Выбрать главу

– ¿Qué son las filiales?

– Las distintas sedes, en cada provincia. Hay una central en Buenos Aires y una filial en Córdoba, otra en Neuquén, otra en Catamarca…

– ¿Pero cuántos ascensoristas puede haber en Catamarca?

– ¡No sé, carajo! ¡No importa eso! No es el sindicato de ascensoristas, en este caso. Es un ejemplo nomás, boludo. Pueden ser los choferes de organismos oficiales o el Club de Leones… No nos dijo ese Bertucci para quiénes son las banderas. Pero las compra. Nos dan diez pesos por banderola: es una plata.

El otro se había quedado callado, enculado.

– ¿Qué te pasa ahora?

– Voy a mear, ya vengo -dijo el flaco y se levantó con brusquedad.

Cuando se alejó, el Profesor encaró a Loayza:

– ¿Y cuánto dijo que pagan los de Defensa y Justicia?

– Hasta cinco pesos. La mitad contra entrega.

– Es poco, pero se entiende.

El gordo meditó un momento o pareció que lo hacía:

– Aunque habría otra posibilidad que su propuesta me sugirió -dijo cambiando de tono, eligiendo las palabras para él-. A mí me parece de alto contenido simbólico esto de arrebatar las banderas… No es un hurto simple, amigo mío. Tiene en el fondo otro sentido que va más allá del simple valor pecuniario.

Loayza se daba cuenta de que el Profesor le hablaba a él de otro modo que al flaco. Más difícil. Y lo trataba de usted. No sabía por qué pero le gustaba y le daba un poco de miedo también, porque no podía preguntar cuando no entendía.

– Arrebatar ese signo de falso ecumenismo que es la bandera pontificia y ponerla otra vez en manos de las masas, del pueblo me animo a decir… -decía ahora-. En otros tiempos, no muy lejanos… Usted cuánto hace que está acá…

– Van a hacer dos años.

– Es boliviano…

– Peruano.

– Peruano, claro -el Profesor se excusó-. Sabrá entonces quién era Mariátegui.

Loayza no lo encontró en ninguna formación de Sporting Cristal, de Alianza Lima, de Universitario. Meneó la cabeza:

– ¿Haya de la Torre?

– Ése sí. Fue presidente.

– Gente grande. Alguna vez éste fue un continente que soñaba, que se pensaba grande y unido, amigo. Sin fronteras mentirosas como las que nos han balcanizado para sojuzgarnos. ¿Eh?

Loayza asintió.

– Fíjese usted, su situación precaria, inestable…

Emigrado, como un paria en ésta, que debería ser su tierra y en la que lo hacen sentir extranjero. Mentira… ¿Me entiende?

– Claro -y Loayza, en realidad, se conmovía-. ¿Pero qué me decía de las banderas?

– Que acaso podamos permitirnos pensar en grande, amigo mío. En algo más que la dimensión nacional… -el Profesor se echó para atrás, como para transmitir mejor lo que sentía, con más panorama-. No es por desdeñar su proposición ni la oferta de esta gente de Defensa y Justicia, lejos de mí… Pero desde que usted me lo insinuó la vez pasada he tenido la suerte de recordar, mi amigo, que hay un glorioso equipo del fútbol uruguayo, Bella Vista, en el que jugaba el no menos glorioso capitán José Nasazzi, que tiene y ha tenido siempre justa y exclusivamente estos colores… Y es el único que se le atrevió a la combinación.

– Bella Vista, dice.

– Bella Vista, que creo que está en la B uruguaya. Se podría considerar la posibilidad de que nuestras banderas arrebatadas cruzaran el charco. Es decir: tuvieran su destino glorioso del otro lado del Río de la Plata.

– Usted dice…

– Sí, mi amigo. Ahí, en ese destino no hay contraindicaciones: son los colores, sin aditamentos, y por una cuestión de seguridad, es casi mejor que las reduzcamos allá.

Loayza insinuó apenas una objeción.

– Usted, tranquilo. Por lo que sé, está viviendo en la zona, sobre la ribera norte o por ahí.

– Más o menos.

– Es que hay contacto fluido con gente que hace el río, ida y vuelta.

– ¿Las vienen a buscar? ¿Ya arregló?

El gordo sonrió satisfecho:

– Hay contacto fluido, digo. Las banderas están buenas, ¿las viste?

