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– ¿Las cintas? ¿No eran una donación del tendero?

– En principio sí.

– Que no joda entonces. ¿Somos patriotas o no somos patriotas?

French asintió pero volvió sobre el tema:

– Hoy temprano me vino a cobrar: setenta metros de blanca y cuarenta y cinco de celeste. Dice que vos le dijiste…

– ¡Qué ladrón! ¿Cuántos metros tiene cada rollo de ésos?

– No sé. Depende. La blanca es de acá, y la celeste es importada… -precisó French-. Pero no es eso: ahora dice que le dijeron que hubo tipos en la Plaza que las vendían.

Beruti no pudo dejar de sonreír.

– Seguro… -dijo-. ¡Qué hijos de puta!

– ¿Quiénes?

Beruti no contestó directamente:

– A la mañana no las quería nadie, ¿te acordás? Te mezquinaban la solapa… y a la tardecita me corrían para pedirme, a ver si me quedaba alguna.

– Yo vi a un par de mulatos del Alto y a unos chiquilines que al mediodía las recogían del suelo, todas sucias -recordó French-. Por ahí las lavaron y fueron ellos los que las vendieron a la tarde.

– ¡Qué hijos de puta!

– ¿Quiénes?

Otra vez, Beruti no contestó directamente:

– Esto así no va a andar -dijo dándole una larga chupada al mate-. ¿Cuánto nos quiere cobrar?

Por toda respuesta, French le alcanzó la factura doblada en cuatro y escrita con tinta azul. Beruti la desplegó, frunció el entrecejo, meneó la cabeza.

– Es un fangote. Y el rollo de la celeste que pone acá estaba empezado.

– Y dice que no nos está cobrando los alfileres… Los amigos quedaron un momento en silencio.

– ¿Qué le digo? -dijo French.

– Nada, que espere. Yo no pienso pagar, no corresponde. Que le cobre al Cabildo, o mejor, a la Junta.

– ¿A quién?

– No sé quién va a manejar Hacienda -dijo Beruti plegando el papel.

French suspiró, se volvió a guardar la factura en el bolsillo del chaleco bordado a la moda de Francia.

– Creo que esto así no va andar -dijo ahora él, al cabo de un momento.

– Viva la Patria -dijo Beruti con una sonrisa un poco triste.

– Viva.

Y el mate ya estaba frío.

LA BANDERA ALMIDONADA

En el día de ayer, por primera

vez el hombre pisó la Luna.

Los astronautas Armstrong y

Aldrin descendieron en el módulo lunar

mientras el otro tripulante, Michael Collins,

permanecía en el módulo de mando,

circunvolando el satélite.

DE LOS DIARIOS DEL 21 DE JULIO DE 1969

Tras siete horas en el living frente al televisor, la platea hogareña en un principio completa, con parientes y vecinos saturando los sillones y las sillas traídas desde la cocina y el parque junto a la piscina, se había despoblado. Mientras las imágenes seguían llegando tan nítidas y desde tan lejos, su poder de convocatoria se diluía y la novedad, aunque pareciera increíble, ya no lo era.

La señora Collins apartó por un momento los ojos de la fatigada pantalla y miró a su alrededor.

La tía Mockie se había dormido en la mecedora de primera fila, con su ridícula banderita aún erguida entre manos. Los dos primos de Michael, que habían viajado especialmente para compartir el histórico momento familiar, estaban a la altura de la cuarta cerveza y -desentendidos del suceso ocasional que los había convocado- volvían a sus verdaderos, únicos intereses: las finales de las Ligas Mayores de Béisbol. A través de la gran puerta corrediza abierta al parque llegaba, junto con la tibia brisa de la noche que agitaba levemente las cortinas y la banderita de la tía, la charla interminable de Sandy y sus amigas. En algún momento de histeria o ambigua lucidez las adolescentes habían optado por la redundante luna que seguía ahí, distante, colgada sobre los pinos, en lugar de los primeros planos obscenos de la televisión.

