Chen no había previsto aquella reacción. Creyó vislumbrar una puerta detrás del pergamino, pero no estaba seguro porque el salón estaba envuelto en la penumbra. Maldiciendo, salió en persecución de Hua, quien corría como una exhalación. Pero Hua tropezó de repente y se tambaleó profiriendo un grito estremecedor, tras pisar el recogedor lleno de trozos de vidrio que Jiao había dejado en el suelo.
Chen llegó hasta él de una zancada y lo golpeó con el canto de la mano. El golpe resonó en la cabeza de Hua, y se le reabrió la herida que le había hecho el retrato de Mao. Hua se desplomó sangrando y se golpeó la cabeza contra la esquina de la mesa del comedor. Miró hacia arriba, se estremeció violentamente como presa de una pesadilla y volvió a perder el conocimiento, sin dejar de proferir un sonido gutural.
– ¡Imbécil! -El Viejo Cazador corrió hacia el hombre inconsciente, le dobló hacia atrás los brazos y le puso las esposas-. ¿Y ahora qué, inspector jefe Chen? Los agentes de Seguridad Interna llegarán en cualquier momento. ¿Qué vamos a decirles?
– Interpretaremos nuestros papeles. Usted está jubilado, por supuesto, y casualmente patrullaba por la zona esta noche. Cuando oyó el ruido, subió rápidamente al piso de Jiao. Por supuesto, no sabe usted nada acerca del caso Mao…, acerca del caso.
Tal vez Seguridad Interna no se tragara esta versión, pero de algún modo era cierta. No podían controlar lo que hacía un poli jubilado.
Chen no estaba demasiado preocupado por lo que pudiera pasarle a él. Pekín le había dado libertad de acción. Gracias a haberlo grabado todo, y al testimonio del Viejo Cazador, podría inculpar a Hua por los asesinatos de Jiao, Yang y Song. Serían pruebas suficientes.
No le quedaba nada más por hacer, salvo entregar el pergamino de Mao a los altos cargos de Pekín. Y tampoco le sería difícil contar su versión de lo sucedido. Tal vez fuera necesario omitir algunos detalles, obviamente, pero lo mejor para él, y para todo el mundo, sería poner fin así al caso.
De este modo no podría considerarse un caso Mao.
Hua sería encerrado, convenientemente, como «chiflado». Dada la vinculación del asunto con la figura de Mao, nadie haría preguntas, y todo acabaría silenciándose. Lo presentarían como un caso más de asesinato, y quizá revelarían ciertos detalles, como el hecho de que Jiao fuera la mantenida secreta de Hua, su «pequeña concubina». Esta interpretación les parecería plausible a algunos, Jiao habría seguido los pasos de su abuela. De tal palo, tal astilla.
Semejante conclusión les parecería aceptable a los altos cargos del Partido, y no tendrían que seguir preocupándose por el material de Mao. Si Jiao había conservado algo, se había llevado el secreto a la tumba. Así acababa la historia de Shang.
Y también les parecería aceptable a los agentes de Seguridad Interna: vengaban a Song y ponían fin a la pesadilla que habían sufrido, aunque continuarían quejándose de Chen ante las autoridades de Pekín.
El inspector jefe Chen les había dado lo que se esperaba de éclass="underline" una lista de respuestas que satisfaría a los dirigentes del Partido.
Pero ¿qué había de la lista de respuestas que tenía que presentarse a sí mismo?
Angustiado, echó otra mirada al cuerpo que yacía sobre la cama.
Se había esforzado en hacer un buen trabajo para que Jiao no se viera envuelta en una tragedia como la de Shang. Pero ¿realmente había hecho cuanto estuvo en su mano por ayudarla? Tuvo que admitir que su responsabilidad como agente de la ley era lo primero para él. Como policía que trabajaba dentro del sistema, y para el sistema, intentó recuperar el material de Mao pese a todos sus recelos. Por consiguiente, mientras examinaba la escoba dejó de prestar atención a lo que sucedía en el dormitorio. Dos o tres minutos de negligencia que tuvieron consecuencias fatales.
