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A él, esa vez la película lo puso de pésimo humor:

– La gente mira al que hace las volteretas y no al que aguanta -dijo como para sí-: ¿Lancaster o Curtis? Con quién se queda esa…

– ¿Qué? -dijo ella.

– Nada. Te amo -dijo el coronel.

– Fly me to the Moon -dijo ella.

– O cerca.

– Tonto.

Los dos habían tomado demasiado whisky. Intentaron hacer el amor otra vez pero se durmieron hasta que el despertador militar -eran las cinco- le sacó al marido astronauta primero de la cama y de la casa y después de la Tierra y adyacencias.

Hubo un ruido en la puerta de la cocina.

La señora Collins, con la taza de café en suspenso, esperó que Jimmy entrara con la bicicleta y se secara, cabizbajo, las lágrimas con la manga de la campera de jean para preguntar:

– ¿Qué pasó?

Jimmy levantó la cabeza y entonces su madre vio el magullón en la ceja, la nariz enrojecida, las secuelas de una trifulca de algún modo anunciada:

– Dick y Fatty dicen que papá no fue a la Luna.

– Papá fue a la Luna, Jimmy. Lo viste, todos lo vieron.

– Dicen que es un chofer de bus… -Jimmy sollozó-. ¿Por qué no bajó él? ¿Cuándo va a bajar él?

– Mañana, tal vez -mintió la señora de Collins. Abrazó a su hijo, lo sujetó contra su pecho. Volvieron al living. Sandy estaba sentada con el pequeño Mike, que saludaba a la pantalla en la que, una vez más, Aldrin se dejaba fotografiar, levantaba el brazo para Armstrong y el mundo.

– Papá -dijo Mike.

– ¡Sandy! ¡No hagas eso! -gritó Jimmy.

Su hermana se volvió con gesto de desagrado:

– ¿Qué le pasa a este idiota, mamá?

– Papá -ratificó el más pequeño de los Collins.

– No es papá, Mike… Ése no es papá -y Jimmy se plantó frente al televisor.

Mike frunció el entrecejo y echó hacia adelante el labio inferior.

– ¡Mamá! Este idiota lo va a hacer llorar… -gritó Sandy.

Y Mike lloró.

El alboroto despertó a la tía Mockie, que con un cabezazo retornó la transmisión en el punto en que la había dejado, horas atrás. Vio al muñeco blanco contra el fondo gris de la planicie lunar, contra el cielo negro y vacío, oyó el silencio espacial con rumores arratonados y descubrió, a un costado, la rígida bandera condenada al más espantoso abandono. En un rato se iban y la dejaban sola.

– Esa bandera, que no se mueve… -dijo Mockie agitando la suya, señalando con ella.

– No hay viento en la Luna, tía -dijo la señora Collins mientras la guerra fratricida se desencadenaba en el sillón-. Le han puesto una guía, un palito para que quede extendida, para que se vea.

– Es ridículo -dijo la tía después de un momento-. Un palito… Con los millones de dólares que les sacan a los contribuyentes… Deberían haberla almidonado. Yo le dije a Michael que en este viaje estaba todo mal organizado.

La señora Collins asintió en silencio.

LENGUA LARGA

La postrera burla del ahorcado

sacar la lengua larga y de costado

VILLON

El cuerpo de Marcelo Cattaneo -hermano del

funcionario Juan Carlos Cattaneo,

involucrado como él en el caso de las coimas

pagadas por el Banco Nación a la empresa

IBM durante el gobierno de Carlos Menem-

apareció colgado de una antena colocada sobre

un refugio abandonado, en un terreno baldío

junto al río, a los fondos de la Ciudad

Universitaria de Buenos Aires, en las primeras

horas de la mañana del domingo 4 de octubre

de 1998. El cadáver tenía un recorte

periodístico del diario La Nación, referido a

su participación en el escándalo, dentro de la

boca. El caso nunca fue resuelto, aunque se

supone la hipótesis del suicidio inducido.

