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A partir de entonces, y ya sin su presencia en los escenarios, los seguidores del ensimismado bailarín fueron desarrollando todo un aparato teórico que propone -con fervor pero sin demasiado fundamento- que hubo, antes del tanguero baile en pareja, una etapa de danza individual, introspectiva, y que a ella tendía, más allá del providencial (sic) accidente, la práctica de Parmigiani. El desarrollo, más allá de su flagrante misoginia -que ya asomaba en la vieja teoría del "baile entre varones en la vereda"-, parece por lo menos excesivo. Es cierto que con la entrada de Antes a un monasterio de Taipei, su adopción del nombre Ke-Fui y la puesta por escrito y difusión de sus reflexiones cada vez más imbuidas de los principios budistas, su pensamiento ha hecho equívoca escuela, ha dado pie a todo tipo de especulaciones. Ke-Fui encontró en la dinastía Tang (618-907) -período que conoció el auge de los poetas mayores-, viejas danzas chinas que asimiló al tango pentatónico y que denominó "danza ensimismada". Con ese concepto, la coreografía tanguera en sus manifestaciones más puras y decantadas no va más allá de un quiebre de muñeca y un talón levantado en ángulo de 35 grados. En volúmenes admirables como La milonga y el Zen esas reflexiones hallan su expresión más acabada.

Y así llegamos a la circunstancia presente. Roberto Parmigiani, el Antes, desaparece cuando algunas de las ideas y prácticas innovadoras desarrolladas durante su meandrosa carrera son realidad. Tal vez no las más rigurosas, pero sí seguramente aquellas que despiertan mayor curiosidad masiva. Así, la organización del primer torneo mundial de go-tang, con cuatrocientas parejas provenientes de todo el mundo en el reabierto Luna Park, es un ejemplo de hasta dónde ha llegado la a veces distorsionada influencia de este singular bailarín que renovó el concepto mismo de la danza tanguera.

El go-tang, que se juega/baila sobre una pista/tablero en damero de baldosas blancas y negras, es por definición un "baile posicional, estratégico, introspectivo y singular cuya culminación -no su principio- es la eventual pareja". Los participantes parten de diferentes lugares perimetrales y danzan, con los ojos cerrados y descalzos, hasta encontrarse o no.

En el fondo, el tango siempre ha contado la posibilidad de ese desencuentro. La vida y las postrimerías de ese argentino memorable que acaba de morir bajo otro nombre y otro cielo pueden dar testimonio de que así es.

EL CASO YOTIVENKO

Hay dos clases de rusos:

los rusos de Rusia y los rusos de mierda.

DEL REFRANERO XENÓFOBO ARGENTINO

La enfermera vaciló, se detuvo a la altura del segundo tercio del apellido largo y complicado y arrancó otra vez. Después de un par de intentos consiguió atravesar el empedrado verbal concebido por una lengua eslava y para un alfabeto cirílico y llegó a pronunciar algo parecido a lo que decía en la ficha:

– Tchorkhivenko, Yuri Andrei.

Último de la fila de sillas apoyadas contra la pared del sector Urología, el alevoso viejo ruso se levantó sin fe, como si saliera tarde del banco para dar vuelta un resultado irreparable. Yo me levanté también -primero y curioso- para ver si era. Y era nomás.

El Yaya pasó frente a mí, alto aún, lentamente, y se metió en el consultorio para que lo atendieran, para que el enguantado facultativo le metiera -uno más: habíamos venido para eso- el dedo en el culo. Yo cerré inconscientemente el mío y volví a lo que estaba leyendo, un volumen de bolsillo de La montaña mágica en cuerpo inabordable.

Las antesalas de los consultorios son ideales para leer ciertas cosas, meterse con un libro denso sabiendo que la interrupción va a permitir dejarlo sin culpa. Si me sentara con Thomas Mann durante las vacaciones, con todo el tiempo y el mar por delante, no tendría pretexto. En cambio así, nada me costó abandonar el sanatorio suizo una vez más cuando fui requerido a comparecer en el porteño.

Yo entraba y el Yaya salía.

– Yotivenko -dije bajito.