– No cabe duda de que usted es un poli excepcional -musitó el Viejo Cazador, intentando consolar a un abatido Chen.
– Un poli excepcional -repitió Chen.
Le vino a la mente lo que le había dicho Ling en aquella habitación siheyuan, entre los recuerdos del molinillo naranja que giraba en la ventana de papel, de sus lecturas de Marea primaveral sentados en un banco verde en el parque Beihai, de la llamada telefónica que se desvanecía bajo las alas relucientes de las gaviotas blancas que sobrevolaban el parque Bund, mientras el agua besaba la orilla…
Por aquel motivo, por sus ansias de ser un poli excepcional, había abandonado, o perdido para siempre, tantas cosas… Era demasiado doloroso pensar en ello. Alicaído, volvió a entrar en el dormitorio.
Vio la escoba en el suelo, cerca del vestidor.
¿Qué iba a hacer con ella?
La inspeccionaría antes de entregársela a los altos cargos de Pekín. A ellos les correspondería decidir cómo actuar para no ir en contra de los intereses del Partido. Fuera la que fuese su decisión, le reconocerían el mérito y Chen tendría el ascenso garantizado.
Así, también se respetaría el principio de no juzgar a Mao por su vida personal, aunque, en lo que se refería a Mao, lo personal tal vez no fuera tan personal después de todo. T.S. Eliot vertió sus experiencias personales en un poema incluido en el manuscrito de La tierra baldía; en el caso de Mao, su vida personal constituyó un desastre para toda la nación.
¿Y cuáles eran los deseos de Jiao?
No tuvo que responder a esa pregunta. La respuesta saltaba a la vista en el cuadro de la bruja que sobrevolaba la Ciudad Prohibida montada en su escoba: «¡Hay que barrer todos los bichos!». Chen tenía la impresión de haberse convertido también él en un bicho, un bicho abrumado por la culpabilidad e incapaz de mirar a Jiao a los ojos, que continuaban abiertos.
Aún más alicaído, Chen se fijó en el trocito de cebolleta picada que había sobre el elegante empeine de Jiao, un detalle minúsculo que la volvía intensamente real, aunque él la hubiera perdido para siempre. Jiao había caminado descalza por la cocina hacía muy poco. Chen no llegó a conocerla bien. Tal vez Jiao hubiera tenido sus defectos, posiblemente era tan vanidosa, coqueta, vulnerable y materialista como muchas otras chicas de su edad, pero, al igual que ellas, tenía derecho a seguir viva.
Sin embargo, como les sucediera a su madre y a su abuela, Jiao había muerto bajo la larga sombra de Mao.
Ya que el inspector jefe no había sido capaz de protegerla en vida, al menos debía intentar hacer algo por ella después de su muerte.
Chen volvió a mirar la escoba caída junto al vestidor. Si la dejaba allí, la inspeccionarían cuidadosamente, formaba parte del escenario del crimen y descubrirían lo que se ocultaba en su interior.
El sonido de una sirena atravesó la noche. Chen sintió el impulso de hacer algo, algo que nunca hubiera hecho un poli excepcional.
– Cuando salí a toda prisa del vestidor, tropecé con esta escoba y se cayó al suelo -explicó Chen, agachándose para recoger la escoba-. Voy a ponerla donde estaba.
– Escúcheme -dijo el Viejo Cazador con expresión reflexiva-, no tiene por qué explicarles nada a los de Seguridad Interna. Entramos juntos en el piso. La brigada de seguridad del barrio me había dado antes la llave maestra. Ya sabe a qué me refiero, jefe.
Chen comprendió qué sugería. El Viejo Cazador creía que no le sería fácil explicar por qué se encontraba en el interior del vestidor, y por qué no fue capaz de impedir que Hua matara a Jiao. Sería mejor afirmar que había irrumpido en el piso junto al policía jubilado. Tal vez Hua contradijera esa versión, pero nadie prestaría demasiada atención a los desvaríos de un hombre trastornado.
Sin embargo, era innegable que Chen había estado en el vestidor, y que, de no ser por su afán de recuperar el material de Mao, podría haberle salvado la vida a Jiao.