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Para contar esta parte de la historia hay que irse un poco más atrás y bastante lejos. Más precisamente a las postrimerías de la Guerra Civil Española, cuando los fascistas barrían con las últimas defensas republicanas y quedaban pocas opciones para los derrotados más allá de la muerte heroica y/o inútil, la incertidumbre de caer en manos de un enemigo impiadoso o -en algunos casos- la siempre azarosa emigración.

Benito Castillo era un joven profesor de literatura, dirigente comunista asturiano de segunda línea al que los vaivenes de la guerra y la política pusieron en la frontera con más tiempo y medios para elegir que los que tuvieron otros camaradas. Así, él ya no estaba cuando llegó la hora de la derrota; Benito la leyó -o se la tradujeron- del Pravda mientras se cagaba de frío y de tristeza en una Moscú ideológicamente acogedora pero cubierta de nieve de todas las clases. En días breves y apenas iluminados que se sucedían tristes como las ventanillas de un tren nocturno que pasa lento frente a una estación solitaria, el vodka y las tibias tetas de la rubia Irina calentaron y consolaron más y mejor al refugiado español que los textos oraculares de Lenin y la ruidosa solidaridad de los camaradas.

Santiago Vladimir Castillo nació en Moscú el 12 de diciembre de 1940, hijo de Benito Antonio Castillo (español, de 35), empleado de la Secretaría de Información Internacional, departamento Publicaciones, e Irina Vershova (natural de Moscú, de 22), empleada de la Empresa Estatal de Aguas y estudiante de la Escuela de Artes. El pequeño que no lo era tanto -cuatro kilos seiscientos- miró a su alrededor pero poco recordaría después de esos años de cañonazos. Enseguida, antes de que lo pudiera enfocar bien, decirle algo, el padre se fue a ganar una guerra más grande todavía que la otra que lo había echado de su patria. Y no volvió.

Cuando terminó la Segunda Guerra, Santiago Vladimir Castillo empezó su escolaridad y su madre, una nueva historia. Irina se había acostumbrado a cierto registro de piel y de hombre y su nueva pareja fue casi naturalmente otro español. Además, de alguna manera encontró en el idioma, ese castellano tan complicado y lleno de vocales, un modo de conservar el recuerdo de Benito. Y así Santiago -maestros y amistades mediantes- creció bilingüe.

A los dieciocho años, cuando jugaba al fútbol en las inferiores del Torpedo y cursaba el primer año de Lenguas y Literaturas Extranjeras en la Universidad de Moscú, Santiago Vladimir Castillo se enamoró de Sonia Berdiaef. O mejor: ella, su profesora de Historia de América, se enamoró de él. Lo descubrieron ambos una tarde fría en la fría biblioteca de la facultad cuando se rozaron los dedos tibios al confluir en el estante de la letra V de Literatura Latinoamericana. Él buscaba los poemas de Vallejo; ella, los ensayos de José Vasconcelos. Y los encontraron juntos. No les costó mucho encontrarse pronto en todos los niveles. En una buhardilla de la avenida Gorky, sobre todo. Sólo había una cama, un lavabo, un retrete, dos sillas y dos bibliotecas. Ella le llevaba algo más de diez años pero eso no era problema. El problema era Ivan Dimitrov, el marido de Sonia.

Dimitrov, funcionario brillante del Servicio Exterior durante esos años de la Guerra Fría, alternaba períodos de residencia en Moscú con destinos en diferentes países. Donde la KGB lo necesitara, en realidad. Había estado en Holanda, en Egipto, en Londres incluso, pero sobre todo en los movedizos Balcanes. Soñaba, como todos, con Berlín. Se lo habían prometido. Sonia incluso daba por hecho que en pocos meses viajarían a Alemania y consolaba de antemano a su joven amante.

Pero no fue así. Dimitrov tuvo una foja brillante hasta que algo se la opacó casi sin que se enterara. Tal vez fue algún supuesto paso en falso durante su última gestión en Tirana, acaso las simples intrigas de siempre. La cuestión es que llegado el momento y el sobre, su esperado destino resultó la inexpresiva Buenos Aires, tan lejos de cualquier lugar donde pasara algo. Lo tomó primero con furia y luego -sobre todo tras las palabras de su bella y persuasiva esposa- casi con resignación y como lo que era: un liviano confinamiento. Peor era Siberia.

