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– Ya sé que había luna ahí también pero quería decir vamos a la orilla del río… Y ahora viene lo que te quería decir.

– No, no es eso: sí que lo hicimos, eso sí… Pero no es eso lo que…

– ¿Cómo que ya es la hora, Carla? ¿Qué hora es?

– No lo puedo dejar para la próxima, Carla.

– ¿Sabés dónde terminamos? Ahí, ahí, justo ahí…

– Dejame que te lo diga: donde apareció el…

– Está bien: conste que me echaste. Nunca me había pasado que…

Puerta y fuera. Nunca le habrá pasado tampoco a la licenciada Carla que no supiera, no debiera, intuyera que no quería y que no querrá enterarse, no saber nada de nada.

El vivo, finalmente

Si nos bajamos, si nos bajamos del auto, digo, con lo bien que estábamos en el renodoce después de los cabeceos entre la tierra para conseguir semejante platea solitaria frente al río fue para encontrar con qué abrir las cervezas y la idea fue tuya, atorranta. De pronto ya no estabas ahí a mano, te movías en la noche y entre las luces de los faros como en una pasarela, como si hubieras encontrado tu hábitat, animal; como si te hubieras preparado sólo para ese momento y ese lugar sagrado donde no pasaba nadie, donde pasaría tanta gente. Poné las altas, dijiste para que te iluminara el camino a las ruinas, al refugio. Para que te iluminara a vos, una liebre con las orejitas paradas en medio del camino, mueve el hocico, saluda, echa a correr. Y detrás de las luces fui yo también, claro. La puerta hizo crac al cerrar, y me acuerdo porque sonó muy fuerte en la noche, como las voces con semejante espacio de silencio alrededor. El rumor de los pies sobre la tierra, las ramitas quebradas, tal vez ponga grillos que no había. Te empinaste: Allá, debajo de esas lucecitas rojas, doy clase yo, y señalabas detrás de los árboles, tierra adentro, el bloque más oscuro que las nubes de los edificios donde desculabas algebritas incomprensibles con esa misma voz. Ahí te besé en el cuello y trastabillamos; nos detuvo la pared. Abrila. La abrí, un cowboy no lo habría hecho mejor, de un golpe contra el filo de fierro oxidado. Los tragos y los forcejeos con la ropa nos ocuparan las manos pero recuerdo el ruido opaco de la botella al caer, la sensación blanda previa mientras nos deslizábamos al suelo. Vamos al auto, dije o dijiste; no, acá, dijo el otro. Y quedé arriba, eso sí, pero sentí sin sorpresa, con halago, cómo me usabas, violante algebrita, me besabas con furia, me empujabas la cabeza, me orientabas, te aflojabas, extendías los brazos para atrás. Lo último que vi, creo, fue que te faltaba un premolar superior, a la izquierda de tu boca vista desde abajo. Y no vi más. La oscuridad borró todo. Se acabó la batería, llegué a pensar o dije. Hay unos tipos, dijiste vos. Puedo recordar que en ese instante, cuando otras luces más potentes y móviles nos rociaban, nos recorrían como brochazos de pintura brillante, pensé me ven el culo blanco, lo primero que me ven es el culo blanco. Y me volví. Seguí, lengua larga, seguí, dijo la voz detrás de la linterna. Y enseguida el primer golpe.

Sin levantar la cabeza, callados, entorpecidos, maltratados entre risotadas y pares de patadas en los tobillos, culatazos, toquecitos de orto, toquecitos de luz ante los ojos, humillados, nos volvimos. No los queremos ver más por acá. La próxima vez te cortamos los huevos. Y vos zafaste: no tenemos tiempo para romperte el culo, pendeja. Aliviados nos volvimos al auto, nos metieron en el auto. Nunca estuviste acá, hijo de puta. No, dije, no, dijiste. No dijimos más. Tardé en meter primera. La caja hacía ruidos contra la noche y las puteadas, las burlas carraspeaban como los cambios. Cuando salíamos de la tierra nos cruzamos con otro auto que se mandaba. Pobre el del Fiat Fiorino, dije. ¿Vos tenés mi bombacha?, dijiste.

