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Era por Caballito. Hacía calor, éramos pocos, y la gorda -aunque esta vez había estacionado mejor y aportaba marido y rubios nietos del ruso- seguía más apurada que otra cosa, iba y venía con café y gaseosas tibias.

No había muchas flores pero bastaba para que las cintas de las tres coronas se contradijeran al nombrar al finado: donde no faltaba una hache había una ka de más. La mejor -si cabe- era la del club de sus amores; la habían bancada un puñado de agrupaciones y optaba por el nombre popular del personaje, se cagaba en la inescrutable cédula: Para el Yaya Yotivenko, el agradecimiento del Club Atlanta. También había una palma escueta del Sadef; una miserable, de Boca; una del PC, y nada absolutamente, ni una tarjeta, de la embajada. Ni siquiera apareció un cónsul, un agregado, alguno de esos tipos de traje y con cara de KGB que parecen salidos de una de James Bond.

A eso de las ocho cayeron en fila y con el pelo mojado media docena de pibes morochitos y uniformados por un horrible jogging celeste y negro. Se quedaron media hora en un rincón, callados y sin saber qué hacer con las zapatillas desatadas y las manos inútiles, esperando que el nuevo técnico les explicara cómo era un velorio, a quién había que marcar. Se fueron en el mismo transporte de escolares que los había traído de Brandsen. Llegarían al filo de la medianoche para contar un cero a cero muy trabajoso y cómo se habían demorado para ir al velorio del Yotivenko, el ruso aquél, te acordás, el año pasado.

Detrás de ellos, con un apretón de manos a la gorda y un guiño a otros veteranos periodistas, me fui yo.

Esa noche, entre la urgencia del cierre y la vacilación de sentimientos ambiguos, junté datos de memoria, recortes y cables para escribir una necrológica de cuarenta líneas sobre el extraño y en ciertos aspectos pintoresco caso de Yuri Andrei Tchorkhivenko, el único jugador soviético que había jugado profesionalmente en la Argentina. Fue la primera versión de una historia que fui resolviendo por la suma -y resta- de oleadas sucesivas de información, o si se quiere por raspado y disolución de distintas capas de mentira o de secreto.

Nacido en 1941 en Kiev, tras pasar fugazmente por la selección de su país, que estuvo en Buenos Aires a comienzos de los años sesenta, con mucha expectativa y ruido de prensa entreverado de cuestiones políticas, quedó a prueba en Boca. Rebautizado por el ingenio rápido de La Doce como Yotivenko -vesre libre de "conventillo", como me sentí obligado a aclarar para los lectores jóvenes e iletrados en lunfardo-, el grandote y algo ingenuo delantero ruso había demostrado en seguida que, pese a sus antecedentes, dominaba la lengua nacional indudablemente con más fluidez que la pelota.

Así, no había convencido demasiado en los primeros amistosos y su destino futbolero era incierto cuando una lesión en la rodilla lo sacó de circulación. Rápidamente pasado al olvido, se suponía su pronto regreso y devolución al país de origen, pero no fue así. Al año siguiente, un Yotivenko de perfil más bajo y convertido en marcador de punta recaló en Atlanta, alternando en la reserva sin demasiado para destacar durante un par de años. Después pasó por Nueva Chicago, El Porvenir y algún otro club chico. Pero se había retirado joven para comenzar lo que sí sería una larguísima trayectoria como entrenador, primero en las inferiores de Atlanta -el club con el que se identificaba- y después en un montón de equipos del Ascenso.

En el último tramo de la crónica adopté un tono que sonaba un poco cursi, pero qué le iba a hacer si de algún modo se imponía. Conté que "adaptado a los usos y costumbres del país", el ruso había formado una familia que "supo acompañarlo a lo largo de una extensa campaña que sólo se había interrumpido hacía pocos meses, cuando los rigores de una penosa enfermedad lo habían obligado a abandonar, primero el banco al borde de la cancha, y después, ayer, la vida". Y concluía: "Yuri Andrei Tchorkhivenko, el Yaya Yotivenko para la memoria del fútbol argentino, acaba de dejar la historia para entrar en la leyenda", lo que significaba -en el fondo- cualquier cosa pero supuse que era un buen cierre. Titulé "La última pirueta del oso rojo" y la firmé con cautelosas iniciales.

