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– ¿Por eso se marchó de repente de la ciudad? ¡Eres capaz de cualquier cosa!

– Sí, soy capaz de deshacerme de cualquiera que se me ponga por delante. Y ni se te ocurra pensar que alguien te ayudará a alejarte de mí. No hay nadie en este mundo capaz de ayudarte. Ni Chen, ni Xie ni Yang…

– ¿Yang? ¿Por qué mencionas a Yang?

Esa puta intentaba arrastrarte a otras fiestas, donde seguro que habrías conocido a otros hombres.

– ¿Qué? -Jiao se incorporó en la cama, que crujió y chirrió-. ¿Cómo has podido…?

– ¡Usa el cerebro, joder! -gruñó «Mao»-. ¿Quién más cuida de ti?

– Tú sólo te cuidas de ti mismo. Follas conmigo sólo porque Mao se follaba a mi abuela.

– Pero yo soy Mao, el hijo del cielo, y tú no puedes ser de nadie más. ¡De nadie más!

Chen estaba seguro de que el hombre tumbado en la cama estaba loco. No se limitaba a imitar a Mao, creía ser Mao.

– Pero Yang…

Jiao no pudo acabar la frase y comenzó a sollozar desconsoladamente.

– Preferiría defraudar a todos los habitantes del mundo antes de que ellos me defraudaran a mí. ¡Hacer la revolución no es como invitar a la gente a cenar, estúpida!

Chen reconoció la primera frase. Era una cita de Cao Cao, un estadista de la dinastía Han al que admiraba Mao. Y la segunda era una cita famosa del Libro rojo, una frase que los Guardias Rojos repetían mientras golpeaban a la gente y destrozaban sus posesiones a principios de la Revolución Cultural.

Por otro lado, el comentario del hombre también daba a entender que había matado a Yang porque, a su modo de ver, la muchacha se había convertido en una amenaza para él. Su asesinato, y el posterior abandono de su cadáver en el jardín de Xie, podría haber servido para acabar con el viejo -también una amenaza- de no haberle proporcionado Jiao inesperadamente una coartada.

– Eres un monstruo demente, matas como si arrancaras malas hierbas -gritó Jiao histérica.

– ¡Perra desagradecida!

El hombre la abofeteó con fuerza.

– ¡Hijo bastardo de Mao!

Su protesta dio paso a un sonido sordo: «Mao» debía de estar impidiendo que gritara. Por la noche, el alboroto procedente de la habitación de una joven soltera podría llamar la atención de los vecinos.

Chen se levantó de un salto y asió el borde de la puerta, pese a que aún no estaba seguro de cómo actuar. La violencia doméstica no era una de sus prioridades en aquellos momentos, y podría enterarse de muchas más cosas si Jiao y el hombre continuaban peleándose.

El inspector jefe tropezó con algo en el interior del vestidor y a punto estuvo de caerse. Era la escoba. Quedó paralizado al notar un bulto bajo el pie. Había algo duro entre las fibras de bonote de la escoba. Se agachó y lo examinó bajo el resplandor de la lucecita. La cabeza de la escoba parecía gastada, pero estaba atada con un cordel relativamente nuevo.

Tal vez, tras desatar las fibras de bonote, Jiao hubiera insertado algo en su interior y luego las hubiera vuelto a atar.

¿Qué había ocultado?

Chen palpó la cabeza de la escoba una vez más. Parecía algo de forma cuadrada. Quizá de papel. No una o dos hojas sino un montón, de menor tamaño que un folio. Quizás una libreta, salvo que, al tacto, no parecía una libreta de tapa dura.

Chen volvió a recordar lo que Diao le había contado acerca del equipo fotográfico de Shang y de su pasión por la fotografía. Tal vez en la cabeza de la escoba había fotografías de Shang y de Mao, posiblemente en sus momentos más íntimos, perdidos entre las nubes y la lluvia.

Chen comprendía ahora por qué estaba guardada la escoba en el vestidor. Jiao no quería dejarla en la cocina, donde la asistenta podría haberla usado como si fuera una escoba normal y corriente. En el vestidor estaba a salvo y, psicológicamente, a Jiao le parecía aceptable guardarla allí. Por eso no la había usado hacía un rato.

