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– Es muy injusto -concluyó Peng con voz quejumbrosa-. Jiao se quedó con todas las cosas de Shang, las cosas de la Ciudad Prohibida. Yo debería haber recibido mi parte…

El testimonio de Peng bastaba, sin embargo, para causarle problemas a Jiao. «Vender tesoros estatales» era un grave delito. Seguridad Interna no necesitaba otra excusa para actuar.

– Gracias al testimonio de Peng, esperamos que en Pekín nos concedan una orden de registro -afirmó Liu-. Creemos que, sea lo que sea lo que buscamos, se encuentra en casa de Xie. Tal vez asesinaran a Yang porque vio algo allí. Quizá también Song descubrió algo.

El propio Chen había acabado por creer que Jiao ocultaba algún objeto, aunque no parecía probable que se tratara del «tesoro del palacio», como lo llamaba Peng. Con todo, Chen no tenía armas para frenar a los agentes de Seguridad Interna.

Xie se derrumbaría si lo presionaban. Pero ¿cooperaría Jiao? De no hacerlo, ¿le sucedería a Jiao lo mismo que le había sucedido a Shang? Con tal de lograr su objetivo, Seguridad Interna no se detendría ante nada. Sin embargo, el inspector jefe sabía que no tenía sentido pedirle más tiempo a Liu.

– ¿Cuándo cree que obtendrá la orden de registro? -inquirió Chen.

– Vamos a informar a Pekín esta misma mañana.

– Cuando la obtenga, hágamelo saber.

– No tiene por qué preocuparse, inspector jefe Chen -respondió Liu, mirando el reloj-. Debo volver cuanto antes al despacho.

Con estas palabras Liu dio por zanjada la conversación. Seguridad Interna seguiría adelante con sus planes, por más que Chen se opusiera a ellos. Liu ni siquiera se ofreció a llevarlo a su casa.

– Yo también tengo que hacer algunas llamadas. -Chen abrió la puerta y salió del coche-. Ya sabe mi número.

– Lo llamaré.

Mientras salía del aparcamiento, Liu bajó la ventanilla por primera vez y observó cómo Chen desaparecía en otra dirección.

25

Unos cuarenta y cinco minutos después, Chen llegó a la mansión Xie y presionó con fuerza el timbre, que por fin habían arreglado. Él también quería activar la investigación.

Al cabo de un buen rato apareció Xie, envuelto en un batín de seda escarlata atado con un fajín también de seda. Sin duda acababa de levantarse de la cama, se dijo Chen. Por primera vez, Xie parecía un auténtico Old Dick.

– He regresado hoy mismo, señor Xie. Siento presentarme así. Han pasado muchas cosas durante los últimos días y estaba preocupado por usted.

– Sí, yo también estoy preocupado. Los policías no han dejado de entrar y salir de mi casa como si fuera un mercado. ¡Es terrible!

– Me lo imagino -respondió Chen-. Salgamos al jardín.

– ¿Al jardín? -preguntó Xie, mirando a Chen-. De acuerdo, hablemos allí. Sígame.

Se dirigieron a las sillas de plástico, que ya no estaban bajo el peral en flor. Chen se preguntó si Xie se habría sentado alguna vez en el jardín desde la muerte de Yang. Probablemente nadie les oiría ahí.

– Me he enterado de lo que le ha pasado al agente Song -Chen fue directamente al grano, tras sentarse en una silla cubierta de polvo.

– Hablé con el agente Song sólo un par de horas antes de su muerte.

– Song murió asesinado, y ahora le consideran a usted el principal sospechoso. Estoy intentando ayudarlo, pero tiene que contármelo todo. Es usted un hombre inteligente, señor Xie. No tiene sentido irse por las ramas.

– No, claro que no, pero ¿qué quiere decir con contárselo todo?

– Para empezar, su relación con los padres de Jiao.

– ¿Cómo dice, señor Chen?

