Выбрать главу

Pero Virulazo era una excepción. Desde las últimas décadas del siglo pasado la norma venía siendo, progresivamente otra: jóvenes atletas disfrazados de fiesta con la mirada perdida en un punto fijo se desentendían de lo que pasaba debajo de su cintura mientras -lo que es más grave- cumplían con una rutina gimnástica de ejercicios seriados que poco y nada podían tener que ver con la música que los envolvía sin tocarlos. Así, el mal llamado tango danza o acrobático pasó a ser cosa de escenario primero y después, insensiblemente, espectáculo de arena circense para consumo externo al mismo nivel que el malambo con boleadoras de acrílico y otros excesos. Hasta que la proliferación de esa basura con firuletes for export generó un movimiento re activo y en gran medida saludable: el tango liso.

El tango liso tendía a las formas llanas, a los movimientos armoniosos y no espasmódicos, a la idea elemental de escuchar la música y moverse de acuerdo con sus sugerencias. Los lisos partían de la idea de que el tango debía volver al patio, al club e inclusive -corriendo los muebles- al living de casa, y no ser exclusivamente espectáculo de escenario y competencia de milongueros avezados y compañeras profesionales en pista iluminada. Así, como expresión familiar se baila con la novia, con la mujer, con la hija, con una mina ocasional pero no con una coequíper entrenada; el tango liso es expresión acaso nostálgica de un baile simple y sereno, muestra de un orden anterior.

Así, el movimiento, en gente grande, de clase media, tuvo sentido y arraigo silencioso en una mayoría que quería poder bailar, incluso ir a la milonga del club, sin sentirse un lisiado por no poder hacer seis ochos al hilo o convertir cada pieza en un coitus interruptus.

Claro que por su naturaleza revisionista, el planteo podía derivar a posiciones reaccionarias y beligerantes; y así lo hizo. El movimiento a favor de un tango liso fue copado por impresentables lúmpenes, simples caminadores rítmicos de barrio que trataron de imponer, con sofismas, prepotencia y vulgar chabacanería, la moda del tango pesado, contraparte a la larga no menos penosa del estigmatizado baile acrobático.

Los autodenominados pesados hicieron de su condición un dogma; y no es necesario aclarar que si en el pasado la esbeltez había sido condición necesaria pero no suficiente para el baile, la obesidad aparatosa tampoco lo fue. Muy por el contrario: las coreografías primarias de la nueva tendencia no eran muchas veces el resultado de una elección estética sino de una limitación física. Un bochorno.

Planteadas las cosas en términos tales, así como los densos pesados pasaron a la acción y cargaron contra los atléticos modernos, del mismo modo fueron repelidos. De las palabras se pasó a los hechos. Se sucedieron episodios en otro tiempo impensables en el ámbito de la música ciudadana y sus cultores: enfrentamiento generacional, brotes de racismo, evidencias de homofobia y otras lacras que materializadas en escupitajos de soslayo, zancadillas laterales y sillazos desde atrás le hicieron mucho mal a la convivencia tanguera. Estos sucesos produjeron la decadencia y desnaturalización de la milonga como lugar de encuentro y espacio privilegiado de la ceremonia consuetudinaria del tango. La suerte parecía echada.

Así se llegó al largo período de anarquía conceptual e intemperancia ideológica al que de algún modo sólo ponen fin la imagen y el perfil inconfundible de Roberto Parmigiani, más conocido como Antes. Figura bifronte -último avatar de una estirpe milonguera y primer exponente de una tradición aún sin nombre- Antes refunda la idea misma del tango como baile, lo convierte en otra cosa. Pero en medio hay un largo proceso que vale la pena reconstruir.

Hay quienes han hecho remontar el contacto de Parmigiani con la cultura del Oriente milenario a su adolescencia, cuando comenzó a trabajar como mandadero de la tintorería de Kasuya & Nakata, en su barrio de Almagro. Allí, el gordito negado para las destrezas del fútbol habría tenido oportunidad de compartir e intercambiar saberes varios con los ágiles tintoreros. Así, escenas porteñas y paisajes japoneses decoraban por igual las paredes de El sol poniente, pero tal vez sea forzar demasiado los hechos suponer que la contigüidad de láminas de Medrano y Hokusai indicaran un intercambio cultural profundo.

