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Por lo demás, el Viejo Conductor no hace con Isaías otra cosa que con el resto de los emergentes de las diferentes corrientes que por entonces enriquecían (y entorpecían, a la larga) el desarrollo y el accionar del Movimiento en esa coyuntura crucial en que se jugaba el regreso al poder. Perón sumaba. Isaías fue (más que) uno más.

Pero de algún modo -y la animosa biografía de Chocón lo muestra a las claras- la epopeya del Retorno, el fin del Exilio, la apoteosis de El General y la Liberación consecuente son una especie de alocado galope muerto. Muy pocos meses después del último mensaje, todo había acabado. A Isaías le tocó asistir, durante el nefasto 1974, a las muertes (enmascaradas, entre tantas otras violentas) de Jauretche, Hernández Arregui y Perón. Leer el mítico Testamento y las Profecías finales, que datan de los últimos meses de ese año y que fueron encontrados en un sobre cerrado -entre sus ropas, según algunos; en su casa de la calle Riglos después de su asesinato, según otros-, como si hubiera tenido temor o pudor de publicarlos en vida, es absolutamente desgarrador. Uno siente y sabe que en esos textos de algún modo reprimidos para evitar lo inevitable -lo no dicho no sucederá- están escritas las admoniciones que desencadenaron su martirio y el anuncio de la barbarie que vendría, que vino y que parece que vendrá.

El Testamento y las Profecías finales son demasiado conocidos y difundidos (y manipulados) para volver sobre ellos. La malversación y distorsión a que los sometieron los incongruentes Mellizos, atribuyéndose la potestad interpretativa a la hora de distribuir referencias y mesianismos -lo de los noventa, sin entrar en detalles, fue particularmente patético-, no consiguen opacar la riqueza doctrinaria y la virulencia oracular de textos en los que se anuncian la inminente oleada de sangre de la Dictadura, la Guerra de Malvinas y el ulterior (¿y definitivo?) Vaciamiento Ideológico de la Doctrina en manos de falsos Mesías.

Al final queda, como siempre y más allá de aciertos y desaciertos de estos dos textos sobre un personaje tan singular, la cuestión que subyace, transparente y tan opaca a la vez: ¿Quién era este hombre? No es lo mismo haber sido Isaías, que querer ser Isaías y descubrir que se es Isaías. El malentendido -en este caso- radica en que a diferencia de Pierre Ménard -el personaje borgeano que quiere volver a escribir el Quijote, ser Cervantes- Isaías descubre o cree descubrir (qué diferencia hay) que es Isaías, se sorprende siendo Isaías.

Es muy probable -me animo a sugerir la hipótesis- que el contacto inicial e iniciático con el primo Jacobo Fijman en el Borda, en esas reuniones de la calurosa primavera del' 48 -"después" de la Visión Inaugural, vale la pena subrayarlo- haya sido determinante, corroborando en Julio Isaías Ortiz Fijman la idea de una misión oracular que combinaba lo judío y lo cristiano, el destino nacional y su propia misión, El General y lo particular.

Cabe pensar también en sus dudas, en los momentos de incertidumbre; y sobre todo en la trágica certeza al reconocerse en su propio final. Como pasa con los últimos momentos de Carlos Olmedo, de Ortega Peña o de Rodolfo Walsh, los pormenores de la muerte violenta de Isaías son conocidos. No era, como aquéllos, un militante en el sentido estricto pero sí era -para la Bestia- un enemigo peligroso. Cualquiera que lea las Profecías finales, escritas durante el convulsionado 1975 en medio del desgobierno y el terror impuesto por las bandas armadas, siente que Isaías, al denunciar la idolatría y los cultos esotéricos a que se había entregado el usurpador del poder a la muerte de El General (la referencia puntual a Menasés (sic) es un paralelo bíblico, no apunta a un comisario famoso por entonces, como han querido leer torpemente algunos), sabía exactamente lo que le esperaba.

Se sabe que un par de días antes del desenlace -Chocón sigue puntualmente la reconstrucción de los hechos según la investigación de Galasso- Isaías abandonó la casa de la calle Riglos, donde vivía solo (Jeremías y Ezequiel hacía tres meses que estaban en Madrid) y partió con lo puesto y sin decir adónde. Ahora sabemos que ese hombre de sesenta y cinco años que nunca había salido de Buenos Aires decidió no ir muy lejos: se refugió en un sector semiabandonado de los depósitos de Escorsa. La fábrica estaba por entonces cerrada tras un larguísimo conflicto que había comenzado con una convocatoria de acreedores, la quiebra, la toma gremial, la represión de los trabajadores y que terminaría con su liquidación al año siguiente. Con la complicidad del viejo sereno encargado de la vigilancia, Isaías se instaló en los fondos, donde permanecían, arrumbados y cubiertos de polvo, algunos de los prototipos de sus diseños más audaces. Estaba trabajando en ellos cuando la banda armada de media docena de hombres oscuros llegó en dos Falcon la madrugada del 17 de noviembre y fue directamente a buscarlo.

Parece ser que, para que se cumplieran las Escrituras, Isaías se refugió en un estrecho armario y que allí mismo lo barrieron con disparos de Itaka. Después, lo acostaron en la mesa, prendieron la sierra y lo cortaron primero en dos, después en cuatro. Metieron todo en una bolsa y lo tiraron por ahí.

Es todo.

EL TANGO DE ANTES

Podemos describir la figura del ocho en pareja; pero no sabemos cómo es el ocho de un solo bailarín.

KE-FUI: LA MILONGA Y EL ZEN

La noticia de la muerte de Roberto Parmigiani ha llegado tarde y mal a Buenos aires. Tal vez porque ya nadie, desde hace muchos años, lo conocía en el mundo del tango por ese nombre; acaso porque llevaba décadas fuera del país, pero sobre todo -y el detalle es fundamental- porque él mismo había hecho de su vida una progresiva maniobra de evasión e invisibilidad. Algo singularmente complicado para quien llegó a pesar en su apogeo 145 kilos.

El dato escueto es que Parmigiani acaba de morir en un monasterio budista cercano a Taipei, donde se había retirado hace quince años tras adoptar el nombre de Ke-Fui. Como en su momento le sucedió a Lafcadio Hearn con Japón, Parmigiani supo encontrar en Oriente -y en la cultura china en particular- una nueva identidad que no substituyó a la anterior pero que sin duda la enriqueció, saturando de nuevos sentidos su arte y su vida toda. Claro que es importante separar la realidad del mito, desbrozar la leyenda, sobre todo en un ámbito tan fácilmente proclive a la mistificación como es el tango. Y el de Roberto Parmigiani es, en ese sentido, un caso ejemplar. Tal vez por eso, para poder entenderlo, lo mejor sea comenzar con la crónica sucinta de los últimos avatares de la danza tanguera.

Dicen los que saben, que cada vez son menos, que el que puso de moda, o al menos habilitó, la posibilidad de los bailarines obesos fue el gordo Virulazo, un crack. Ni el mítico Cachafaz ni Juan Carlos Copes ni tanto hierático aprendiz engominado de Valentino de los últimos tiempos se hubieran permitido una cintura de tres dígitos. Virulazo sí, porque bailaba con los pies y la muñeca, ambos lugares físicos distantes de la hipotética cintura. Y si la pertinaz Elvira no extrañaba a su compañero aunque se le hubiera alejado a un promedio de un centímetro por año durante los últimos quince era porque sabía que estaba ahí, al menos cuando bailaban.