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Así terminan la novela y el cuaderno de Sonia.

Si Nieve de primavera es un texto cursi y a menudo mediocre, tiene el atractivo de la pretensión simbólica, el aliciente para una lectura en clave. En ese sentido, el último tramo es, a grandes rasgos y por lo poco que sabemos, una trasposición más o menos puntual de la historia real. Así, es claro que Sonia escapó de la embajada sola, sin ayuda estratégica de nadie, más allá de que tuviera -a partir de sus salidas clandestinas con Santiago- algún chofer amigo, alguna necesaria confidente. Pero su huida no fue largamente planificada sino espontánea. Y sin guita extra, excepto la que haya podido manotear al partir, ni apoyo externo.

Podemos suponer que era cierto el embarazo y que, antes de que se hiciera evidente, era importante que huyera si quería conservar el crío. En ese caso, resulta raro que no lo descubriera el médico que la revisó, pero es posible. Como también que alguien le haya abierto la puerta: el camarada Dimitrov no era un tipo querido. En cuanto a los documentos, pudo tener acceso directo a pasaportes dobles, sabía cómo fraguarlos. ¿Estaba loca? Probablemente desvariaba, pero no estaba clínicamente loca, nunca lo estuvo. Sonia salió a la calle y -ducha como estaba en movimientos clandestinos- supo cómo y hacia dónde moverse: lo más cerca para ponerse lejos, paradójicamente, era la zona norte de la Capital.

La suma de belleza, identidad y acento extranjeros más inequívoca condición fugitiva en tierras extrañas la deben de haber hecho presa deseable para los buscadores de carne fresca para las casitas de la costa. Hay quienes creen -sobre todo las malas lenguas del geriátrico- que consciente o no terminó en un prostíbulo de San Fernando y sólo salió de ahí cuando la rescataron para internarla. No parece posible. Aunque estuvo en San Fernando, fue en otras circunstancias.

Sin embargo, la gorda Castillo tiene una versión más plausible y novelesca que coincide con el argumento de Nieve de primavera: ese mismo día, u otro, Sonia tomó el tren al Tigre con la idea de escaparse al Uruguay por el punto menos vigilado y más fluido de la frontera. Ni siquiera usó una lancha privada. Se embarcó en el Expreso Cacciola, el único servicio regular a la vecina Carmelo, y a bordo conoció a alguien, digamos Catalina, y se hizo amiga. Intuyó que era más fácil pasar inadvertida si no estaba sola. En los registros del Viejo Hotel Majestic, en Carmelo, figuran Marina Brodsky y Catalina Gómez. Son ellas.

En Montecarlo hay casinos; en Carmelo también. Sonia tuvo suerte: ganó y ganó. El pardo Río de la Plata y el supuesto azul Mediterráneo pueden servir para esperar mirando pasar los días y los barcos. Incluso, el carnaval uruguayo es más interesante que el de la Costa Azul. No es difícil imaginarse a la enigmática Marina Brodsky -casi un personaje de Onetti- bailando con antifaz entre serpentinas y bajo los farolitos de papel en la modesta fiesta del Majestic, desmayándose en brazos de un Zorro de bigotitos, auxiliada por un Díaz Grey que le habla de embarazo avanzado y de necesarios cuidados y reposo. Los acontecimientos se precipitan.

Es noticia de los diarios que el 31 de marzo de 1962, Sábado Santo, una lancha de pasajeros proveniente de la costa uruguaya naufragó al atardecer al cruzar el encrespado Paraná de las Palmas. Hubo muertos, desaparecidos, y sobrevivientes heridos que fueron recogidos por Prefectura y distribuidos en distintos nosocomios de la zona. En las listas figura Marina Brodsky, trasladada al Hospital de San Fernando, donde quedó internada con un alevoso e inviable embarazo de cinco meses.

