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Hacia media tarde, cuando el islote y los disparos ya no existen, pueden no haber sucedido, el agente de turismo se trenza sordamente con Rosales -¿cuántos verdes te dieron, hijo de puta?- hay forcejeos y negociación, consigue sacar a sus clientes a respirar a cubierta, persuadidos de normalidad.

El marinero Sagasti aprovecha y también sale apurado al pasillo pero no alcanza a llegar al baño. Un gesto oficial lo devuelve a la cocina sin atenuantes ni explicaciones.

Entonces elige un rincón, mea dentro de una olla y tira todo por el ojo de buey. Después mira: nada, sólo el mar.

Mientras friega escrupulosamente el aluminio piensa que jamás volverá a ver una nuca como ésa y que nunca ha pelado tantas papas inútiles. Seguro que no.

La cena se ha retrasado definitivamente. El cabo cocinero correntino Coyo Velarde, treinta años, veterano de Goose Creen y reenganchado mercante, no tiene apuro. Un extraño brillo le ilumina los ojos, habla sin oírse, hace un día entero que murmura para sí. De pronto mira al vacío entre vapores y ante los ojos muy abiertos y las papas recién peladas por el pendejísimo marinero Sagasti dice:

– Arma de guerra, era…

– ¿Qué cosa?

– Reconocí el sonido: era un fusil de aquellos. Cómo me voy a olvidar… -y levanta el cucharón cargado de caldo, lo prueba con los ojos cerrados-. Son sobrevivientes, pibe.

– ¿Qué sobrevivientes?

– Como los japoneses -dice bajito, confidencial.

– Ah.

El marinero Sagasti asiente y calla. El cuchillero Velarde delira y hay que dejarlo.

– Dicen que algunos soldados japoneses no se enteraron nunca de la rendición y se quedaron años y años después de la guerra, esperando, pelando solos en algunas islitas…

– Ah.

– Las cuentas del "Belgrano" nunca dieron bien. Demasiados desaparecidos -Velarde le apunta con el cucharón-. Son ellos, pibe.

Y hace un gesto de esperanzado desaliento.

El marinero Sagasti no dice nada. Sabe que Velarde está loco, un loco de la guerra que repite:

– Son ellos, pibe.

Sagasti arroja las papas a la olla y las mira hundirse una a una en el agua salada y caliente.

– Seguro- dice.

PINCHAME

– Juan y Pinchame fueron al río

Juan se ahogó ¿Quién quedó?

– Pinchame.

– Ay

Juan y Pinchame, muy pendejos, fueron al río. Aquel domingo en el balneario La Balandra Juan había conseguido a fuerza de labia y facha adolescente el concurso de dos minitas quilmeñas, gritonas y asustadizas, que intentaría arrastrar, en algún momento de la tarde, hacia los yuyos adyacentes al kiosco de panchos y cocas tibias. Su amigo Beto Pinchame contrapesaba esfuerzos con una timidez cercana al pánico, granitos muy manoseados, una espalda pura vértebra, blancura y silencio; el cigarrillo como única erección posible.

A las cinco en punto y con el toro sin matar, Juan se jugó en la ostentosa, largó la toallita al cuello, desdeñó las patas de rana y confiado en su minuto y monedas para los cien libres en la pileta de Independiente enfrentó las aguas de El Más Ancho del Mundo como si quisiera cuerear su piel de león, hacerse una pilcha a lo Tarzán después de cruzarlo ida y vuelta por lo menos. Buscaba algo con qué deslumbrar -desvirgar acaso- a una o a las dos asustadizas.

– ¿Venís, Beto?

– No, me quedo -dijo Pinchame inaugurando un gesto, una estrategia ante el agua y frente a la vida.

Y Juan se fue río adentro y Beto se quedó río afuera hasta que atardecía sin noticias. Sólo Crónica, al otro día, explicó que Juan se ahogó y quedó Pinchame. Quedó y se quedó con una de las minitas: Susana, la gordita.

Tienen dos nenas y viven en Belgrano R.

