Выбрать главу

– ¿Cómo lo dejaron?

– Me temo que muerto.

– ¿No se murió allá, apestado?

– Yo lo despedí sanito.

– Cuente.

– Ya está contado, ahí, en el diario. Sólo hay que leer bien, juntar las noticias.

Lo que insinuaba Invernetti era que del cadáver del marinero era, en realidad, el de su amigo… Entonces, ¿quién era el de los anteojitos que yo y tantos otros habíamos visto en la embajada? Podía ser cualquiera. Eran todos iguales o al menos muy parecidos y era cierto que si los rusos eran capaces de sacar un tipo, borrarlo o agregarlo a una foto oficial del Kremlin durante una década, bien se podían cargar un marinero, un bailarín trolo o lo que fuera.

Hubo pedidos de exhumación del cadáver y hasta una pretendida interpelación al ministro del Interior en la Cámara de Diputados, pero nada prosperó. Incluso al atildado coreógrafo lo hicieron callar mal. Mientras al pobre Invernetti puños anónimos lo cagaban a trompadas -me mostró, tantos años después, las secuelas-, la FUBA que controlaba el PC hacía una declaración de solidaridad con la URSS y acusaba a la prensa amarilla y a los medios pagados por el imperialismo yanqui de haber orquestado una campaña contra la vanguardia del socialismo en el mundo, etcétera. No sé cómo pero terminaban haciendo el elogio de la Revolución Cubana, que parecía ser el verdadero objetivo de la campaña de desprestigio.

Es un hecho hoy probado que Igor Granodin nunca salió de Buenos Aires. Al segundo bailarín solista del Bolshoi le bastaron dos semanas en el Colón y media docena de miradas cruzadas con el osado Invernetti para decidir que saltaría el cerco. Y lo hizo, pero algo salió mal y lo cazaron. Para algunos, se enamoró del muchacho argentino como sólo los rusos; para otros, apenas si lo utilizó -o quiso hacerlo- para rajarse y por eso terminó como terminó. El coreógrafo nunca siquiera concibió la idea del cálculo, creyó siempre en las promesas masculladas en esa rara mezcla idiomática con que se comunicaban hasta el último día, cuando faltó a la cita y nunca más.

Pero había antecedentes para sospechar que la prioridad era el raje: pocos meses antes Granodin había amagado en Berlín y ya entonces se decía que, si desertaba, lo habían tentado con un protagónico en el Metropolitan neoyorquino. No pudo esa vez y es posible que lo haya intentado en Buenos Aires, una capital periférica de vigilancia más laxa, según suponía.

Una teoría, de la misma índole de la que sostiene que Gardel vivió largos años desfigurado en un suburbio de Medellín, sostiene que Granodin no escapó ni se lo llevaron ni se fue ni murió: vive marginalmente desde entonces en Buenos Aires. Hay un viejo rengo menesteroso que deambula por Constitución y puede contar, a quien quiera escucharlo, que aunque no sabe ni su propio nombre, sí sabe que alguna vez fue un bailarín famoso y que le cortaron el tendón de Aquiles y nunca más pudo bailar. Según esta fantástica hipótesis, los servicios soviéticos habrían practicado con él una doble operación de castigo: borrado de cerebro y cirugía mutiladora. La historia es atractiva en su perversidad. Pero no es cierta.

Los hechos comprobados son menos novelescos pero igualmente trágicos. La cuestión es que por los antecedentes que arrastraba y sus desprolijidades crecientes de conducta, lo tenían bajo la lupa. Así, cuando esa noche después de cenar salió del Hotel Claridge, donde se hospedaba el ballet, a comprar cigarrillos, sus vigilantes sospecharon: nadie va al kiosco en taxi. Podemos suponer que Igor enfiló rumbo al departamento de Invernetti en Palermo a disfrutar de su penúltima noche en Buenos Aires; podemos suponer que era otro su destino final. El hecho es que los esbirros lo siguieron, lo interceptaron y no lo devolvieron al hotel. Primero tenían que interrogarlo. Ahí se abren varias hipótesis sobre lo que pasó.