Por entonces Sonia había introducido a Santiago en su casa por morbo y comodidad, con el pretexto del joven alumno brillante al que prestaba libros y atención personalizada. Ivan tenía en el jovencísimo Castillo un interlocutor avispado para su edad, respetuoso y con un aire de sugestiva reserva. La inminencia del viaje a Buenos Aires hizo lógica y confortable la posibilidad de que Santiago -que manejaba con soltura ese idioma imposible- se convirtiera primero en su profesor informal para los rudimentos del español y luego en el secretario privado ideal para que lo acompañara en el nuevo destino. Y así fue. Los amantes lo celebraron largamente un sábado por la tarde en la buhardilla de la avenida Gorky.

Así, el trío llegó a la Reina del Plata a fines del caluroso verano del sesenta. Poco se sabe de ese primer año, de los meses previos a los notorios sucesos que les cambiarían la vida. Podemos suponer con poco margen de error que, de los tres, el que peor la pasaba era el camarada Dimitrov, cuyo objetivo desde el primer día fue escapar de este confín austral donde la Guerra Fría se congelaba. Pero en seguida supo que tampoco iba a ser fácil encontrar cómo hacer méritos acá, reivindicarse de algún modo y reanudar su brillante carrera en cualquier otra parte que no fuera Buenos Aires.

Con ese fin, dicen que Dimitrov -repentinamente preocupado por establecer una cabecera de puente cultural en estas playas malamente encandiladas por las luces de Hollywood- participó en las gestiones previas, ante Artkino y la lejana burocracia, para conseguir instalar lo que sería, recién años después, el Cine Cosmos, ese reducto exclusivo de la cinematografía soviética que entretuvo largamente a varias generaciones de cinéfilos porteños con las viejas novedades acorazadas de Eisenstein, Nikita Mijalkov y realistas socialistas menores. Dimitrov no llegó a verlo. Tampoco llegó a ver ni sospechar lo que pasaba con Sonia y su precoz secretario. Se enteró, sin embargo. Por boca de otros, claro. La oreja de obra desocupada de la embajada en Buenos Aires, a falta de tareas de inteligencia mayores, se dedicaba a la alcahuetería interna. No hay nada más peligroso que un espía al pedo, y si es soviético, peor.

Es probable que Sonia y Santiago se hayan encontrado de pronto con más ámbitos y más ocasiones propicias que en Moscú para sus expansiones. Es probable también que hayan descuidado elementales reglas de seguridad. Es que lo único seguro es que estaban ciega, alevosamente enamorados. Al menos ella. Y ahí los pescaron.

Primero los vieron con las manos entrelazadas en una imprudente mesa de El Guindado, clásico boliche de trampa en los bosques de Palermo, embozado bajo un puente del ferrocarril; después, los fotografiaron al entrar a un telo de la Panamericana; otra vez, en un recreo del Tigre; finalmente, les grabaron en un aparatoso Geloso de fabricación rusa tres horas de conversaciones al rojo vivo. Con todo eso, los entrenados alcahuetes hicieron un paquete infernal que Ivan Dimitrov recibió -se supone-la mañana siguiente a la noche de la función de gala del Bolshoi, a la que su mujer no asistió por un sorpresivo desmayo de origen incierto sobre la hora de partir hacia el Colón.

Sin embargo, no hay constancia de que Dimitrov haya emplazado a Sonia en esos días ni de que ejerciera algún tipo de violencia o amenaza sobre su joven colaborador. Al contrario: a él lo trató mejor que nunca, le empezó a hablar de su porvenir y le insinuó futuras tareas secretas y especiales en las que se aprovecharía su privilegiado dominio del idioma. Por otro lado, hizo arreglos indirectos para que ella sí se enterara de que él sabía o al menos de que sospechaba. La puso sobre aviso, digamos. O ni siquiera eso: la indujo a la suspicacia, la colocó en la incómoda situación de tener que interpretar cada gesto que hiciera su marido como resultado de un inquietante saber no confirmado. No era ningún gil el camarada.