Los artículo de La Nación y Clarín que leí a la mañana, camino de la Chacarita, no eran demasiado diferentes. Subrayaban distinto nomás. Horacio Paga ni había escrito una nota de color. Recordaba con humor y cierta melancolía el debut del ruso en Boca, jugando en Mar del Plata contra la selección local un partido de verano. El rubio grandote había entrado, con el partido definido, los últimos quince minutos por Valentim, bien de punta; prácticamente no la tocó pero se puso tres veces en offside: "Parecía jugar con otro reglamento", ironizaba Pagani, que lo había visto siendo él adolescente, en vivo y cuando no había tele.

La necrológica del diario de Mitre era más breve y se detenía sobre todo en las circunstancias de su arribo al país y las cuestiones políticas que rodearon el hecho. Eran las postrimerías del gobierno de Frondizi -recordaba el anónimo escriba- y para los militares que le soplaban la nuca a diario al flaco presidente, el joven Tchorkhivenko no dejaba de ser un potencial espía comunista que eventualmente jugaba al fútbol. La Nación coincidía en lo mediocre de las aptitudes del soviético pero evocaba los curiosos debates y casi grotescos alineamientos de la época alrededor de su caso. Y después nada más que los lugares comunes de la trayectoria, el folklore futbolero subrayado por un apodo ingenioso.

Evidentemente, nadie tenía aquella historia de suspenso con ingredientes políticos que Yotivenko supuso que a mí me podía gustar. Yo tampoco, claro, pero acaso no había nada que contar. Supe que el Yaya, al final, estaba un poco ido y se le confundían los temas, los tiempos, los lugares, decía boludeces. Seguro que era así.

Sin embargo, después del apresurado entierro dominguero y cuando nos dispersábamos, deshilachados del pelotón de parientes, apareció una punta interesante. En la punta del cementerio, precisamente. En el caminito soleado que tuerce antes de embocar la puerta más lejana por Jorge Newbery, se me arrimó un flaco de inoportuna polera negra. Había venido caminando atrás, solo y al costado, marginal o marginado de pésames y efusiones, y de golpe casi al salir se me puso a la par.

– Yo conozco el secreto de Andrei -me dijo como si no necesitara preámbulos.

El alevoso gato amarillento algo ladeado sobre la ceja derecha contrastaba con la palidez de la cara, las ojeras.

– ¿Tenía secretos?

Me prodigó una alevosa caída de ojos.

– Todos tenemos. Y no se haga el tonto. Sé quién es usted -dijo sin halagarme precisamente-. Yo soy Pablo Invernetti.

Tenía una mano rara y fría, llena de huesos.

– El coreógrafo.

Nueva caída de ojos.

– No me hago el tonto -dije-. ¿Cuál era el secreto de Andrei?

Se tomó su tiempo.

Me acordaba perfectamente de este Invernetti cuando era apenas él también un muchacho; me acordaba del módico escándalo, de la historia oscura con aquel otro ruso, Igor Granodin, el bailarín del Bolshoi.

– ¿Leyó las participaciones en el diario? -dijo de pronto-. ¿No notó nada raro?

– No leí.

– Lea. La hija usa el apellido Castillo.

– Del marido será.

Hizo un gesto escéptico:

– ¿No se da cuenta? Incluso anoche, en un rinconcito estaba Sonia. Muy desmejorada, la pobre. ¿Habló con Sonia?

– ¿Quién es?

Meneó la cabeza con desaliento:

– La mujer de su vida.

– Creí que era viudo.

El coreógrafo necesitó detenerse. Me midió de arriba a abajo como para ver dónde enterrarme: