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Loayza le hizo -a ella también- un gesto para que no hablara.

– Mejor andá con el nene a casa, Alicia. Yo enseguida voy -dijo.

Medina adhirió:

– Es un simple trámite: reconocer a un ladrón -dijo-. Apurá, Panizza.

El que manejaba puso la sirena y en dos minutos festivos y vertiginosos, de mano y contramano, dejaron a la mujer y al chico de Loayza en la estación.

– Salí sin el monedero -dijo ella al bajar, inclinada hacia la ventanilla-. Dame para viajar.

– No tengo -dijo Loayza.

– ¿Qué hiciste con la plata?

– Me afanaron, por eso hice la denuncia…

– Claro, señora -dijo Medina y le dio un par de pesos a la mujer-. Tome, después me devuelve.

Cuando el patrullero aceleró, ella se quedó en la vereda de la estación. Y lloraba.

– ¿Siempre te rompe tanto las pelotas, Peruca?

– Es así.

– Pero está fuerte, eh. Buenas gomas.

Ahí no supo qué decir.

– ¿Te la trajiste de allá? -quiso saber Medina. Loayza negó con la cabeza. Por un momento sintió como si estuviera reconociendo un robo: Alicia era argentina.

– ¿Y el pibe?

– El niño también nació acá. Los tres que tenemos son de ella.

– Ah. Las que van a la escuela con la mía. ¿Vos sos Gómez?

– No, yo soy Loayza. Gómez era el marido de ella. Las chicas son Gómez y el pibe es Papalardo, tiene el apellido de ella.

– Qué quilombo, ¿no? -dijo uno de los canas de adelante sin volverse.

– Sí.

Loayza sonrió quién sabe por qué.

– ¿Y qué hace?

– ¿Quién?

– Tu mujer.

– Trabaja en el Hospital.

Los canas se miraron.

– No sé allá de donde vos venís, Peruca, pero acá las enfermeras son todas putas. ¿No, Panizza?

– No es enfermera. Es auxiliar anestesista.

– Ah.

Y se cagaban de risa.

Loayza se volvió a Medina:

– ¿Qué tengo que hacer? Yo pensé que ya estaba todo. No me habían dicho.

– Nada: sólo reconocerlos, sos el único testigo.

– No quiero que me vean.

– Te cagaste -dijo el de adelante-. Todos los batidores son iguales.

– No te van a ver; vos a ellos, sí -dijo Medina como si nada.

– ¿Seguro?

– Tranquilo. Firmás una declaración y chau.

– ¿Una declaración?

– Lo que me contaste el otro día. Firmás y listo.

Loayza no dijo nada. Se desplazó sobre el asiento y se pegó a la ventanilla. Hubiera querido estar muy lejos de ahí, que todo hubiera acabado.

La comisaría era un edificio antiguo colonial de una sola planta, con escueto jardín, paredes blanqueadas y ventanas enrejadas con postigos verdes y visera de tejas rojas. Bien podría haber sido una escuela, pero el escudo azul sobre la puerta siempre abierta y una garita blindada pintada de gris que entorpecía la vereda alejaban a los niños, no la hacían recomendable para aprender nada.

Bajaron del patrullero y Loayza siguió a Medina, se le pegó:

– ¿Los tienen acá?

– En el calabozo.

– No quiero que me vean.

– Tranquilo.

Entraron; Medina lo llevaba del codo. Había un mostrador y detrás varios uniformados y un par de civil que no tenían otra cosa que hacer que mirarlos.

– Che, Medina, te buscaba el comisario -le avisaron.

– ¿Qué trajiste ahora? -lo gastó otro.

– Ese negro es el que se iba a afanar el papamóvil -contestó por él uno de los uniformados.

Y ahí se rieron todos como civiles.

– Este negro es el que va a hablar -dijo Medina desafiante.

– ¿Le tomamos los datos?

Medina apretó un poco más el brazo de Loayza, lo hizo caminar:

– Después. Primero el reconocimiento.

Loayza suspiró.