Se volvió, tardó un segundo apenas en reconocerme.

– Qué hace por acá…

Levanté las cejas desde la puerta abierta:

– Un gusto verlo.

– Si no tarda, voy a estar en el café de la esquina.

– Entro y salgo.

Entré y salí. A los diez minutos estaba afuera. Crucé la calle y lo vi en la mesa de la ventana, absorto y con la mirada perdida.

– Hizo rápido -comentó.

– Me dejé enseguida -dije mientras me sentaba-. Para qué andarle mezquinando. Es lo mejor.

Sonrió sin esfuerzo.

Hacía años que no nos cruzábamos con el Yaya Yotivenko. Siempre tan cortés, me preguntó vagamente por el diario, por amigos comunes más vagos aún. Algunos habían muerto pero nosotros todavía no. Quise saber en qué andaba.

– Estaba dándole una mano al equipo de allá, de Brandsen, que entró al Regional, pero tuve que dejar por esta mierda -y el gesto se dirigió vagamente a la zona baja.

– ¿Próstata?

Asintió:

– Ni sabía que tenía.

Le mentí livianamente que yo tampoco. Pero él estaba intrigado por otra cosa:

– ¿Qué dedo te mete el tipo?

– El índice, creo.

– O el mayor.

– Qué importa, ¿no?

– No crea. Son dos gestos diferentes -y los hizo.

Ahora me tocó a mí sonreír.

– y tiene buena mano el hijo de puta… -concedió. No nos tuteábamos. Sin embargo, podíamos compartir un solidario humor negro ante las humillaciones del inquisitivo doctor Heriberto Peluffo.

Urólogo de obras sociales múltiples -entre ellas la de los sufridos periodistas- Peluffo hurgaba también en el Sadef, Sindicato Autónomo de Entrenadores de Fútbol, una precaria entidad que agrupaba a los técnicos de divisiones menores, clubes del interior y equipos de torneos de abecedario avanzado. Precisamente tipos como el veterano Yaya, un histórico de la Primera C y alrededores aun más periféricos.

Ni sé por qué se me ocurrió la referencia antigua:

– Seguro que allá en Kiev o en Tiflis sabían cómo tratar estas cosas.

Volvió de la ventana y me miró a los ojos:

– Nunca estuve en Kiev.

Hice como que no había oído y le dije que no era raro desconocer u olvidarse de las capitales de las viejas repúblicas soviéticas, incluso si se supone que uno nació y vivió en alguna de ellas.

– Es más: nunca supe dónde quedaba Kiev -dijo.

– Más inquietante es que hayamos pasado más de medio siglo sin saber dónde queda la próstata -concluí con cierta incomodidad.

Asintió y sonrió apenas. El chiste era largo y se había gastado rápido.

– ¿Está todo bien?

– Sí, todo bien.

Pero claro que no. Se veía que no. Volví con lo mismo:

– ¿Cómo es eso de que nunca estuvo en Kiev?

– Algún día le contaré una historia que sé que le va a gustar.

– Creo que la conozco.

– No. No la conoce -se levantó con ruido de silla y resignada urgencia-. Ahora vuelvo; pídame un té, por favor.

Le pedí el té y le pedí, ya de regreso del baño, que me contara la historia ahora, que quería y podía, aunque fuera para mentir.

Se negó. Insistí:

– Me gustan las historias de fútbol.

– No es de fútbol-se le achicaron los ojitos-. Un poco sí, pero tiene de todo: suspenso, política…

– Un thriller.

– ¿Eh?

– Nada. Cuente, Yaya.

Se negó:

– Otro día. Es largo y en cualquier momento vienen a buscarme.

Vinieron, cayó la hija, una rubia gorda con ojos prematuramente descoloridos y el coche mal estacionado.

– ¿Me llama al diario, Yaya?

– Lo llamo.

Pero no llamó.

Yuri Andrei Tchorkhivenko se murió un sábado apenas ocho meses después, arrasado por un cáncer indecente que lo dejó chiquito, holgado en el cajón. Me enteré tarde a media tarde por el cable de Télam y fui al velorio con la promesa de escribir a la vuelta.