Ay.

Juan y Pinchame, jóvenes y futboleros, fueron a la cancha. Juan se envolvía en la bandera, colgado de la popular. Beto tenía un escudo reversible, una platea alta, un prismático fiel. Cuando las mangueras regaban el calor popular y las puteadas, Juan sudaba los peldaños, se vertía a gotas, a chorros. Pinchame se puso las galochas para no pisar el pis que desbordaba, imprevisible como todos los desbordes. Hasta que un día Juan se puso el gorro de colores y se subió a un camión seguidor hasta Córdoba o Calcuta, algún lugar o confín de visitante:

– ¿Venís, Beto?

– No. Yo me quedo -dijo Pinchame que siempre prefería ser local, tener local y ser localizado.

De más está decir que Juan cayó en su puesto de grito con infarto y afonía de consonantes duras. Beto Pinchame es vocal de la comisión directiva saliente, a la que infructuosamente seguirán investigando.

Ay.

Juan y Pinchame, estudiantes, fueron a la Facultad. Compartían las bolillas, las trasnoches junto al libraco, el café, las aulas magnas y las magnas asambleas, se llamaban compañeros. Un día, un año, Juan escuchó el canto de las sirenas y las consignas y salió a la calle; cuando Beto escuchaba el vibrato de las sirenas policiales se metía en el bar, en el libro de cabeza, bajo fuego y bajo tierra… Una vez Juan se pudrió de todo y llevaba un bolso pesado, estaba de pie, se iba:

– ¿Vamos, Beto?

– No. Yo me quedo -dijo Pinchame y estaban firmándole el diploma y la plomada, ponía un estudio para el que había estudiado. Lo tenía todo estudiado, en realidad. Y Juan se fue esfumando, hasta desaparecer desaparecido y Pinchame iba apareciendo hasta aparecer: en las fotos, junto a; en los directorios, al lado de; en las encuestas, antes que. Hoy lo consultan en una consultora, pronostica catástrofes desde la vereda de enfrente, viaja sentado y siempre cae parado.

Ay.

Juan y Pinchame, grandes amigos de chicos, fueron ayer al banco, sobre la guillotina de las quince. Juan iba a cobrar una jubilación que jubilaba poco: apenas para la cuenta del teléfono; Beto sacaba euros, libras, extraía valores de un saque y sin anestesia, conejos que parecían haberse reproducido en su ausencia. Al salir, le vio el gesto, la saliva dificultosa:

– ¿Qué te pasa, Juan?

– Simple: me ahogo -y se señaló la garganta, el puto banco, el país, ese mismo cuento de Juan y Pinchame en su último avatar.

Beto sonrió comprensivo y le mostró pasajes para lejos, definitivos, sin escala y sin regreso.

– ¿Venís, Juan?

– No, me quedo -dijo Juan.

Ay.

Tres noticias

EL VEINTISÉIS

French y Beruti repartieron cintas entre los

patriotas que estaban en la Plaza.

DE LA HISTORIA ARGENTINA

A la mañana siguiente, con todo lo que había llovido durante la gloriosa jornada, en el camino a la casa del compañero, French se embarró bastante los zapatos de repujado cuero pampeano y se salpicó un poco las blancas calzas a la moda y de contrabando, saltando los charcos y la bosta de caballo, gambeteando las huellas dejadas por las altas ruedas de los carros en las calles enfangadas.

En el patio y bajo la parra, Beruti tornaba mate con bombilla de plata virreinal cebado por criolla de trenzas nacionales. Intercambiaron abrazos patrióticos y novedades novísimas de las internas de la Junta. Hablaron un poco de la Patria naciente y bastante más de las jóvenes damas que habían ido a la Plaza, más precisamente de los hombros de Felicitas, de los ojos de Remedios, de los pechos de Mariquita.

– Me preguntó si tenía cintas de otro color porque no le combinaban con el vestido… -dijo Beruti divertido.

– De eso te quería hablar -y ahí resopló French-. ¿Vos las pagaste?