Además, la escoba explicaba el cuadro surrealista de Jiao. Quizás en su subconsciente imaginaba que se vengaba barriendo la Ciudad Prohibida. Las frases de Mao parecían, irónicamente, muy apropiadas en este contexto. La preocupación del Gobierno de Pekín no era infundada.

Chen sacó su navaja, dispuesto a abrir la cabeza de la escoba en el vestidor apenas iluminado.

Después de todo, realmente éste iba a ser un «caso Mao».

– El cabrón de Chen ataca en la oscuridad…

El inspector jefe quedó atónito al oír su nombre en el momento en que sostenía la navaja a escasos centímetros de la cabeza de la escoba. Lo cierto era que no había emprendido ninguna acción contra nadie a través de sus contactos en el Gobierno municipal. Se había limitado a presionar para que declararan la Mansión Xie patrimonio histórico de la ciudad. Pero tal vez alguien más estuviera vigilando a «Mao».

– Su desaparición no se debió a la advertencia de mis hermanitos. No sé qué estará tramando.

«Mao» era Mao, quien, obsesionado con la idea de que todo el mundo conspiraba contra él, mató a su sucesor elegido a dedo, Liu Shaoqi, y después al siguiente, Ling Biao, por no mencionar a miles de altos cargos del Partido que le habían sido leales.

– Y conoce de algo a ese poli hijo de puta que vino a mi despacho para pedirme información sobre ti. Pero me deshice de él.

El teniente Song quizás había descubierto el vínculo entre Jiao y «Mao». Cuando fue a hablar con «Mao», éste decidió que Song también suponía una amenaza.

– Sí, tienes que decirme que sí, ¡di que sí! -gritó «Mao».

La palabra «sí» resonó en el dormitorio.

Jiao no respondió.

Un silencio atronador envolvió a Chen. Cuando «Mao» interrumpió su monólogo, no volvió a oírse nada, salvo su fatigosa respiración.

Chen abrió la puerta un poco más y vio ante sí una escena abrumadora. «Mao» estaba sentado a horcajadas sobre el abdomen de Jiao, completamente desnudo y de espaldas a la puerta del vestidor. Con los músculos tensados al máximo y sin dejar de temblar, apartó la mano de la boca de Jiao, tras abandonar su empeño de impedir que gritara. Jiao yacía inmóvil, con las blancas piernas muy abiertas y el oscuro vello púbico a la vista.

Sólo había transcurrido una décima de segundo, el tiempo suficiente para que todos los detalles comenzaran a grabarse en la conciencia de Chen.

– Por ti -«Mao» dejó de usar repentinamente el acento de Hunan-. Lo hice todo por ti. Sin ti, sin…

Chen abrió la puerta del todo y se precipitó hacia delante, pero tropezó con la escoba que sobresalía del vestidor.

«Mao» se incorporó bruscamente y soltó a Jiao. Volviéndose, cogió algo a toda prisa de la mesita de noche y lo lanzó contra Chen, que logró esquivarlo. El objeto se estrelló contra la ventana y atravesó el cristal con un fuerte estrépito.

Chen quedó atónito al ver que «Mao» era Hua, el magnate inmobiliario con el que había conversado aquella misma tarde en el cóctel. Allí Hua había hablado con un fuerte acento de Pekín.

Mientras intentaba recuperar el equilibrio, Chen contraatacó arremetiendo contra Hua con la navaja que llevaba en la mano. Hua se apartó bruscamente y chocó contra la fotografía de Mao que colgaba sobre la cabecera de la cama.

Lo que sucedió a continuación parecía una escena absurda de una película de terror filmada a cámara lenta. Era como si la fotografía de Mao hubiera cobrado vida, gruñó, tembló y se estrelló contra la cabeza de Hua con todo el peso de su marco metálico.

– Mao…

Hua se tambaleó, miró a su alrededor sin dar crédito a lo que estaba sucediendo, cayó de espaldas sobre la cama y perdió el conocimiento.

Chen se acercó a toda prisa a la cama y apartó el cuerpo de Hua de encima del de Jiao. La muchacha yacía inerte sobre la sábana arrugada, con los brazos y las piernas muy abiertos y el cuerpo frío y espectral bajo la trémula luz del dormitorio. Chen le tocó el cuello. No había pulso.