Chen sacó su móvil, pero no marcó ningún número. El ulular de una sirena que llegaba desde el río se confundió en su imaginación con el tono de la llamada que no había llegado a hacer.
Para empezar, éste no era «su» caso. ¿Por qué no dejar que lo apartaran de la investigación? De ese modo no tendría ninguna responsabilidad, ni podrían implicarlo en nada. Podría olvidarse de las dos maneras, la blanca y la negra.
Y de Mao.
No era realista esperar siempre un rápido avance en la investigación. No tenía sentido que dedicara todos sus esfuerzos a un solo caso, que, además, era un caso absurdo.
Mientras subía por la escalera de piedra hasta el malecón elevado, Chen contempló las gaviotas que planeaban sobre la gran extensión de agua reluciente. Sus blancas alas lanzaban destellos bajo el sol de la tarde, como en un sueño.
Chen se dirigió al parque Bund. A lo lejos divisó un crucero, con sus vistosos estandartes ondeando en la brisa.
Confucio dice en la orilla:
«Como el agua, el tiempo no deja de fluir».
Ésas fueron las frases que Mao escribió después de nadar en el río Yangzi, antes del inicio de la Revolución Cultural. Chen las leyó por primera vez cuando aún era un alumno de secundaria que paseaba por el Bund antes de entrar o al salir del colegio. En aquellos años no se impartían demasiadas clases.
Sólo tardó unos minutos en llegar al parque. Tras entrar por la puerta cubierta de enredaderas, el inspector jefe recorrió el paseo, que había sido ampliado recientemente con hileras de ladrillos de colores a ambos lados.
Para su frustración, Chen no consiguió encontrar ningún lugar donde sentarse. De la noche a la mañana parecía haber surgido una serie de cafés y de bares a lo largo del malecón, como gigantescas cajas de cerillas con relucientes paredes de cristal. No estaba mal que el parque tuviera un café con vistas al río, pero ¿eran necesarios tantos? Ya no quedaba espacio para los bancos verdes en los que tantas veces se había sentado. Al mirar a través de la cristalera de un café sólo vio a una pareja de occidentales sentados en su interior, hablando. Los precios de la carta rosa colocada frente al café le parecieron prohibitivos. Él podía permitírselos, pero ¿y los que no pudieran?
En su libro de texto de secundaria Chen había leído que, muchos años atrás, habían colgado en la puerta del parque un letrero humillante que decía prohibida la entrada a los chinos y a los perros. Fue a principios de siglo, cuando el parque sólo estaba abierto a los occidentales. Después de 1949, las autoridades del Partido se valieron de esta historia como ejemplo para impartir lecciones de patriotismo. Chen no estaba del todo seguro acerca de su autenticidad, pero ahora la historia resultaba ser cierta, con alguna modificación: prohibida la entrada a los chinos pobres.
Finalmente, cuando llegó al extremo del parque, el inspector jefe consiguió encontrar un bloque de piedra en el que sentarse. Lo habían colocado allí para conectar los eslabones de una cadena a lo largo de un sendero serpenteante. No demasiado lejos de donde se hallaba, Chen vio a una joven madre sentada en otro bloque de piedra, columpiando sus pies descalzos sobre el verde césped. La mujer contemplaba arrobada a su bebé, que dormía a su lado en un cochecito viejo y desvencijado. Vista de perfil, guardaba cierto parecido con Shang.
¿Habría venido aquí Shang con su hija Qian? Quizá Shang no se sentara en un bloque de piedra, y su bebé no durmiera en un cochecito destartalado, pero ¿se habría mostrado igual de feliz y satisfecha?
Al fin y al cabo, el sentido y la esencia de cada vida individual no dependen de dones divinos o imperiales. La vida desafortunada de Shang, favorita de un emperador, era un ejemplo de ello.
Chen sacó un cigarrillo, pero no lo encendió y volvió a contemplar al bebé. Mientras sostenía el cigarrillo apagado entre los dedos, se dio cuenta de que el parque había ejercido cierto efecto en él, y ahora tuvo la impresión de que pensaba con más claridad.