DE LOS DIARIOS DE LA ÉPOCA

El muerto

Buenas noches, yo sería, vendría a ser el cadáver mío, no de él. Porque están, estaríamos, él y yo, y yo sería el o lo que va a ser mi cadáver, es decir: el cadáver del hermano. No el hermano sino lo que queda o quede de él. Y no hablo. Parece, pero no hablo ya más. Después sí. Lengua larga y secreta, subtitulada. Hablaré, claro que hablaré muy raro, dejaré dicho y escrito pero no sabría decir para quién ni qué. Algo que solemos hacer los cadáveres o los futuros cadáveres laterales, los cadáveres de los hermanos. La noche es larga y moriré, soy o seré cadáver en algún momento que tal vez ya ha sido. Tal vez todavía no esté donde apareceré, pero seguro que no ando por donde solía ni acaso esté vestido ya como me vestía. La muerte pone condiciones como una cita de rara etiqueta: el cadáver se presentará en otra parte con algo rojo, algo nuevo, algo prestado, algo roto, algo más y algo menos. El cadáver se presentará callado y muerto, misterioso. Aparecerá. Un cadáver suele aparecer. Para eso se exige que se desaparezca primero. Yo he desaparecido. Bah, no, no he desaparecido. No soy visto, visible donde solía. El lugar en mi cama lo ocupa el insomnio de mi mujer, pero no tengo lugar en el insomnio de mi hermano. Buenas noches. Buenas noches, señores, buenas noches. Ustedes pueden ir y venir por la noche, yo me quedo. Ya no soy lo que era. Un cadáver es lo que será. Todo dicho, todo por decir.

Un vivo

Que no se diga, pero en un lugar de tu cuerpo de cuyo nombre no quiero acordarme hubo esa noche una señal, un guiño intuido apenas de soslayo tras/debajo/entre la pollerita cortona. Clic y chau. Fuiste. Quién lo hubiera dicho en una rara cena de extraviados, entreverados universitarios en que la ministra Decibe era todo lo decible. Pretextos de la desatada política y la postergada salida del Día de la Primavera nos barrieron de las aulas esa noche. La agrupación agrupa transversal a docentes y alumnos, unidos y adelante. Juntar unos mangos uno dijo/dijeron los organizantes, moverse un poco, buenas minas, pendejada. Quién me arrastró ese sábado a los confines de mis hábitos, a los extremos de la larga mesa en que me esperabas detrás del pollo y el vino blanco. Y fue casi sin esgrima ni presentaciones. Nos habían tirado como dados a ver dónde caíamos para que nos mezcláramos y al rato, al mucho rato, a los flanes casi, y con la música creciente, sofocada de política gremial, emparedada por un par de salames de Derecho te vi levantarte con cualquier pretexto de mina, echarme una mirada cortita -el famoso cross a la mandíbula- no de auxilio ni de complicidad, apenas de reconocimiento a mis calados, reiterados fervores: había una ansiedad, una levísima tensión, como si buscaras fuego o mejor como si anduvieras buscando dónde dejar la ceniza. Pero no fumabas. Ahí fue el clic proceloso que me puso entonces -esa noche inolvidable, inevitable de baile y alevosa primavera- en tu órbita como si fuera un satélite genuino, no artificial, vetusto e inexperto a la vez y condenado a circundarte de ahí en más, pedazo de atorranta. Y lo que es peor sin saber, a mis años, un soto de astronomía, flotando como un gil, boludazo a la intemperie de tus calores, de tu transpirada inspiración de elegirme tan tarde y tan temprano. Porque no eran todavía ni la una y yo ya no sabía por qué estaba ahí y giraba al compás de Los Caballeros de la Quema o Vilma Palma, iba y venía de la improvisada barra cervecera a tu cintura, órbita irregular en forma de huso con apogeo en los alrededores de tus tetas y perigeo cuando te miraba entera; te veía en realidad de a pedazos -por cuartos: delanteros, traseros- en medio del baile desordenado en el que te desordenabas por partes armónicas. Esas explicaciones, esas descripciones, esa terminología me la diste vos, claro. Que para eso eras -supe/me comentaron- de Ciencias Exactas, profesorado de Física (de físico pensé o dije con ese lomazo) sabías y tenías todos los números, sabías todo lo que hay que saber para no equivocarse en las cuentas y en los cálculos: esa noche, por elección o descarte, me apuntaste entre ceja y ceja y paf. Quedé ahí. Ahí quiere decir pegado. Me arrinconaste espiritual, literalmente sin rincones a la vista después del clic, me dejaste sin aliento y sin salida segundos después del clic que me produjo aquel lugar de tu cuerpo de cuyo nombre no quiero acordarme. Solté la lengua como antes bajé la mirada y la guardia y oíme, oíme ahora, oh nabo viejo, en un levísimo resuello antes de que arrancara Matador: Hacía mucho que no lo pasaba tan bien, dije sin pudores y agregué: a veces los intelectuales nos olvidamos del cuerpo. Oh, pecador, estaba dicho. Me esperaste que volviera de la vuelta que dibujaba el matadoooor, matadoooor y oíte, oíte ahora y entonces, lengua larga, dulce yegua, clarito para mí, en leve pausa dejando caer, como piedras pesadas en el agua del río que se achanchaba aplastado de luna tras los cristales, las cinco palabras: los intelectuales son todos pajeros. Eso. Ésa era una chica de Exactas, precisa y casi casi sin margen de error.