El pibe aportaba con cierta ingenuidad las experiencias de vida y las anécdotas tangueras de segunda mano transmitidas por su padre, bandoneonista afamado -al menos en su barrio-, mientras los duchos amarillos le enseñaban no sólo los rudimentos de un oficio desde siempre asociado a los de su raza sino técnicas de concentración intercaladas con nociones de karate e ikebana. Pero sólo hasta ahí, porque Roberto Parmigiani apenas si pasó un par de años en la tintorería y la mayoría del tiempo en la calle, repartiendo sobretodos limpiados a seco y sábanas almidonadas. En realidad, la tarea que lo marcó a futuro fue otra.

Precozmente abandonado por el centrífugo sistema educativo y sin vocación aparente, el robusto Roberto fue, durante los años finales de su adolescencia porteña, y por tácito mandato familiar, discontinuo aprendiz del instrumento responsable -dicen- de la melancolía del tango. Bajo la mirada atenta del padre, fija en los dedos blandos y gruesos, inevitablemente torpes, el muchacho acunó el complejo bandoneón con más temor que fervor durante las siestas sabatinas de sus dieciocho años. No funcionó, jamás pudo memorizar con soltura el orden anárquico de esas viejas botoneras que parecían extrañar la perfecta digitación paterna. Al fin, tras escuchar durante meses las infructuosas y reiteradas quejas del bandoneón, el viejo Parmigiani paró la música y la mano y decidió -con algo de ironía y ningún sarcasmo- que su hijo tocase los instrumentos de otra manera: que cargase con ellos.

Convertido en el plomo más dinámico de la orquesta paterna, oficio con el que sensibilizó su oído pero sobre todo desarrolló los músculos largos, Roberto encontró por un tiempo su lugar. Portando el fueye, cargando el contrabajo y empujando el piano fue consolidando, endureciendo un lomo que le dio seguridad inusual en las antes soslayadas riñas callejeras y en los pendencieros tablones de la cancha de Almagro. Pegar un par de piñas y empujones contundentes pueden consolidar el ego juvenil tanto o más que vencer las dificultades de una escala cromática. Además, devenido en precoz mastodonte, la módica vocación de transpirar y el gusto por poner a prueba los bíceps y sus alrededores lo convirtieron casi naturalmente en la estrella juvenil del despoblado equipo de levantamiento de pesas del club.

Levantar pesas, como deporte, siempre fue, hasta que se popularizaron en los noventa los gimnasios, el fitness y otras formas más o menos estilizadas del curro de la salud, una actividad minoritaria, con pocos y pálidos cultores, disciplina de gente más reservada e introspectiva que abierta y dicharachera. En el caso de Roberto Parmigiani, cierta inseguridad y la lógica tendencia al aislamiento que produce un cuerpo incómodo de manejar lo hacían refractario a las complejidades de los deportes colectivos. Así que, saludablemente, eligió un lugar donde su diferencia era o podía ser una virtud. Tal vez no fuera una vocación, pero era un lugar en el que al grandote lo aplaudían.

Al poco tiempo Parmigiani no tardó en destacarse, primero en torneos menores y más tarde en competencias nacionales. Redundante campeón argentino de sucesivas categorías, representó al país en distintos certámenes hasta que llegó su nominación para los Juegos Panamericanos, la antesala natural a las Olimpíadas. Y es ahí donde y cuando empieza la verdadera historia de Antes. Y es una imprevista historia de amor. Es que muy pocos saben que los que con el tiempo serían una de las parejas más famosas del mundo del espectáculo no se conocieron precisamente en un escenario. Ni tampoco en las mejores circunstancias: los inescrutables caminos del amor, que les dicen.