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– Sí, se la puedo enviar desde una de esas tiendas en que hacen fotocopias.

– No sé cómo agradecérselo, Peiqin.

– No hace falta que me lo agradezca. Yo no sé nada sobre su investigación, pero trabajando en casa de Jiao he aprendido algunas recetas nuevas. Venga a vernos este fin de semana.

– Lo pensaré, Peiqin.

Cuídese mucho, jefe. Adiós.

Peiqin estaba preocupada por él, y Chen podía adivinar sus motivos: llevaba semanas sin visitar al subinspector y a su esposa. Pero el corazón le dio un vuelco al pensar en lo que sucedería el fin de semana. La generosa ayuda de Peiqin no iba a servir de nada. Encendió el cigarrillo que sostenía desde hacía un rato entre los dedos y aspiró profundamente. Tenía la sensación de haber pasado algo por alto en el caso Mao. Algo esencial, pero difícil de captar. La llamada de Peiqin había intensificado esa sensación.

Quizás el parque fuera realmente un lugar propicio para él, fuera cual fuese su feng shui. Nada más metérselo en el bolsillo del pantalón, su móvil volvió a sonar. Era Ling, desde Pekín.

– ¿Dónde estás? -preguntó. Sonaba tan cerca como el agua que lamía la orilla-. Te he llamado al hotel, pero me han dicho que ya te habías ido.

– Me vi obligado a volver a toda prisa a Shanghai. Lo siento, no tuve tiempo de decirte adiós. Cogí el tren nocturno en el último minuto, y ya era demasiado tarde para llamarte. -Después añadió, asiendo con fuerza el móvil-: Estoy en el parque Bund. El parque al que fuimos la última vez que viniste a Shanghai, ¿te acuerdas? No sabes cómo te agradezco lo que has hecho por mí. Me has ayudado muchísimo en mi trabajo.

– Me alegro de haberlo hecho. Puedes ser excepcional en lo que te propongas, inspector jefe Chen. Así que sé un policía excepcional -dijo Ling, con un tono súbitamente distante de nuevo-. Quizá sea como el poema que escribiste, por lo que recuerdo, a imitación de un poeta británico, sobre la necesidad de saber elegir. «Tienes que elegir bien la jugada / o el tiempo no te perdonará…»

– Lo siento muchísimo, Ling -se disculpó Chen, consciente de que ella se había resignado, después de todo por lo que habían pasado, a que él fuera, ante todo, un policía. Lo demás quedaba en un segundo plano.

– Llámame cuando no estés demasiado ocupado. Y cuídate mucho.

– Te llamaré…

Se oyó un clic. Ling ya había colgado.

Pero ¿qué otra opción le quedaba? De nuevo, oyó el canto de una cigarra entre el verde follaje que tenía a sus espaldas.

Triste de no seguir triste,

el corazón endurecido de nuevo,

ya no espera el perdón,

y se muestra agradecido y contento

de haber estado contigo.

Nadie disfruta de la luz del sol en el jardín vacío.

Era la última estrofa del poema que Ling acababa de mencionarle por teléfono. Al final, Chen no había tenido otra elección que redimirse haciéndose policía.

El poema le trajo la respuesta, sin embargo, y no sólo a la pregunta que acababa de hacerse. Un destello revelador cruzó su mente, y se le ocurrió otra posibilidad.

Chen volvió sobre sus pasos y se dirigió apresuradamente hacia la oficina de seguridad del parque, donde mostró su placa a un hombre de pelo gris que estaba sentado frente a un largo mostrador.

– Necesito usar su fax. Alguien va a enviarme algo aquí -dijo Chen, empezando a copiar el número.

– No hay problema, camarada inspector jefe -contestó el hombre entrecano-. Sabemos quién es.

Chen llamó a Peiqin desde su móvil, secándose el sudor de la frente.

– ¿Está todavía en el piso de Jiao, Peiqin?

– Sí, estoy a punto de irme.

– Deje la llave debajo del felpudo cuando se vaya.

– ¿Cómo dice?

– Sí, y no se lo diga a nadie.

– No se preocupe.

– Envíeme por fax su lista a este número dentro de cinco minutos.

– De acuerdo.

Cuando acabó de hablar con Peiqin, Chen llamó a Gu.

Necesito su coche esta noche. Es un Mercedes nuevo, ¿verdad?

– Está a su disposición. Es un Mercedes, serie 7. ¿Descubrió algo en el cóctel, Chen?

– Dígale a su chófer que me recoja en el parque Bund dentro de diez o quince minutos. Se lo explicaré todo más tarde, Gu. Le agradezco todo lo que ha hecho por mí.

– No tiene que explicarme nada, ni que darme las gracias. ¿Para qué están los amigos?

Desde que se conocieron durante la investigación de otro caso que guardaba cierta relación con el parque, Gu se consideraba amigo del inspector jefe, y se comportaba como tal. Gu, un astuto hombre de negocios, tal vez viera a Chen como un contacto valioso. Sin embargo, en varias ocasiones lo había ayudado de manera totalmente desinteresada.

– No importa lo que piense hacer -siguió diciendo Gu-, sé que no lo hace en beneficio propio, de eso estoy seguro.

El inspector jefe Chen iba a hacer algo que jamás había hecho, eso era todo lo que sabía. Pero antes tenía que entrar en el piso de Jiao.

No sería igual que visitar la habitación de alguien como Mao, que llevaba tanto tiempo muerto.

A su lado, una hoja de fax comenzó a salir del aparato.

27

Eran ya casi las cinco de la tarde cuando el inspector jefe llegó al complejo de viviendas de Jiao.

Chen se sentó en el asiento trasero del coche sin molestarse en bajar la ventanilla para hablar con el guarda de seguridad. Por experiencia propia, sabía que los guardas amedrentaban a cualquier persona de aspecto corriente que se detuviera frente a la entrada de un complejo residencial, pero al ver un Mercedes flamante, inclinarían la cabeza y abrirían la verja de par en par.

Tal y como Chen había previsto, un guarda de seguridad entrado en años permitió el paso al coche sin hacer preguntas.

– Aparque al final del módulo de viviendas -ordenó Chen al conductor. Era un módulo de pisos caros, con coches de lujo aparcados aquí y allá. Quizás el guarda lo había tomado por uno de los nuevos residentes-. Si no vuelvo en quince minutos, puede irse.

El conductor, al que Gu debía de haberle indicado que cumpliera las órdenes de Chen a rajatabla, asintió con la cabeza enérgicamente, como un robot.

El inspector jefe bajó del coche y se dirigió al edificio de Jiao caminando tranquilamente, como si fuera un residente más.

Chen entró en el edificio, cuya puerta estaba abierta, y subió en ascensor hasta el sexto piso, una planta más arriba de la de Jiao. Tras asegurarse de que no hubiera nadie en el pasillo, se puso un sombrero y unas gafas de sol que había comprado en el parque y se dirigió a las escaleras. No sabía dónde habría instalado Seguridad Interna su cámara de vídeo; quizás estuviera oculta en el rellano, pero con ese atuendo no lo reconocerían tan fácilmente. Y lo más probable es que no observaran las imágenes durante las veinticuatro horas del día. Sucediera lo que sucediera al día siguiente, no quería preocuparse de eso en ese momento.

Al llegar frente a la puerta de Jiao, Chen se agachó fingiendo atarse el cordón del zapato de espaldas a las escaleras. Tapó de ese modo el felpudo, bajo el que buscó a tientas hasta encontrar la llave.

En sus años universitarios, Chen había leído un relato de Sherlock Holmes en el que el detective entraba en la habitación de un delincuente con la ayuda de una criada que trabajaba allí. Si Holmes creía que el fin justificaba los medios, ¿por qué no iba a pensar lo mismo el inspector jefe Chen?

Ya no se trataba únicamente de proteger la imagen de Mao, fuera cual fuese el material sobre el presidente. Chen quería realizar un último esfuerzo para no acabar como el Viejo Cazador, que vivía atormentado por lo que debió haber hecho y no hizo.

Sin embargo, Chen no empezó registrando el piso como un policía, no tenía sentido dejarlo todo patas arriba. Seguridad Interna ya habría efectuado un registro concienzudo -no le cabía la menor duda sobre quién estaba detrás del misterioso robo-, y Chen era consciente de que él no iba a tener más suerte. Tampoco disponía del tiempo suficiente, por lo que trató de centrarse en la lista de objetos «inusuales» que Peiqin le había enviado por fax.