– ¿Aún no has colgado el pergamino que te compré? -preguntó él.
– No, aún no.
– Te escribí el poema hace años, y ahora por fin lo he recuperado. Pagué un precio muy alto por él.
Chen no entendía nada. El hombre parecía referirse al pergamino guardado en el vestidor, que tenía un precio exorbitante. Pero Mao había compuesto el poema para Shang. ¿Por qué afirmaba este hombre haberlo escrito para Jiao?
¿Y cuál era la relación que los unía? Obviamente, él la mantenía. A juzgar por la respuesta de Jiao, a ésta no le entusiasmaba el pergamino. Al menos, no lo bastante para colgarlo de inmediato. Tras rebobinar la cinta, Chen apretó la tecla para empezar a grabar. En el vestidor hacía ahora un calor sofocante. El inspector jefe permaneció inmóvil, temeroso de que el hombre pudiera obligar a Jiao a colgar entonces el pergamino.
En lugar de presionarla, el hombre comenzó a bostezar y se echó sobre la cama, que crujió bajo su peso. Jiao se descalzó y sus zapatos de tacón cayeron al suelo, uno tras otro.
No era muy tarde aún, pero tanto Jiao como el hombre sonaban cansados. Con un poco de suerte, no tardarían demasiado en dejar de hablar y se dormirían. Entonces él podría salir.
– Hay algo que te preocupa -dijo Jiao-. Cuéntamelo.
– Bueno, he superado tantos obstáculos, barriendo a todos mis enemigos como si enrollara una esterilla… ¿Por qué iba a estar preocupado? Olvidémonos de nuestras preocupaciones y dejémonos llevar por las nubes y por la lluvia.
– No, es inútil. Y es demasiado temprano.
– Una flor de ciruelo siempre puede florecer por segunda vez.
La conversación en el dormitorio le pareció a Chen inexplicablemente forzada. La metáfora de «enrollar una esterilla» le recordaba otro verso de Mao, aunque Chen no estaba del todo seguro. Pero sabía que, en la literatura erótica, una flor de ciruelo que florece por segunda vez sólo podía referirse a un segundo orgasmo durante el acto sexual.
Jiao y el hombre hablaban en voz cada vez más baja, sólo ellos podían entender lo que decían. Chen apenas conseguía oír lo que se susurraban, salvo alguna exclamación entre gemidos y gruñidos.
– Eres muy grande, presidente, grande en todo -dijo Jiao sin aliento.
Las palabras de la muchacha dejaron atónito a Chen. Jiao llamaba a su compañero de cama «presidente». En la China contemporánea, el término «presidente» no estaba reservado exclusivamente para Mao, pero era más común referirse a los «bolsillos llenos» como «gerentes» o «directores». Chen entendió la frase porque la había leído en el expediente de Shang. Después de su primera noche junto a Mao, la actriz dijo: «El presidente Mao es grande, en todos los sentidos». Podía significar muchas cosas, pero, en ese contexto, sólo significaba una.
¿Acaso Jiao imitaba a Shang?
Los gemidos se fueron intensificando, hasta alcanzar un punto culminante. Chen nunca hubiera imaginado que algún día durante una investigación acabaría espiando como un mirón desde un vestidor, o, para ser exactos, escuchando a escondidas desde un vestidor. Los sonidos no cesaban, oleada tras oleada, pero no le quedaba más remedio que oírlos.
Si lo intentaba ahora, quizá podría salir del dormitorio sin ser visto. Los amantes, entregados al éxtasis sexual, no prestarían atención, y la única luz del dormitorio procedía de una lamparita que parpadeaba débilmente en la oscuridad.
Chen, sin embargo, no se movió. Tal vez la pareja no tardara en dormirse, y sería menos arriesgado escabullirse entonces. Además, lo intrigaba la conversación que mantenían, entre gemidos y crujidos del colchón de madera.
– «Oh, oh, en la creciente oscuridad se alza un pino…» -cantó de repente el hombre con un sonoro falsete- «… recio, erecto…»
Chen no sabía ya qué pensar. Durante la cena, el comentario del hombre sobre el pescado podría haber sido un chiste más o menos ingenioso. En plena pasión sexual, no obstante, citaba de nuevo a Mao, lo que resultaba sumamente extraño…
Chen por fin cayó en la cuenta de que la voz con acento de Hunan imitaba a Mao.