El inquieto Jimmy había sido de los primeros en desertar. Aguantó apenas hasta un poco más allá del cierre de la escotilla a espaldas de Aldrin. Sólo los largos saltos aparatosos con sus segundos de suspensión, que causaron el asombro y las exclamaciones de la mayoría, le habían provocado algún comentario:

– Payasos… -murmuró resentido.

La señora Collins sólo atinó a apretar la mano de su hijo mayor a modo de equívoco consuelo, y cuando al rato lo vio salir taciturno y fuera de hora con la bicicleta ni siquiera le recordó que era tarde para andar por la calle.

Era un día tan especial.

Para ratificarlo, ahora, por enésima vez las imágenes reiteraban el momento en que el muñeco blanco, lento y globoso estiraba su histórico pie desde el último peldaño de la escalerita y tanteaba el aire hasta llegar a apoyarse en cámara lenta sobre la espolvoreada superficie.

– Ya volvemos con más Apolo XI -dijo el locutor sobre la imagen congelada.

Cuando la transmisión pasó al centro de la misión Apolo en Cabo Kennedy con su sonriente colección de técnicos en mangas de camisa la señora Collins bajó el volumen al mínimo, desplazó la rubia cabecita del pequeño Mike que dormía apoyado en su hombro, lo estiró más cómodo sobre los almohadones y se levantó del sillón.

Recogió las cocacolas tibias y los desfondados cartuchos de palomitas de maíz abandonados sobre la mesa baja y fue a la cocina.

Encontró la heladera previsiblemente devastada y la botella de whisky vacía en el cubo de la basura. Sin duda que para la tía Mockie también había sido un día especial. Lástima que en la mañana recordaría poco.

Conectó la cafetera eléctrica, puso los vasos bajo el grifo de agua caliente pero enseguida debió agregarle fría. Hacía calor y había un levísimo zumbido en el aire. Los insectos, muchos insectos, giraban en torno a la lámpara.

– No hay insectos en la Luna -había dicho Michael-. Y no sólo eso: no hay atmósfera, no hay vientos…

– Para qué van entonces, si no hay nada -había dicho Jimmy con lógica implacable.

Estaban en esa misma cocina hacía meses, siglos atrás.

– Vamos… para ir -contestó Michael y se empinó el café-. Y porque no ha ido nadie.

El pequeño Mike manifestó su disconformidad derribando el cereaclass="underline" en sus programas favoritos había pocas cosas más pobladas y transitable s que la luna. Y no hubo forma de explicarle la importancia de Apolo XI ni durante ese desayuno ni never more.

Con Jimmy el problema había sido y era otro.

La señora Collins se sirvió el café antes de que se calentara demasiado. Miró la hora, insólita para que su hijo anduviera todavía en la calle. Qué hora sería allá arriba. Era absurdo pensar que estaba más preocupada por el regreso de su hijo que por el de su marido.

– ¿Y el tiempo? -había dicho ella cuando todo se supo, se distribuyeron los amargos papeles.

– Es relativo, porque no tendré referencias, o tendré otras. Muchos días lunares cortos y acelerados…

“El coronel Coffins va a tener el privilegio de circunvolar la Luna en solitario durante más tiempo que ningún otro hombre en la historia”, había dicho precisamente el expositor de la NASA mientras describía, para toda la nación y con la ayuda de un puntero, el esquema móvil y colorido de los vehículos que se parían unos a otros y se acoplaban y desacoplaban al vacío en una casi pornográfica clase de educación espacial.

– No deja de ser un privilegio, querido -dijo la señora Collins.

El coronel Collins apagó bruscamente el televisor ubicado a los pies de la cama y se sirvió un whisky doble de la misma botella que recién ahora, casi un mes después, acababa de desagotar la tía Mockie.

Aquella noche de domingo -la última antes de partir hacia Cabo Kennedy- habían hecho el amor y después, desvelados, vieron por tercera o cuarta vez Trapeze, un melodrama en cinemascope al que la televisión le quedaba chica, con la insoportable Lollobrigida que hacía caritas mientras Burt Lancaster y Tony Curtis iban y venían por el aire de trapecio en trapecio hasta que pasaba lo que pasa en las películas de circo. La señora de Collins lo sabía pero igual siempre lloraba.