Loayza negó meneando la cabeza, el imprevisto voseo lo intimidó un poco más.

Pero ya venía el flaco en camino de vuelta.

– Después vamos a hacer un recorrido in situ -alardeó el Profesor-. Esperá que termine con éste. ¿Te tenés que ir ya?

Loayza dijo que no, que hacía el segundo turno en la obra en que trabajaba de albañil. Y que había tiempo.

El flaco volvió de mear con ideas claras, o firmes al menos:

– Es una miseria.

– ¿Qué es una miseria?

– Es poca guita: si nos dan diez por bandera a nosotros…

– Ellos le pasaron quince o veinte al Club de Leones pero cobran trece porque dos se los lleva la corneta, el porcentaje del que les otorga la licitación. Hay que repartir.

– ¿Y la guita cuándo está?

– Contra entrega de las 200, el lunes. Tenemos el tiempo justo. Se va el Papa y esa misma madrugada del miércoles les bajamos las banderitas. Yo calculo que en tres días podemos tenerlas listas.

– ¿Listas?

– Son nuevas pero tienen que parecer flamantes, boludo. Hay que lavarlas y plancharlas. El petiso se coje a la minita de un Lave-rap que se las puede lavar fuera de horario, a la noche. Le tira diez pesos y listo.

– Es un afano también.

– Pará con eso. Son cuatrocientas banderas, de noche. Y hay que plancharlas.

– ¿Y los palitos? Los vamos a tener que pintar. O los lijamos bien.

– Veremos cómo están. La cuestión es que…

– Mucho laburo, lijar.

– Cortala. La cuestión es si te prendés, es fácil. El lunes a la mañana podemos ir a verlo a este Bertucci y le decimos: aquí están las banderas.

– Aquí está la bandera idolatrada, la enseña que Belgrano nos legó, cuando triste, la patria esclavizada, con valor, sus vínculos rompió… ¿Te acordás? ¿En tu época también la cantaban en la escuela?

– Sí. y había un cuento de Jaimito con eso.

– ¿De quién?

– De Jaimito.

– Ah.

El Profesor se separó un poco de la mesa, se hizo espacio para gesticular:

– Estaban los pibes en el grado y les pregunta la maestra: a ver, chicos, ¿cuál es el general que más admiran? Belgrano, le contesta uno, porque creó la bandera. Muy bien, le dice la maestra. Y otro: San Martín, señorita, porque cruzó los Andes y libertó a Chile y Perú. Muy bien, dice la maestra. ¿Ya vos?, le dice a Jaimito, ¿qué general te gusta más? ¡El general Susvín!, gritó Jaimito. La maestra lo mira extrañada: Susvín, Susvín… No lo conozco. ¿Qué hizo el general Susvín? Y dice Jaimito: ¡Rompió culos con valor, señorita!

– No entiendo.

El flaco era un ladrillo.

– No entendés… -asumió el Profesor, didáctico-. Fijate, oí la canción de la bandera: Aquí está la bandera idolatrada, la enseña que Belgrano nos legó; cuando, triste, la patria esclavizada… Oí ahora: con valooor, ¡susvín culos rompió!

– Ah… ¡qué grande! ¡Susvín culos rompió!

Hasta Loayza se rió.

El Profesor dejó que las risas se acallaran corno se apaga un fuego rápido, excesivo.

– Bueno… -resumió-. Quedamos para el miércoles a la noche. El jueves, en realidad, a las cuatro de la mañana acá mismo. Es el único boliche que está abierto toda la noche.

– A las cuatro acá -calculó el flaco-. Pero va a hacer frío; me pongo la campera…

– Pero te la ponés abajo del mameluco, gil. Hay que cuidar los detalles. Yo y el petiso venimos con la camioneta y traemos la escalera, las pilchas, todo… Te pasamos a buscar por acá. Cazamos la avenida, esta misma, derechito… A las seis a más tardar tenemos que haber terminado. Un laburo limpio y sin riesgos.

– Y oíme, gordo… Las banderas que sobren no las tiramos. Las veinte o treinta que sobren, digo, si están medio forfai, rotitas. El viernes juega la Selección en Vélez. Nos vamos a la Autopista y en un rato nos hacemos doscientos, qué digo, cuatrocientos pesos nos hacemos…