– Cuando Song le habló del asesinato de Yang, usted declaró que no conocía a Jiao antes de que ésta lo visitara hará un año más o menos. Aquello no era cierto. Entorpeció usted la investigación, sobre todo porque fue Jiao quien le proporcionó su coartada. Ella tampoco dijo la verdad. Ambos son culpables de perjurio y de obstrucción de la justicia. Son delitos graves.

– ¡Perjurio! No sé de qué me está hablando.

– Los compañeros de Song quieren venganza -explicó Chen, partiendo una ramita marrón que había encontrado en la silla-. No hace falta que le diga de lo que son capaces.

– ¿Cree que realmente me importa? No soy más que un hombre de paja, que se esfuerza al máximo por guardar las apariencias. Y ya estoy harto, señor Chen. Pueden hacerme lo que quieran.

– ¿Y qué hay de Jiao?

Xie no respondió de inmediato.

– Lo que más me preocupa, señor Xie, es que este asunto tiene algo de siniestro. Ya han muerto asesinadas dos personas. Primero Yang, y luego Song. Ambos estaban relacionados con usted y con Jiao. Y me temo que aún van a pasar más cosas. No necesariamente a usted, sino a Jiao.

– ¡Dios mío! Pero ¿por qué?

– Es sólo una suposición, señor Xie. Están buscando algo a la desesperada, y no se detendrán hasta que lo encuentren. No se detendrán ante nada.

– ¿De qué puede tratarse? Cuando vine a este mundo no traje nada conmigo. Que se lo queden. No hay nada por lo que merezca la pena tantas muertes.

– Quizás usted no lo tenga.

– ¿Cómo puede ella…? -Xie se interrumpió y acabó haciendo una pregunta-. ¿Y cómo sabe usted todo esto, y qué puede hacer para ayudarnos?

– Si le digo la verdad, no sé qué puedo hacer para ayudarlos, no en estos momentos. Pero sé todo esto -dijo Chen, sacando su tarjeta y su placa- porque soy investigador de la policía. Le estoy contando más de lo que debería, por eso lo he traído al jardín. Tal vez hayan instalado micrófonos en la casa. Se trata de Seguridad Interna, no de policías normales y corrientes.

– Confío en usted, señor… -balbuceó Xie examinando la tarjeta- ¿inspector jefe Chen?

– Usted no tiene por qué confiar en mí, pero confía en el señor Shen, ¿verdad? -Chen sacó su móvil-. Llámelo.

– No, no hace falta. El señor Shen es como un tío para mí -respondió Xie con voz vacilante, y luego, con más firmeza-: Entonces, ¿quiere que le explique mi relación con los padres de Jiao?

– Sí, por favor. Cuéntemelo todo desde el principio.

– Hace muchísimo tiempo de todo eso. En los años cincuenta, mi familia y la familia de Qian se conocían, pero las cosas ya habían empezado a cambiar. Mis padres me instaban a agachar la cabeza, y a no relacionarme con Qian.

– ¿Por lo que se decía sobre Shang?

– ¿Cree que alguien le habría contado a un niño esas cosas?

Era evidente que Xie había oído aquellos rumores, pero Chen no lo presionó y volvió a partir la ramita mustia que tenía en la mano.

– A principios de la Revolución Cultural, los Guardias Rojos saquearon las casas de nuestras familias. Su familia se llevó la peor parte. Sometieron a Shang a las críticas implacables de las masas. Aún conservo en la memoria una escena: Shang de pie sobre algo parecido a un escenario, con la mitad de la cabeza rapada en una especie de estilo yin/yang y una ristra de zapatos gastados alrededor del cuello, como metáfora de los muchos hombres que habían usado su cuerpo. Los Guardias Rojos la insultaban y le arrojaban piedras y huevos. No hace falta que le diga que Qian también fue víctima de una terrible discriminación. Nos llamaban «cachorros negros». En cierta ocasión la arrastraron por la fuerza hasta el escenario para que permaneciera de pie junto a Shang, y la sometieron a la crítica de masas junto a su madre. Qian no pudo soportar tanta presión. Denunció a Shang y se mudó a una residencia de estudiantes.

– Lo entiendo perfectamente, señor Xie. Yo era muy joven entonces, pero mi padre también era «negro».