Выбрать главу

– Sí, puede ser.

– Yo siempre digo que la gente es boluda -dijo el flaco de pronto.

– ¿Por?

– ¿Qué hace con las banderas?

– ¿Qué banderas?

– Qué sé yo: las del Mundial 78, las de la Guerra de Malvinas, las de Alfonsín en Semana Santa… Mirá que había, eh… ¿Y dónde están, quién las tiene? Porque una bandera es eso nada más. No la podés usar para otra cosa. Y no la vas a tirar… ¿Me escuchás lo que te digo?

– Sí, claro.

En ese momento Loayza vio por la ventana el patrullero que pasaba lentamente y se detenía en la esquina. Se estremeció, y el Profesor se dio cuenta:

– Tranquilo, amigo, no pasa nada -le dijo por lo bajo.

– Sí que pasa.

Pero el gordo estaba atento a lo que sucedía en la vereda. Los policías se habían bajado del patrullero. Eran dos y en cualquier momento entraban al bar.

Loayza se puso de pie, estaba pálido:

– Yo me voy al baño, ya vengo -dijo.

– Vaya.

– ¿Qué pasa? -se desayunó recién el flaco.

– Nada -dijo el Profesor-. Estos hijos de puta que rompen las bolas, se las agarran con los ilegales, andan cazando bolivianos, uruguayos, peruanos…

– Y está bien. Habría que mandarlos a todos de vuelta -dijo el flaco.

Loayza, que entraba al baño, alcanzó a oírlo pero siguió sin detenerse.

Los policías fueron directamente hacia ellos:

– Documentos -dijo el oficial Medina parado frente a la mesa.

Cuando cinco minutos después Loayza salió del baño, ya se los habían llevado. A los dos: al Profesor y al flaco. Su bolso estaba aún donde había estado antes y prefirió no hacer ningún comentario al mozo, irse sin decir nada.

– Oiga -le gritaron desde la caja. Ya estaba en la puerta y se volvió.

– ¿Qué pasa?

– Los cafés y las medialunas.

– Ah, claro. ¿Cuánto es?

El mozo dijo una cifra como si lo desafiara.

Loayza se acercó al mostrador y rebuscó en los bolsillos. Sacó los billetes arrugados, juntó las monedas, fue poniendo todo frente al tipo de la registradora, que lo miraba hacer en silencio.

– Ahí está -dijo.

El tipo estiró los billetes y fue deslizando con el dedo índice de la mano derecha las monedas sobre el mostrador: las arrastraba hacia el borde y las recogía en la palma de la izquierda mientras contaba en voz alta, centavo a centavo. Cuando terminó, echó el puñado con ruido y desprecio en la caja registradora y dijo:

– A vos, negro de mierda, no te quiero ver más por acá. ¿Entendiste?

Loayza bajó la cabeza y salió sin contestar.

La obra quedaba en Martínez, cerca del río, un edificio de seis pisos de departamentos de lujo en una calle trasversal que cortaba Libertador. Loayza tuvo que ir caminando y llegó más de media hora tarde.

– Me robaron en el tren -le dijo al capataz, que estaba leyendo el diario-. No me dejaron ni para el colectivo.

– Sos más boludo… -Loayza vio la foto del Papa en la portada de Clarín-. Cambiate y ayudale a Kucera con la mezcladora; después andá con la legión, que están en el tercero. Hay que terminar hoy. Si no, no cobran.

– Sí, señor.

La legión extranjera eran él, el yorugua Nelson, el bolita Colque y un chileno al que le decían Tetra. Ninguno tenía papeles. No figuraban en la nómina ni cobraban horas extras, recibían el jornal pelado:

– Los negros, en negro tienen que estar. No se blanquean -decía el capataz.

Ese sábado, Loayza trabajó un rato en la mezcladora con el doctor Kucera, un colorado taciturno que dormía en la obra y que tal vez por eso tenía fama de alcahuete del capataz. Kucera hablaba poco y nada y leía libros que sacaba de la biblioteca del barrio. A nadie le gustaba trabajar con él pero Loayza lo respetaba. Era más grande que el resto y a veces, cuando tomaba un poco y se soltaba, hablaba de mujeres con rara autoridad. Esa tarde los dos estuvieron rellenando prolijamente una estructura como quien hace un budín gigantesco. No habrán cambiado cinco palabras en todo ese rato.