Es ahí cuando Catalina Gómez, por propia iniciativa o a pedido de Sonia, sale en busca de Santiago. Lo localiza el domingo y lo espera en la pensión de la calle Montevideo hasta que -de regreso de la Bombonera- el pibe vuelve con los compañeros de la tercera. Podemos suponer que los vigilantes la dejan hacer porque intuyen -tras casi tres meses infructuosos- que tienen por primera vez una pista de Sonia. Así, permiten que la mensajera hable con el pibe y después, mientras un par la levanta en la esquina de Montevideo y Cangallo con un auto sin chapa -nunca reaparecerá-, el resto sigue discretamente a Santiago, que se toma el legendario 60 en Congreso y parte rumbo a San Fernando.

Cuando el pibe llega sobre el filo de la hora de visitas, los ubicuos rusos ya están ahí. Uno es camillero, la pareja de checos hace de visitantes en la zona de la maternidad, el mismísimo Dimitrov está camuflado de padre agradecido tras un ramo de rosas. No quieren hacer escándalo; no quieren que se les escape. Tal vez por eso dejan que Santiago llegue hasta ella -no es una habitación privada sino una sala colectiva y atestada- y que en ese contexto ruidoso los amantes conversen, se confiesen, lloren por lo perdido, sueñen con lo porvenir. Se vean, sin saberlo, por última vez.

Cuando él se levanta para hacer un llamado, para organizar la huida o lo que sea, lo interceptan, lo sacan del hospital discretamente a punta de pistola. Santiago no se resiste, pero cuando lo quieren subir a un auto se les escapa y le tienen que meter un tiro en una pierna para poder subirlo. Dimitrov lo quiere vivo. Y a ella también. Diez minutos después de la partida de Santiago llega la camilla de traslado y el enfermero con la anestesia.

– Ya me lo sacaron -alcanza a decir ella. Es lo último que recordará haber dicho.

Según los registros de la Clínica Psiquiátrica del doctor Falabella, Sonia Berdiaef, de treinta y tres años, ingresó con diagnóstico de insanía el 12 de abril de 1962. La internó su marido, Ivan Dimitrov, que sólo volvió a visitarla dos veces a lo largo de ese año. Después, al ausentarse del país en forma definitiva, la dejó a cargo, a todos los efectos legales, de distintos funcionarios de la embajada soviética, que se fueron turnando disciplinadamente en su custodia. La legación rusa pagó regularmente los costos de internación durante los trece años que la mujer permaneció en la institución, sin recibir visita alguna.

Según los informes archivados, durante todo ese período la paciente se mantuvo estable y con un grado de agresividad ínfimo, aunque con ocasionales ataques de paranoia y confusión general. Siempre respondió bien a la medicación y con el tiempo pidió primero material de lectura -consultaba regularmente la biblioteca de la clínica- y después elementos para escribir.

Cuando Sonia Berdiaef cumplió cuarenta y cinco años, la noticia de la muerte de su marido Ivan Dimitrov no la alteró en demasía. En su delirio, lo había dado por muerto tiempo atrás y sólo esperaba, en cambio, el regreso de su amado, al que se refería alternativamente como Santiago o Serguei, aunque sólo en privado y ante muy pocas personas. En esa época empezó a escribir regularmente.

Tras una junta médica que la evaluó hacia mediados de los años setenta, los funcionarios soviéticos decidieron trasladada a una casa de salud menos rigurosa, un geriátrico cautelosamente enrejado de la calle Tronador, donde permanecería hasta su muerte. En ese "geriátrico de Villa Urquiza", que todavía existe, a fines de los ochenta comenzó a visitarla -debidamente autorizada, pese a su disgusto manifiesto- una mujer joven y rubia, "Estela, una amiga de Serguei", según decía ella a sus compañeras de sala. Era la hija de Yotivenko, claro: la que se convertiría para mí en la gorda Castillo. Pero por ese entonces Sonia tenía cerca de setenta años y vivía en un mundo propio, coherente a su manera, en que el tiempo se había detenido y no se aceptaban novedades.

Por lo que llegué a averiguar, Santiago Castillo nunca la fue a ver. Si la primera visita de su hija -más de veinticinco años después- fue una especie de tardío ensayo, una debilidad culposa que se permitió después de enviudar, los resultados lo desmoralizaron de antemano. Acaso se asomó alguna vez, sin contarlo en familia, sin darse a conocer. Pero después no insistió, aunque siguió pidiéndole a Estela que cada tanto fuera.