¿Acaso aquel hombre interpretaba un papel, el papel de Mao?
Desde el momento en que entró en el piso, el hombre había hablado y actuado como Mao, de ahí sus comentarios en la mesa sobre lo beneficioso que era el tocino para el cerebro, o sobre el carácter revolucionario de la pimienta. Eran detalles extraídos de las biografías de Mao. Por no mencionar todas las citas del propio Mao, además del poema que le había escrito a su esposa, «Sobre la fotografía de la cueva encantada en las montañas Lu». El falso Mao debía de conocer la interpretación erótica del poema, y lo citaba en el mismo contexto.
El inspector jefe había leído algún libro acerca de las fantasías sexuales, pero lo que Jiao y su amante estaban interpretando en el dormitorio iba mucho más allá de cualquier fantasía. Era una interpretación minuciosa, pervertida, absurda.
De pronto, algo pareció ir mal en la cama.
Es una cueva encantada, nacida de la naturaleza.
Inefable, inefable…
«Mao» no acabó de recitar el último verso. ¿Había olvidado las palabras que faltaban durante su ascenso a las cumbres del éxtasis sexual?
En el silencio que se produjo a continuación, Chen escuchó a Jiao proferir un sonido apagado que duró dos o tres minutos antes de que la muchacha saltara exasperada:
– ¡Qué pino tan magnífico! Partido, sin savia, sin vida.
– Venga -repuso «Mao»-, he trabajado demasiado últimamente. Ya sabes que tengo muchas cosas entre manos.
– Sí, tienes muchas cosas en la cabeza, ya lo sé. Últimamente no eres el mismo.
– No te preocupes. «No importa cuán fuerte soplen los vientos y batan las olas, / estoy tranquilo, como el que pasea por un patio.»
– No lo cites constantemente. Estoy más que harta de todo esto. ¡Esta noche ni siquiera eres tan bueno como el viejo!
– ¿De qué viejo hablas?
– ¿Acaso no hablas de él, actúas como él y te haces pasar por él todo el tiempo?
Chen cayó en la cuenta de que algo estaba fallando en el dormitorio. «Mao» continuaba recitando el poema para excitarse sexualmente y así «dejarse llevar por las nubes y por la lluvia» junto a Jiao, pero no lo conseguía.
– Tomémonos un respiro -propuso «Mao»-. Necesito cerrar los ojos un momento.
– Ya te dije que no te apresuraras -replicó ella.
Otro breve silencio envolvió la habitación.
– Por cierto, ¿has visto a Chen últimamente? -preguntó «Mao» de pronto.
– Me han dicho que acaba de volver a Shanghai, pero no sé dónde ha estado. ¿Por qué?
– Esta tarde intentó hablar conmigo durante el cóctel.
– Tiene contactos en el mundo de los negocios. No te preocupes por él, ya te he dicho que es muy amable.
– Es muy amable contigo, por supuesto.
– Está escribiendo un libro sobre los años treinta, por eso me ha hecho algunas preguntas.
– Y por eso cenaste con él a la luz de las velas la otra noche.
– ¿Qué? ¿Cómo lo sabes?
– Y tú también eres muy amable con él -dijo «Mao» con tono sarcástico-. Es muy diferente a los demás, como tú misma has dicho. Tiene talento, y además puede permitirse invitarte a cenar en un restaurante caro.
– No, eso no es cierto. Sólo es un aspirante a escritor, te lo aseguro.
– No es en absoluto lo que afirma ser. Es alguien que podría tener contactos en las altas esferas. Me ha llegado un soplo acerca de él, y su aparición en el cóctel no fue ninguna coincidencia. Lo descubriré. Este maldito mono no se escapará de la palma de la mano de Buda.
El «mono» al que se refería «Mao» era el personaje de Viaje al Oeste. En el clásico chino, el mono intentaba desafiar el poder de Buda, quien convertía la palma de su mano en las montañas de cinco cumbres y aplastaba al mono bajo tierra. Sin embargo, durante el cóctel Chen no había hablado con ningún hombre que tuviera acento de Hunan.