En la más difundida, cuestiones de método, impaciencia y ciertas rutinas brutales hicieron que Igor no pasara el interrogatorio: se les murió y los torpes agentes no atinaron sino a tirarlo al Riachuelo. Hay una versión más romántica que habla de una caída a las insalubres aguas durante una huida desesperada; incluso de un suicidio liso y llano, con el bailarín arrojándose plásticamente en paloma desde el puente de fierro de la Boca. Sea como fuere, esa misma noche, mientras los rumores de deserción llegaban a los diarios, en la embajada soviética se armaba de apuro una solución contra reloj.

Ahí es donde entra en la historia el camarada Ivan Dimitrov, secretario general de la legación rusa en Buenos Aires y señalado por todos como cerebro de la "Operación Puntas de Pie". Dimitrov, un veterano del espionaje en los Balcanes y con años en la KGB, había llegado el año anterior probablemente castigado a este oscuro destino latinoamericano y en el caso Granodin vio la oportunidad de hacer méritos. Con el cadáver fresco y húmedo aún, planeó -ante la inminencia de la partida del ballet de regreso- un enroque de emergencia:

Granodin estaba muerto y estaba malo bien así. Sólo era cuestión de alterar, por atendibles razones de Estado, el momento y lugar del deceso, postergar el anuncio y las circunstancias. Nadie tuvo nada que objetar.

Había que obrar rápido, y esa misma noche Dimitrov encontró la solución: pidió los pasaportes de todos los integrantes del Bolshoi y de la oportunísima selección nacional de fútbol y los confrontó. No le fue difícil elegir entre los jóvenes futbolistas a uno que, con el debido y mínimo acondicionamiento facial, se parecía lo suficiente a Granodin como para sustituido en una fugaz presentación pública. El bailarín no tenía un rostro tan públicamente reconocible; el futbolista, un oscuro suplente que ni siquiera había pisado el césped argentino, menos aún. Así se hizo: aquella noche de recepción en la embajada, Yuri Andrei Tchorkhivenko, un lampiño delantero del Dínamo de Kiev, sustituyó funcionalmente al segundo bailarín del Bolshoi con un par de anteojos y de monosílabos y de otras tantas sonrisas. Y no sólo eso. Al día siguiente el bailarín sustituto partió con el resto del elenco estable secretamente des estabilizado; al otro la selección de fútbol se fue a jugar un partido a Tucumán y ese fin de semana el cadáver del marinero primero noruego y después ruso era hallado en las aguas del Riachuelo debidamente uniformado y desinformado.

Pese a tanto empeño enmascarador de los soviéticos, estalló el escándalo porque simultáneamente se filtró la noticia de la muerte de Igor Granodin en su patria, que nadie creyó. La derecha nativa aprovechó para hostigar al gobierno local ante lo que consideraba "connivencia con los siniestros manejos del espionaje comunista". Fueron un par de semanas al rojo vivo, durante las cuales el misterio del bailarín ruso y las idas y venidas con el cadáver del Riachuelo se alternaron en las tapas de los diarios. Como Frondizi estaba acostumbrado por entonces al ritmo de un planteo institucional por semana, no se inmutó. No faltaron los que dijeron que el escándalo con los rusos se utilizaba -como solía pasar con los oportunos submarinos que cada tanto irrumpían por entonces en las costas patagónicas-para tapar algo mucho más grave que eso: la represión obrera y la institución del represivo Plan Conintes. Todo era de algún modo cierto. Tanto como el viraje liberal en la economía, que significaba la aparición de un por entonces novedoso capitán ingeniero Álvaro Alsogaray en pantalla y pesadilla.

Sea como fuere, a los rusos siempre les faltaba uno: aunque el estratega Dimitrov había conseguido escamotear un cadáver y hacer pasar delantero por bailarín ante la lentitud de las defensas o autoridades argentinas de inmigración/emigración, ahora el hueco del Bolshoi se había trasladado a la selección de fútbol mientras un pesado clima de sospecha concentraba todos los ojos en los movimientos de los soviéticos y sus alrededores. No iba a ser fácil disimular el nuevo agujero sin escándalo.

Fue entonces que Ivan Dimitrov concibió la segunda parte de su "Operación Puntas de Pie", un nuevo enroque, una movida tan audaz y polisémica que ni su admirado Tigran Petrosian se hubiera atrevido a intentar. Y le salió -pese a ciertas equívocas pérdidas colaterales- maravillosamente bien.