Yu solía decir en broma que el parque parecía tener un feng shui propicio para el inspector jefe. En los años setenta Chen empezó a estudiar inglés en el parque, una experiencia que le llevó a muchas otras cosas en su vida. Chen no creía en el feng shui, pero aquella tarde, dándose golpecitos con el cigarrillo en el dorso de la mano, ansió ver algunas señales de feng shui en el parque.
A continuación, Chen se levantó y se cobijó a la sombra de un árbol en flor, desde donde marcó el número de Liu.
– ¿Qué ocurre, camarada inspector jefe Chen?
– Entre las personas con las que habló Song en los últimos días, ¿había alguien que trabajara en el sector inmobiliario?
– No, no lo creo.
– ¿O alguien apellidado Hua?
– No estoy seguro. Song habló con bastante gente. ¿Cómo voy a acordarme de todos los nombres, así de repente?
– ¿Podría comprobarlo y luego decírmelo?
– Bueno, no estoy en el despacho…
Dondequiera que estuviera Liu en aquel momento, Chen creyó oír música que sonaba como agua borboteante, y risas de muchachas como barcos empujados por la corriente.
– Por favor, compruébelo lo antes posible, camarada Liu.
– Lo haré, camarada inspector jefe Chen -respondió Liu sin ocultar su irritación-. Pero ya hemos hablado de nuestro plan, ¿no?
Liu debía de creer que aquella llamada de Chen era otra táctica más para frenar las «medidas contundentes».
– Sí, es cierto -respondió Chen-, pero aún no tienen la orden de registro, ¿verdad?
Después, Chen volvió a la pasarela curvada que se elevaba sobre el agua y respiró el aire del río, con su olor tan característico. Había hecho todo cuanto había estado en su mano. Seguridad Interna actuaría al día siguiente. A menos que se produjera algún milagro de última hora, al inspector jefe no le quedaría otra opción que abandonar el caso.
Chen se volvió lentamente hacia la torre en forma de pirámide del Hotel de la Paz, situado al otro lado de la avenida Zhongshan. El hotel, construido en estilo gótico en los años veinte por el legendario hombre de negocios judío Victor Sassoon, fue en otros tiempos el edificio más suntuoso de Shanghai. La oleada de nostalgia que invadía la ciudad había propiciado la difusión de un sinfín de leyendas urbanas sobre los lujos asociados al hotel. El inspector jefe se preguntó si la banda de jazz de los Shanghai Old Dicks actuaría en el bar del hotel aquella noche. Después de ir durante casi dos semanas a la mansión Xie, Chen no tenía ningún interés en visitar el hotel.
Entonces oyó el sonido de su móvil, casi ahogado por el ulular de la sirena que llegaba desde el río. Era Peiqin.
– ¿Qué sucede, Peiqin?
– Estoy en el piso de Jiao, preparando otra cena. Diría que para dos.
– ¿Para esta noche?
– Sí, para esta noche. Jiao me ha dicho que no volverá hasta después de las ocho.
Chen miró el reloj de forma casi mecánica.
– ¿Está segura de la hora a la que volverá?
– Tengo que asegurarme de que el arroz esté aún caliente cuando Jiao vuelva. Insistió mucho en ello.
– Qué interesante, Peiqin -dijo Chen pensando en lo que le había contado el Viejo Cazador, quien juró haber visto fugazmente a un hombre en la habitación de Jiao la última vez que ésta dio «una cena para dos» en su casa-. ¿Se lo ha contado al Viejo Cazador?
– Sí. Esta noche patrullará por la zona. Me ha dicho que era importante que también usted lo supiera. -Y luego añadió-: ¡Ah! He hecho una lista de todo lo que me ha parecido inusual en el piso de Jiao. ¿Cree que podría serle útil?
– Por supuesto. Muy útil. ¿Me la podría enviar a mi casa por fax?