchacha manchú antes de dirigirse hacia la puerta-. Prosigan, por favor.

20

– Bueno, volvamos a nuestra historia -dijo Chen-. Me estaba hablando sobre cómo murió Shang, sobre el vendedor ambulante.

– Ah, sí, era un hombre muy hablador. Hizo una descripción muy gráfica de la escena de la muerte de Shang, aunque me pregunto cómo pudo recordar todos aquellos detalles después de tantos años.

– ¿Shang murió en el acto?

– No. Dijo algo antes de perder el conocimiento.

– ¿Qué dijo?

– Que vivía en la quinta planta.

– ¿Y eso qué podía significar?

– El vendedor ambulante no tenía ni idea -respondió Diao con expresión pensativa, quitándose una espinita de pescado de entre los dientes-. ¿Quería que alguien fuera a su habitación de la quinta planta? Tal vez la hubieran torturado, o la hubieran empujado por la ventana. ¿Quería que alguien llamara a una ambulancia desde el teléfono de la habitación? En aquella época sólo había una centralita en todo el barrio. Nadie sabe qué pudo pasarle por la cabeza en los últimos momentos.