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Él, Roberto Parmigiani, llegó con la delegación argentina a San Juan de Puerto Rico y a esa edición de los Panamericanos buscando una poco probable medalla entre los forzudos del continente. Ella, la menuda Sonia Chang, integraba el reducido contingente de los gimnastas peruanos, que buscaban la suya con más fe que posibilidades genuinas de alcanzarla. Sin embargo, no llegaron a competir; ninguno de los dos.

El azar y ciertas desprolijidades hicieron que quedaran afuera. Parmigiani -120 kilos muy bien distribuidos por entonces-, llevado por la ansiedad y los malos consejos de un preparador irresponsable, se había tomado todo o al menos algo para poder levantar algunos kilos más que los que podía normalmente. Lo descalificaron en primera ronda. Ella -un pajarito que apenas tocaba el piso- ni siquiera se pudo poner la vistosa malla blanca y roja. Descubrieron en la víspera del debut que se había sacado algunos años y falseado los documentos de identidad coreanos para que le diera la fecha de nacionalización y poder representar a Perú compitiendo en las barras asimétricas.

Sancionados por autoridades inusualmente severas y abandonados a su suerte por las respectivas delegaciones, la gimnasta y el pesista se descubrieron la noche final -solos y compañeros de desgracia- en el desangelado comedor de los atletas. Con la garganta cerrada ante sendos platos de pollo frío que tenían el sabor inconfundible de la última cena de un condenado a muerte, los desgraciados arrimaron sillas y compartieron vagas quejas, melancolía y un par de cervezas clandestinas. Ella era la que hablaba y él la miraba hablar. Ni siquiera la oía.

A la hora de empatar las confidencias el tímido atleta argentino se definió cultor de la halterofilia y eso disparó la equívoca imaginación y el entusiasmo de la diminuta coreoperuana, que quién sabe qué supuso que eso significaba. Cuando el robusto Roberto tradujo su afición simplemente como "levantamiento de pesas" ya el bien estaba hecho, y tras cuatro horas de vertiginosa y tierna aproximación física y sentimental que terminó en la madrugada y el cuarto de ella, los felices parias descubrieron dos cosas: que ya no podrían volver a casa y que no les importaba. Simplemente, se habían enamorado.

La pareja, quemadas las naves, anclada en la bella San Juan y carente de horizonte deportivo favorable, un par de días después se quedó sin hotel ni cobertura y salió a buscar sustento. No conocían a nadie. Buscaron trabajo a tientas pero sus aptitudes y requerimientos profesionales eran muy específicos. Hasta que, ya jugados y de últimas, un aviso a tres columnas en el principal diario portorriqueño los sedujo: la empresa de marketing televisivo Sprayette hacía un casting para la publicidad de una de esas máquinas que permiten adelgazar treinta kilos en una semana.

Cuando llegaron había dos colas: una de figuras estilizadas y musculosos de mentira; otra con ruinas físicas y trozos de carne adobada por la grasa y el colesterol. Roberto se puso en la de los voluminosos, Sonia en la de los menguados elegantes. Y los tomaron a los dos.

Así, durante casi un año él trabajó de Antes y ella de Después para toda Latinoamérica, vendiendo la sucesiva eficacia, primero, de una máquina de abdominales a repetición, después de una funda transpiradora térmica, más tarde de un reductor de grasa pectoral y finalmente de una bicicleta de living con aceleración progresiva. Y no sólo eso: devenido de pesado atlético a obeso fotogénico, Parmigiani fue durante tres años el mejor Antes de Sprayette, el gordo arrepentido al que media docena de productos reductores pudieron -con fotoshop mediante- en vereda y en silueta. Ésa y no otra -duro puede ser para algunos reconocerlo- es la verdad que se cifra en el nombre. Roberto Parmigiani sería desde entonces Antes por razones tan genuinas como ajenas al tango y su tradición.

Cuando el trabajo comenzó a languidecer la dupla decidió volver. Fue en esas circunstancias -durante una fiesta de despedida ante el inminente regreso a Buenos Aires vía Lima- que el destino quiso, una vez más, otra cosa. Inducidos por los amigos salieron a la pista de baile del hotel a improvisar unos pasos de música ciudadana, cumplir con el ritual esperado en una pareja que a esa altura suponían enteramente argentina. Fue muy curioso: mientras Parmigiani optaba por una cautelosa parquedad de movimientos que no lo alejaron más de un par de baldosas del lugar de arranque, la vivísima Chang utilizó los tres minutos largos de Quejas de bandoneón en la versión de Troilo para dibujar múltiples arabescos, treparse y descender sin temor ni pudor del cuerpo de su compañero, girar a su alrededor e ir y venir como si la uniera a él un vínculo elástico mucho más sutil que los brazos.

La demostración dejó a todos mudos y a un coreógrafo argentino, Horacio El Masita Acevedo, que ponía por entonces un espectáculo tanguero for export en diferentes plazas del Caribe, absolutamente impresionado. Acevedo vio en ellos no sólo una pareja despareja más sino una metáfora evolutiva de la danza ciudadana, en la que, a la manera de las disciplinas clásicas, mientras el bailarín tendía cada vez más a la inmovilidad y al gesto funcional de soporte, la mujer echaba vuelo, picaba en él para dibujar el aire.

Así, de esa intuición primera del rápido Acevedo, en pocas semanas nació el espectáculo que los llevó a Miami y desde allí a la fama internacionaclass="underline" El tango de Antes y Después. Con coreografías audaces y extremas, aprovechando el punto de sustentación cada vez más bajo de él y la condición progresivamente etérea de ella, los efectos resultaron llamativos, incluso para públicos tan suspicaces o reacios a las novedades como el uruguayo y el argentino, que los recibió primero en el Astral y después en el Luna Park durante cinco crecientes temporadas.

Como suele suceder, tras la práctica empírica, fruto de la casualidad y la improvisación, vino le teoría para fundar sentido y proponer esquemas. En este caso, la alegoría binaria remitía a una base empedernida irreductible: Antes -la roca, la tradición anclada en tierra- que brindaba la posibilidad a Después -la libertad creativa, el vuelo y la fantasía-, en unidad tensa e indisoluble.

Al ritmo de El firulete o de Tango del Angel, Sonia Chang revoloteaba, escalaba, se deslizaba sobre, alrededor y debajo de la descomunal humanidad de Parmigiani, que se expresaba con un repertorio mínimo de gestos físicos, lindantes con la quietud total. La pareja cosechó aplausos e idolatrías, creó escuela y supo de la gloria del Olympia e incluso del esquivo Carnegie Hall.

Pero el drama se desencadenó durante la segunda gira por Oriente. Las versiones que circularon fueron varias, todas exageradas, porque la pareja misma tendía a la desmesura. Por lo que se supo, fue en el Caesar Palace de Yakarta, en medio del triple revoleo que cerraba su versión de Libertango que Antes perdió contacto con Después: primero se fue de su mano, después literalmente la perdió de vista. Cuando la recuperaron, dislocada como un títere entre las últimas filas del inmenso coliseo -la leyenda aumenta cada año el número de filas…-, Sonia Chang ya no servía para nada. Y menos para bailar.

El resto es más conocido. Auque los contratos pendientes y los anunciantes presionaron para que se buscara una compañera sustituta, Antes no quiso saber nada sin Después. Taciturno y reconcentrado, se recluyó en su isla privada de Filipinas y -tras una corta y desprolija experiencia profesional como luchador de sumo que le reportó tantos dólares como amarguras- se retiró definitivamente de los lugares que solía frecuentar. Había entrado en su Etapa Oculta.