Después el capataz mandó a Loayza arriba a ayudar con la pintura. Con los de la legión estuvieron trabajando primero en la terraza y después retocando en el tercer piso. Se llevaban bien. También hablaban poco pero se reían mucho. Colque tenía una radio a transistores en el andamio y escuchaba los partidos del Nacional B. Loayza quiso saber cómo iba Defensa y Justicia.

– Empata con Armenio. ¿Sos hincha vos?

– No. Para saber nomás.

Les hizo gracia la respuesta y se le cagaron de risa. Al Tetra le faltaban un par de dientes arriba y casi todos abajo. Se reía y se tapaba, mal, con el rodillo de pintar.

A las cuatro pararon media hora. Loayza se comió el sánguche con dos jarros de mate cocido. Convidó. Después fumaron mientras hablaban de fútbol. El yorugua tenía unos cigarrillos negros sin filtro que no había en Buenos Aires. Convidó.

– ¿De qué cuadro sos hincha en Montevideo?

– De Rampla Juniors.

– ¿Hay un equipo que se llama Bella Vista?

– Hay uno, es chico.

– ¿Cómo es la camiseta?

– Blanca y amarilla.

– Ah.

– ¿Qué? ¿Querés que te compre una? -dijo el yorugua.

– No. Era para saber nomás.

Y se rieron todos de vuelta, Loayza también.

– ¡Peruca! -gritó el capataz desde abajo.

Se asomó.

– Te busca tu mujer.

– ¿Alicia?

– Vos sabrás.

Todos se rieron. Siempre se reían.

Bajó. Alicia estaba con el vestido amarillo que le marcaba las tetas. Había venido con el más chico y lo esperaba en la vereda. Las mujeres no debían entrar a una obra en construcción; traían mala suerte.

– Qué pasa.

– Tenés que ir a la Policía. Te vino a buscar Medina, el de la casa de la avenida.

– ¿Ahora?

Ella asintió:

– Es para reconocer a unos tipos, dice. ¿Qué pasó?

– Nada. Después te cuento. ¿Adónde tengo que ir?

Ella se arrimó y le habló de cerca, para que nadie oyera:

– Está acá a la vuelta. Me trajo en el patrullero; le pedí que…

– Ah, está bien. Ya vengo.

Loayza volvió a entrar a la obra. La mujer se quedó.afuera. El nene jugaba en la montaña de arena pero ella era como si no lo viera. Esperaba, se asomaba, miraba hacia la esquina.

Escuchó gritos adentro. Más risas, puteadas. Después salió Loayza; se había cambiado y traía el bolso. El capataz venía detrás de éclass="underline"

– ¿Vos te creés que es joda esto? Venís tarde y ahora te vas. El laburo no terminó…

– Me tengo que ir, jefe. Un problema personal. El lunes le hago doble turno.

– No vengas más, ¿me oíste, Peruca? No aparezcas más por acá…

Loayza tomó a su mujer del brazo:

– Vamos -dijo.

– ¿Cómo te dijo?

– Peruca.

– Eso ya sé: ¿por qué llegaste tarde?

– Después te cuento.

Y se alejaban rápido, arrastrando al nene que iba casi corriendo, tropezaba, se echaba a llorar.

– ¿Sabés cuándo vas a cobrar? -le gritó el capataz desde la puerta de la obra.

Ni se volvió para enterarse.

El patrullero era un Falcon, todavía. Subieron los tres al asiento de atrás, con Medina. Loayza se sentó en el medio; su mujer y el nene, junto a la ventanilla. Adelante iban otros dos policías.

– Muy bueno lo suyo, amigo -dijo Medina y lo palmeó en la pierna.

Loayza le hizo un gesto para que no hablara.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Alicia.

Nadie contestó.

– Deciles que por esto te quedaste sin trabajo- insistió la mujer.