Pescados

A las siete de la mañana del domingo 4 el veterano vuelve por Costanera al norte, obstinado, como si la bici sola eligiera el camino. No lo van a acobardar. Primero, sobre todo por la lengua dolorida e hinchada, pensó en volverse a casa; pero después le dio lástima y prefirió quedarse ahí nomás, cerquita, no perderse la noche tan linda y con ese pique. Tiró la línea frente al Aeroparque, donde había un par de tipos con cañas y reel y comprobó una vez más, mientras miraba el amanecer más hermoso, el de nubes gordas, que para los bagres no hay como la punta, como los muellecitos. Quién sabe por qué ahora esos hijos de puta no quieren que se pesque de noche en la punta… El tipo del reel dice que seguro que quieren privatizar, que van a vender todo eso, que es tierra demasiado valiosa para que los únicos que la disfruten sean los cirujas y una manga de putas. Eso dice el del reel. El veterano no opina nada sobre los cirujas pero lo de manga de putas no le cae bien. Mueve la lengua dolorida y ardiente dentro de la boca desdentada y empieza a recoger la línea. Va juntando todo, despacito, se despide formal con un toque en el gorro de Boca y enfila para el norte de donde ha venido, de donde no lo van a echar así nomás.

Encuentra que la orilla está como si nada. Deja la bici donde siempre, recoge el tachito que le pateó ese hijo de puta. Lo llena de agua y vuelve a meter adentro los bagrecitos llenos de tierra, seguro muertos. Es notable cómo cambia las cosas la luz del día. Hay muy poca gente. Unos pibes tirando piedras al agua y el viejo que suele venir con el nieto allá, más lejos. Se saludan con la mano. El veterano arma por tercera vez la línea, la tira al río y mira el cielo. Va a llover. En un par de horas va a llover. Enciende la radio y mientras fuma escucha el noticiero de Radio Mitre que habla de Boca-Platense, de la transmisión de esa tarde. Su hijo irá a la Bombonera. Él ya no va pero escucha los partidos. La última vez que fue a la cancha fue cuando estuvo el Diego, en el 81. Se arma el mate y atiende al pique. Así pasa una hora: cinco, seis bagrecitos. Todo bien. Ha salvado el día. Cuando empieza a tronar, a oscurecerse, ya son casi las nueve. Junta todo y le da lástima tirar el resto de carnada, los cachitos cortados a cuchillo. Un poco más arriba, sobre el camino, encuentra un diario tirado, enterito. La Nación de ayer. La primera página está rota, le falta un pedazo, pero saca un par de hojas de clasificados, envuelve la carnada y mete todo en la mochila de la Barbie. En ese momento se larga a llover. Fuerte fuerte. El veterano se trepa a la bici y se apura a subir al camino porque enseguida se hace un barrizal, se pone imposible. Pedalea y con cierto esfuerzo, sin perder el equilibrio, le devuelve el saludo al abuelo que corre con el nieto al refugio de más arriba, el que tiene la antena. Tendrá que apurarse. El golpeteo del sol de noche contra el caño de la bici lo acompaña mientras va ganando ritmo y ya llueve parejito, como su pedaleo.

El muerto

Buenos días. Yo vine a ser, yo vengo a ser ya, seguro y aquí colgado a la consideración pública, todavía un poco privada, el cadáver. El cadáver de Cattaneo, el hermano de Cattaneo más precisamente. Me acaban de descubrir bien muerto por los pies, de abajo para arriba. Me bajarán como me subieron, me desvestirán, indagarán mis vestiduras para la ocasión. Contra lo que suelen mostrar los dibujos animados y los chistes no tengo los ojos como dos signos por ni la lengua afuera. Tengo la lengua larga parlanchina, recluida, serena lengua de boca mensajera. Acabo de llegar aunque estaba de antes y tengo mucho que decir. Que no se diga que no soy un cadáver elocuente. Buenos días. Hablo desde ahora, no callo para siempre. No.