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Creo que la historia es extraordinaria -los hechos lo son-, tiene algo de ejemplar o sintomático de cierta época y un costado grotesco que puede resultar divertido. Claro que también hay gente en el medio y un par de destinos tristes, algo que suele pasar. Como decía el temible Peluffo mientras se ponía los guantes: puede doler.

Hay que ubicarse en la época, comienzos de los sesenta. El flaco Frondizi había subido al gobierno -pero no al poder, como se aclaraba entonces- gracias a los votos negociados con el indispensable peronismo proscripto y trataba de mantenerse allí, encaramado a un palo sediciosamente enjabonado por los milicos libertadores siempre listos. Eso había sido en el '58, el mismo año del Desastre de Suecia, la eliminación con el 1-6 contra Checoslovaquia que nos había puesto en el verdadero mapa futbolero universaclass="underline" estábamos en el culo del mundo.

Así, a comienzos de la década siguiente nada servía: ni el gobierno ni el fútbol argentinos merecían respeto o cuidado. La Guerra Fría congelaba ideologías al sur del hemisferio y mientras Cuba hacía punta, en la Argentina los guardianes de la patria decían que jamás permitirían que "ningún trapo rojo" arriara la enseña celeste y blanca. Mientras tanto, sobre la verde gramilla de los relatores floridos de entonces descendían paracaidistas provenientes de las más lejanas latitudes a ponerse los cortos comunes y las camisetas clásicas: Boca y River se convertían en asambleas de la OEA con mayoría brasileña, mientras al borde de la cancha crecía, a la sombra ominosa del fracaso, el monstruo de la modernidad, el director técnico.

Para la historia de Yotivenko, hay que partir de un partido. Por entonces no eran tan frecuentes las giras, los amistosos internacionales más allá del cabotaje sudamericano, las copas de entrecasa. Estábamos más lejos que ahora y se sabía poco del resto, se vivía enfrascado, con riesgos de necedad y síndrome de engrupido. Así que cuando la prolija y eficaz selección de la URSS vino a Buenos Aires en noviembre de 1961 a jugar contra la nuestra en el Monumental y perdimos 2-1 con dos goles del nueve, un ropero llamado Ponedeljnik, el país futbolero se quedó buscando explicaciones en El Gráfico y en el criterio de Panzeri con la misma llamativa impotencia que habían mostrado nuestros recién inaugurados "marcadores de punta" -el primitivo Cholo Simeone y el flaco Vidal, el de Huracán- ante los desbordes de Meskhi y Metreveli, los dos punteros bien abiertos, prácticos e incisivos, que habían hecho -de contra y por afuera- la justa diferencia.

Con relación a lo que nos interesa contar, es importante lo que pasó después del partido. Al día siguiente o esa misma noche acaso, se organizó una precipitada recepción en la embajada de la URSS y allí, ante invitados especiales y medios caracterizados -me tocó estar: comí caviar, había un vino blanco rarísimo-, estuvieron todos los rusos posibles de juntar en Buenos Aires. No sólo los consabidos futbolistas sino también los bailarines del Bolshoi, que habían estado por esos días también revoleando las gambas en el Luna. Algo que se usaba, visitas pautadas con la regularidad del Sputnik, como las giras periódicas del Circo de Moscú con payasos socialistas y osos que hacían de todo.

Esa noche, el clima expansivo de los herméticos soviéticos repentinamente comunicativos era tal que no se podía sino sospechar algo raro. Y algo había, claro. No se trataba de aprovechar la victoria futbolera para mostrar las bondades del sistema, vender disciplina deportiva, tractores y ediciones de Gogol y Sholojov en lenguas extranjeras. Era sólo una reunión para mostrarse alevosamente en público, enteros y armoniosos. Corría el rumor de que faltaba uno, de que uno de los integrantes del Bolshoi había desertado, según se estilaba en la época. Pero los rusos se ocuparon muy bien de desmentirlo prolongando la recepción hasta la madrugada, mostrando al ballet completo y homogéneo, incluso con un Igor Granodin, el supuesto desertor, sonriente, en un segundo plano, tímido pero feliz de estar allí absolutamente camarada, y de volverse a la vieja casa rusa. El vocero de la delegación se hizo cargo y explicó por él -un chico rubio como los demás, alto como la mayoría, de pelito corto, anteojos redondos y traje oscuro como todos- que todo había sido un malentendido, una demora, un extravío en el tránsito movido de Buenos Aires.

A la mañana siguiente el ballet se fue completo de Ezeiza en un mastodonte de Aeroflot y la selección futbolera se quedó unos días más. Creo recordar que jugó un partido en el interior y fue cuando regresó a Buenos Aires, casi en el momento de embarcar, que Boca anunció sorpresivamente la contratación a prueba del ignoto Yuri Andrei Tchorkhivenko.

La noticia y la foto del juvenil soviético junto a un sonriente Alberto J. Armando que trataba de contrarrestar la llegada del exótico gallego Pepillo a River con cualquier golpe de efecto, se ganaron la primera plana de todos los diarios. Otras informaciones, como un nuevo planteo militar al flaco Presidente y la aparición en el Riachuelo del cadáver de un marinero supuestamente noruego, polaco o de quién sabe qué barco pasaron en principio casi inadvertidas. El planteo se diluiría en un par de días con declaraciones duras bajo el bigote y rumor de sables que se salían una vez más de la vaina; en cuanto al marinero, casi enseguida se sabría que el muerto pasado por agua era ruso: un carguero anclado en Quequén se había hecho cargo y lo reclamaba para sí. Nadie explicó ni parecía importar cómo había llegado el pobre rusito a quedar sumergido con un golpe previo en la cabeza en aguas oscuras y tan lejos de la costa atlántica. Y ni hablar de lo que estaba de su casa.

Pero lo dicho: las noticias no eran ésas sino el joven delantero del Dínamo de Tiflis o de Kiev -nunca quedó demasiado claro-, cuyas referencias eran vagas y al que nadie había visto jugar. Suplente en la selección soviética y supuesta promesa del fútbol rojo, alguien había decidido darle una oportunidad en Boca acaso guiándose por la manera cómo se había sentado en el banco del Monumental. Parecía jada.

Y fue jada nomás.

Los únicos que parecieron tomarse en serio la extraña adquisición fueron los solemnes escribas de Nuestra Palabra, que sin dudar publicaron no sólo un improbable reportaje al camarada delantero sino que le dieron el mismo o mayor espacio a la noticia que la prensa capitalista otorgaba al caso del oscuro marinero.

No faltaron las rápidas especulaciones y suspicacias: en realidad, lo del centroforward rubio no era sino una manera de tapar la turbia historia del bailarín conflictivo, ese Igor Granodin que si no había desertado en Buenos Aires había colgado definitivamente las zapatillas inmediatamente después de regresar tras la Cortina de Hierro: la noticia de su repentina muerte, producto de un virus desconocido contraído durante la gira por tóxicos países tropicales o por lo menos americanos, había circulado, aunque extraoficialmente, por aquellos días. Todo muy raro.

Ahí fue donde vi, leí o supe por primera vez del coreógrafo Invernetti, quien declaró un par de veces su convicción de que el joven bailarín soviético -su amigo, dijo- nunca había regresado a la URSS pero que tenía buenas razones y escasas pruebas para demostrarlo. Por otra parte, en la entrevista del Así edición sepia, no se privaban de insinuar nada: lo único que faltaba era que Invernetti contara cómo se las arreglaban en la cama con el muchacho de la malla ajustada. Un asco:

– Igor no se fue, lo dejaron.