Chen desconocía la forma en que trabajaban en casa los pintores. Como poeta que era, a veces se despertaba durante la noche entusiasmado con las posibilidades de algún poema magnífico, pero generalmente le daba demasiada pereza levantarse. Así que volvía a dormirse, dejando que sus fantasías nocturnas se confundieran con la oscuridad. Muy de vez en cuando había garabateado algunas palabras en cualquier trozo de papel que tuviera a mano, pero a la mañana siguiente apenas podía entender lo que había escrito.
La inspiración debía de llegarle a Jiao por la noche, y, como era más diligente que él, tal vez intentara capturar las ideas fugaces en su dormitorio. Pintar no era lo mismo que escribir. Jiao tenía que salir de la cama, sacar los materiales, trabajar durante horas y después limpiarlo todo. Un comportamiento «inusual», en palabras de Peiqin, pero eso no era asunto suyo. Jiao, una artista excéntrica, podía vivir y trabajar como mejor le pareciera.
Aunque empezaba a dudar de si había sido buena idea entrar en el piso, Chen decidió quedarse un rato más para seguir rebuscando en el vestidor.
Entonces posó la vista en un estuche para pergaminos; parecía como si alguien lo hubiera tirado en ahí dentro sin demasiados miramientos. Le llamó la atención porque nunca había visto a Jiao pintar pergaminos al estilo tradicional chino. En las clases de Xie sólo pintaba óleos y acuarelas. Chen abrió el estuche y sacó el papel que estaba encima de todo. Resultó ser un certificado de autenticidad, donde se constataba que el pergamino había costado más de dos millones de yuanes, una cifra astronómica. La valoración se había realizado tres días atrás. ¿Cómo había dejado Jiao algo tan valioso en el vestidor después del reciente robo en su piso? Chen sacó el pergamino, en el que el propio Mao había caligrafiado a pincel uno de sus poemas, «Oda a la flor de ciruelo». En la esquina superior derecha había una dedicatoria: «Para Fénix, como respuesta a la suya».
Chen supuso que Jiao había comprado el pergamino debido a su asociación con Shang. O, para ser exactos, debido a su asociación con la relación que Shang mantuvo con Mao, ya que «Fénix» era el apodo de Shang. Tal vez Jiao hubiera heredado el pergamino, pero Chen no sabía quién se lo podía haber dejado.
¿Era éste el material de Mao que tanto preocupaba al Gobierno de Pekín?
Sin embargo, la dedicatoria de un pergamino no tenía por qué significar nada. Tradicionalmente, los calígrafos dedicaban su trabajo a alguien. El pergamino podría conducir a especulaciones inacabables, pero no a un desastre de tal magnitud como para que cundiera el pánico en el Gobierno de Pekín. Al fin y al cabo, un apodo no era una prueba concluyente.
Al volver a depositar el estuche en el rincón, Chen vio una escoba en el suelo del vestidor. La escoba tenía la cabeza de bonote, un material suave indicado para suelos de madera noble. Después de pintar, tal vez Jiao limpiara el suelo con esa escoba.
Mientras cerraba la puerta del vestidor, Chen sintió que la cabeza le iba a estallar. Pero era hora de irse, y se dirigió a la puerta del piso. Al ver de nuevo el cuadro surrealista en el salón, se le ocurrió que tal vez Jiao había usado la escoba para copiarla en el cuadro…
El ruido de pasos en el pasillo exterior interrumpió sus razonamientos. Los pasos parecieron detenerse frente a la puerta. Chen se quedó paralizado al oír el tintineo de un llavero.
28
Al oír que alguien introducía una llave en la cerradura, Chen retrocedió varios pasos.
Cuando la puerta de entrada empezó a abrirse con un crujido, el inspector jefe se metió apresuradamente en el vestidor pequeño y cerró la puerta tras de sí.
Oyó pasos en el salón, y después en el dormitorio.
La situación era desesperada. Probablemente, lo primero que haría una muchacha como Jiao al volver a casa sería cambiarse de ropa. Eso significaba abrir el vestidor grande. Y, como alumna aplicada que era, a continuación se pondría a pintar. Lo cual significaba abrir el vestidor pequeño.
Oculto tras la puerta del vestidor, Chen no podía ver la habitación, pero le pareció oler un rastro de perfume. Aguzó el oído, conteniendo la respiración. Jiao se dirigía hacia el vestidor grande, tal y como él había previsto.
Chen rezó para que, después de quitarse la ropa, Jiao fuera a ducharse. Y así podría salir a escondidas.
Pero entonces oyó otro sonido indistinto procedente del salón…
– Jiao, ya he vuelto.
Era una voz de hombre con fuerte acento provinciano, aunque Chen no identificó de inmediato de qué provincia se trataba. Estaba confundido, porque no había oído llegar a nadie con Jiao, ni tampoco oyó que la puerta volviera a abrirse después. Es más, la voz parecía venir del otro extremo del salón, y no de la puerta de entrada…
¿Había otra puerta en el salón, una puerta secreta?
Aunque era difícil de imaginar, eso explicaría por qué Seguridad Interna no había visto a ningún hombre entrando o saliendo del piso de Jiao.
De ser así, el hombre misterioso que mantenía a Jiao debía de ser rico y tener ingenio. Había comprado ese piso y la vivienda contigua, y había hecho instalar una puerta secreta entre ambos. Pero ¿cuál era el motivo de tanto secretismo?
Chen oyó que Jiao salía apresuradamente y decía: «¿Por qué querías que volviera tan deprisa?».
– ¡Qué comida tan estupenda! -exclamó el hombre con una risita-. El tocino es bueno para el cerebro. He tenido que lidiar muchas batallas. Un emperador también ha de comer.
Los dos se encontraron en la cocina. Chen no había prestado demasiada atención a los platos que había sobre la mesa. El tocino, que Peiqin había mencionado como uno de los platos favoritos de Jiao, resultó ser el plato favorito del hombre misterioso, por una razón inusitada.
– Es picante, es revolucionario -dijo el hombre, dando golpes con los palillos en un cuenco-. Tendrías que acostumbrarte a comer pimienta.
Jiao respondió algo ininteligible.
– Después de disfrutar del agua del río Yangzi -continuó diciendo el hombre, muy animado-, ahora estoy saboreando el pescado de Wuchang.
Chen finalmente reconoció el acento del hombre misterioso. Era un acento de Hunan, posiblemente falso, ya que el hombre hablaba lentamente, casi con parsimonia. Pero lo que dijo también desconcertó a Chen por otra razón. Parecía una paráfrasis de los dos versos que Mao escribió después de nadar en el río Yangzi:
Acabo de probar el agua del río Yangzi,
y ahora estoy disfrutando del pescado de Wuchang.
El poema aludía al ambicioso rey de Wu durante el periodo de los Tres Reinos. El rey había querido trasladar la capital de Nankín a Wuchang, pero sus súbditos se mostraban reacios, aduciendo que preferirían beber el agua del río Yangzi antes que comer el pescado de Wuchang. Mao escribió a toda prisa el poema, en el que salía muy bien parado al compararse con el emperador Wu porque él podía disfrutar tanto del agua como del pescado.
Era posible que sobre la mesa de la cocina hubiera pescado, posiblemente de Wuchang.
– No, del agua del río Huangpu -respondió Jiao con sorna.
Chen entreabrió la puerta del vestidor, intentando echar un vistazo. Desde donde se encontraba, sin embargo, no alcanzaba a verlos, por lo que tuvo que reprimir la tentación de acercarse a la cocina.
Jiao y su acompañante siguieron comiendo en silencio.
Entonces Chen vio una grabadora en miniatura sobre una mesa rinconera, y recordó que él también llevaba una en su maletín. La sacó y rebobinó la cinta hasta el principio.
– Deja los platos -le dijo el hombre a Jiao-. Vamos a la cama.
Los dos entraban ya en el dormitorio. Los pasos del hombre sonaban más pesados que los de Jiao.