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Peces

A las dos de la mañana del domingo 4 de octubre la primavera primerea indócil sobre Buenos Aires. Aunque falta para el alba y para que se desvele un cielo velado de nubes cargadoras de tormenta, hay movimiento. Ya andan por ahí los peregrinos a Luján, los diarieros, los pescadores, los solos, los asesinos, los suicidas, todos los despiertos porque madrugan o porque no se acostaron porque no hay nada que dormir ni nada bueno que soñar. La luz va a venir del río pero todavía falta. Para lo que hay que ver… La ribera del Río de la Plata en esa zona norte de la ciudad es un lugar desolado por desprolijo, como si estuviera mal terminado. Es el rincón que da a los fondos de la Ciudad Universitaria, donde la General Paz dobla por no embarrarse en los bajos llenos de basura, por no joderle la vida o mezclarse en la vida de los que sobreviven en el borde del mapa, pegados pero tan lejos de la ciudad.

Por ahí o hacia ahí va el veterano, bordeando la Costanera, lento y parejo el pedaleo. La bici con un farolito a dínamo, de los de antes, la radio con walkman, regalo del mayor, en la que ha escuchado el partido y que ahora tiene clavada en FM Tango; el veterano va, el cajoncito con los aparejos atado al portaequipaje con un pedazo de cable, la caña sujeta a lo largo de la bici, como caballero, lanza en ristre. La mochila de una ridícula Barbie que su hija más chica abandonó casi nueva por otra de las Spice Girls le golpetea con pava, yerba, bombilla y mate, el sol de noche en los riñones. El río a la derecha es sombra entre sombras bajo un cielo nublado. Del otro lado, los aviones iluminados decoran el Aeroparque, quietitos como sobre una repisa. De vez en cuando hay uno por el aire que pone ruido, da la vuelta, gira por encima de los árboles y se viene buscando pista. A las dos de la mañana, los raleados restoranes de la costanera norte están casi todos cerrados. Pero en uno de los últimos, ya cerca de la curva que da a la Ciudad Universitaria, hay media docena de autos, quilombo de música, gente que baila después de correr las mesas. El veterano no cambiaría A la gran muñeca por D'Arienzo, que le aprieta las orejas, por los supuestos ritmos saltarines que movilizan a esos giles. No cambiaría su madrugada en soledad frente al río con la línea echada como un cable para escuchar la noche por nada del mundo. No cambiaría. Y el veterano cambia de ritmo, de pedaleo, acelera apenas al salir del asfalto, agarra por el caminito de tierra de siempre, de todas las madrugadas de fin de semana, se interna en la oscuridad que da a más oscuridad entre los árboles y más allá al río que es sólo un olor que -es su orgullo- es sólo de él solo. Y aspira como para ratificado mientras el farolito se entrecorta, sube y baja el chorro de luz con el tembleque de la marcha entre cascotes.

Una viva

– Ni exactas ni naturales -dirá días después Sofía, que sabe o parece-. No se puede describir en esos términos. Las cosas pasan.

– Pero para algo uno estudia estas cosas -dirá ella.

– La casualidad… Justo ahí? ¿Viste algo?

– Bajito, lengua larga -se asustará ella pero ratificando-. Justo ahí: ya estaba en el diario al otro día.

Ahí, justo ahí será ahí abajo, dos cuadras más allá apenas, si se pudiera calcular en cuadras entre caminos de tierra y árboles más verdes cada hora al sol. Justo ahí, en la construcción precaria y semidestruida que estará todavía en la tapa de los diarios, con ese pedazo de torre pintada de rojo y la cinta ya laxa, sin tensión, repisada, que en su momento habrá circunscripto la policía, un corralito tardío para que no entrara nadie adonde, de donde ya nadie podía salir. Vista desde ahí, desde la ventana del cuarto piso del ángulo sudeste del Pabellón II, esa punta abandonada de tierra desordenada y sucia, entreverada de basuras, de botellas de plástico, de cartones, de latas dejadas/juntadas por los cirujas, de forros, de desechos de autos abandonados, de fierros. Visto desde ahí, ese ominoso basural será una postal. Con pescadores en el inundado muellecito, incluso. Para la postal habría que sacar el auto pensará ella, recordará ella:

– Donde está el auto ese ahora, un poco más allá… -precisará ella-. Bajamos así… -y pondrá la mano horizontal en el aire del mediodía- y fuimos por el borde, las luces del auto iluminaban, nos iluminaban de atrás, sombras largas, largas. Y de acá no se ve -dirá ella no viendo desde ahí-. De acá no se ve pero la casita, la pieza esa da para el río.

– La pieza, la pieza dijiste -dirá Sofía, sabia Sofía.

– ¿Dije? El boludazo también decía que dije pajeros pero no dije y lo dejé ahí. Dejé que creyera que dije. Le gustó. ¿Viste cuando un tipo está regalado, recién pateado, recién bañado, esos momentos de regalo…? Bueno: así, ese versero no pajero estaba para el cachetazo. Versero, le dije, decime un verso.

– ¿A la luz de los focos?

– No, antes: allá, me dijo el verso allá, en el restorán… -dirá ella.

Y pondrá con un gesto amplio toda la escenografía que cabe en la panorámica desde ese cuarto piso del Pabellón II de Ciudad Universitaria, Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, hará entrar por derecha de la imagen el restarán donde bailaron con las mesas corridas, se corrieron entre las mesas.

– ¿Lo volviste a ver?

– Quedamos hasta el próximo crimen -dirá formal.

– ¿En serio?

– Nada es serio. Ni exacto ni natural, como vos decís.

Y se reirá mal, se apartará de la ventana.

Será la primera vez y la única vez que ella hablará con Sofía del asunto. Sofía no conseguirá que ella vuelva sobre eso, vuelva a la pieza vuelta al río esa noche. Ella preferirá volverse al pizarrón verde mientras la comisión de mediodía vuelve a clase, a los binomios, derivadas, álgebra, exactas paralelas que se juntan se juntaban se juntarán se juntarían en el infinito.

– Señorita, esto es suyo. Lo perdió hace unos días. Parado en la puerta del aula, no será un alumno de la comisión, no será un alumno, no será algo que ella o alguien que ella podrá recordar o reconocer. Tocará y se irá.