En los últimos años, Xie había empezado a impartir clases de pintura en su casa. Se decía que tenía una norma no escrita a la hora de seleccionar a sus alumnos: sólo admitía a muchachas jóvenes, guapas y con talento. Según los que lo conocían desde hacía tiempo, parecía que Xie, a sus más de sesenta años, estuviera imitando a Jia Baoyu, el protagonista de Sueño en el pabellón rojo.
Jiao asistía a las clases de pintura de Xie pese a que éste apenas había recibido formación académica como pintor; asimismo, la muchacha acudía a las fiestas aunque la mayoría de los invitados eran viejos, o anticuados, o ambas cosas.
Como explicación a todo esto, Seguridad Interna había concebido una hipótesis: Xie habría actuado como intermediario, presentando a Jiao a personas interesadas en el material de Mao que obraba en su poder. Varias editoriales extranjeras estarían dispuestas a pagar un sustancioso anticipo por un libro sobre la vida privada de Mao, como habían hecho con las memorias de su médico personal. Las fiestas habrían facilitado el encuentro entre Jiao y compradores potenciales.
El plan de acción que proponía Seguridad Interna consistía en efectuar una redada en la mansión tras acusar a los invitados de conducta obscena o indecente, o con cualquier otro pretexto que ocasionara problemas a Xie. Según los agentes de Seguridad Interna, no sería demasiado difícil hacerlo hablar. Cuando por fin cantara, podrían encargarse de Jiao.
Sin embargo, a las autoridades de Pekín no les gustaban las «medidas contundentes» propuestas, y tampoco estaban convencidas de que resultaran eficaces. Por eso habían ordenado llamar a Chen.
Junto con el expediente, Seguridad Interna no había incluido ningún ejemplar del libro que había publicado el médico personal de Mao: estaba prohibido en el país. Tampoco había un ejemplar del superventas Nubes y lluvia en Shanghai.
El título del libro lo intrigó. En la literatura china clásica, «nubes y lluvia» era un símil habitual para referirse al amor sexual. Evocaba a los amantes transportados en una esponjosa nube flotante, y la lluvia cálida que se avecinaba. Su origen se remontaba a una oda que describía la cita del rey de los Chu con la diosa de la montaña Wu, la cual afirmó que volvería de nuevo a su lado «con las nubes y con la lluvia». Pero la frase «nubes y lluvia» también formaba parte de un proverbio chino: «Con un giro de la mano, la nube, y con otro giro de la mano, la lluvia», en alusión a los cambios continuos e impredecibles en un contexto político.
¿Podría tener el título un doble significado?
Chen miró el reloj que reposaba sobre la mesilla de noche. Las diez y cuarto. Decidió salir a comprar un ejemplar de Nubes y lluvia en Shanghai en una librería cercana que abría hasta muy tarde, a veces hasta la medianoche.
3
La librería, de gestión privada, estaba a unos cinco minutos a pie de su casa. Desde el otro lado de la calle, envuelto en la oscuridad, Chen pudo ver que aún tenía las luces encendidas.
El propietario de la librería, Fei el Barbudo, había abierto la tienda con la esperanza de ganar dinero vendiendo libros de calidad mientras escribía una novela posmoderna. Cuando, al cabo del tiempo, sus esperanzas se hicieron pedazos como huevos estrellados contra una pared de cemento, Fei se convirtió en un librero práctico y llenó su tienda de superventas que causaban sensación y de basura poco interesante. Sin embargo, en una minúscula estantería sus clientes aún podían encontrar algunos buenos libros: era su única concesión a la nostalgia. Y abría hasta muy tarde, según afirmaba, por el insomnio que le causaba la novela posmoderna que nunca consiguió acabar.
Para Chen, era una bendición que la librería abriera hasta tan tarde. Además, a la vuelta de la esquina había un agradable restaurante que servía empanadillas. A veces, después de comprar un par de libros, Chen entraba en el restaurante y se ponía a leer mientras comía una ración de empanadillas, al vapor o fritas, y se tomaba una cerveza. La camarera, vestida con un corpiño parecido a un dudou, se movía con brío sobre sus chapines de madera de tacón alto, como si acabara de salir de los versos de Wei Zhang:
La camarera siempre se mostraba amable, tanto con él como con los otros clientes.
– Bienvenido -lo saludó Fei con su habitual sonrisa, mirándolo a través de unas gruesas gafas de culo de botella, mientras se peinaba su cada vez más escaso cabello con un peine de plástico.
Nunca habían mantenido una conversación prolongada, pero quizá fuera mejor así. Fei no habría hablado tan abiertamente de haber sabido que Chen era inspector de policía. A diferencia de quienes habitaban las casas shikumen de los barrios viejos, los inquilinos de los nuevos complejos residenciales de esta zona apenas se conocían.
En lugar de pedirle el libro en cuestión, Chen decidió echar primero un vistazo, como solía hacer cada vez que acudía a la librería. No tenía sentido despertar sospechas innecesarias.
Para su sorpresa, Chen encontró varios libros sobre óperas revolucionarias de Pekín, las únicas óperas que podían representarse durante la Revolución Cultural.
– ¿Por qué un interés tan repentino en las óperas? -le preguntó a Fei.
– Bueno, los aficionados a este tipo de ópera pasan ahora de los cuarenta. Sienten nostalgia por el pasado, por su juventud idealista. Fuera como fuese la realidad, no quieren borrar de un plumazo sus años juveniles. Por eso estos «libros rojos de anticuario» se venden muy bien. ¿Adivina cuál es el más popular? -Fei hizo una pausa teatral-. El Libro rojo de Mao.
– ¿Qué? -exclamó Chen, sorprendido-. En su día se imprimieron miles de ejemplares. ¿Cómo pueden considerarlo un libro de anticuario difícil de encontrar?
– ¿Usted todavía conserva uno en casa?
– No, claro que no.
– Pues ya lo ve. La gente se deshizo de ellos poco después de la Revolución Cultural; en cambio, ahora vuelven a estar de plena actualidad.
– ¿Por qué?
– Bueno, para los que no se han visto beneficiados por las reformas materialistas, Mao se está convirtiendo de nuevo en una figura mítica. El periodo de Mao se ve ahora como una especie de época dorada en la que no había brecha alguna entre ricos y pobres, ni corrupción incontrolada en el Partido, ni mafias y prostitución. La gente tenía acceso a servicios sanitarios gratuitos, pensiones estables y viviendas estatales.
– Es cierto. Los precios de la vivienda están por las nubes. Pero ahora hay muchos edificios nuevos en Shanghai.
– ¿Usted puede permitirse vivir en ellos? -preguntó Fei con una sonrisa sardónica-. Quizás usted sí, pero yo no. «Mientras el vino y la carne se estropean sin que nadie los consuma en la mansión pintada de rojo, / la gente se muere de frío y de hambre en la calle.» ¿No ha oído el último dicho popular?: «Habéis trabajado a brazo partido por el socialismo y por el comunismo durante décadas, pero, de la noche a la mañana, volvéis al capitalismo».