Era una comisaría chica, suburbana. No disponía de uno de esos cuartos con falso espejo que permiten ver el interior sin ser visto; ni siquiera había un par de poderosos reflectores para enceguecer sospechosos. Metieron a Loayza en una habitación sin ventanas en la que sólo había un biombo articulado de madera a un metro de una de las paredes. Lo sentaron detrás con una libreta y un lápiz. El biombo tenía una ranura horizontal a la altura de los ojos.

– ¿Me ves?- dijo Medina desde el otro extremo de la habitación.

– Sí -dijo Loayza.

– Bueno: quedate ahí que te los traemos. Sólo tenés que anotar el número.

Lo dejaron solo. Loayza comenzó a transpirar. La madera del biombo tenía rayones y graffitis, insultos. Incluso alguien había escrito yuta puta y muerte a los botones . Loayza pensó que debían tapar esas inscripciones, que podían acusarlo a él.

Se abrió la puerta y entraron cuatro tipos con un policía adelante y otro atrás. Cada uno llevaba un número, como en un concurso de belleza.

Un viejo tenía el uno, otro que Loayza había visto sentado al entrar tenía el dos, el Profesor tenía la tarjeta tres y el cuatro era poco más que un chico.

– ¿Ya está? -dijo el policía.

– Sí -dijo Loayza bajito.

– ¿Cómo? -repitió el policía.

– Listo -dijo Loayza tan bajito como la vez anterior.

– Hablá, la concha de tu madre…

– Sí -contestó por tercera vez con la voz gruesa, distorsionada.

El policía se rió y empujó a los cuatro tipos hacia afuera.

Loayza anotó un número tres bien grande.

Al rato trajeron al otro grupo. Esta vez eran tres y aunque tenía la cabeza baja y no lo obligaron a levantarla, el flaco sobresalía en el medio con el número dos.

– ¿Y? -dijo el policía divertido.

– Ya está -contestó Loayza con la voz más gruesa aún.

Se los llevaron y Loayza escribió un dos.

Enseguida vinieron a buscarlo y lo llevaron a la oficina de adelante, del otro lado del mostrador.

Estaba Medina con uno de los tipos de civil y había un policía joven en una mesa con una máquina de escribir. Lo sentaron enfrente.

– ¿Todo bien?

Asintió con la cabeza.

– No quería abrir la boca, el cagón -dijo el policía que volvía de adentro.

Medina no dijo nada.

El policía joven comenzó a teclear y estuvo en eso un par de minutos. Le pidió los datos personales, el documento.

Loayza miró a Medina:

– No lo traje -dijo.

Medina se inclinó sobre el escribiente y le habló al oído. El otro asintió:

– Dígame nomás.

– José Ramón de la Cruz Loayza Calderón.

Tuvo que deletrear Loayza, explicar dónde terminaba el nombre y empezaba el apellido.

– Nacido en…

– Pisco.

– ¿Nacionalidad?

– Peruano.

– Edad.

– 31.

– ¿Domicilio?

Loayza volvió a mirar a Medina, que le dijo que sí con la cabeza.

Entonces dio la dirección de su casa y sintió que era como si se sacara la ropa, fuera quedando desnudo.

– ¿A qué número reconoció de la primera tanda?

– El tres.

– ¿Y de la segunda?

– El dos.

El escribiente verificó los números. Medina se inclinó sobre su hombro, se volvió hacia Loayza y lo palmeó.

– Buen trabajo.

– ¿Me puedo, nos podemos ir?

– Un momentito más: falta la declaración.

– No me la tomaron.

– Ya está, sólo tenés que firmar.

El mismo escribiente puso otra hoja -un formulario- en la máquina y llenó los espacios libres con los datos de identidad y filiación de Loayza. Después sacó la hoja de un tirón; el tambor de la Olivetti hizo un hermoso ruido acelerado.

– Listo.

Le adjuntaron dos hojas más y se las pusieron adelante como quien sirve un plato de comida a un condenado a muerte. Eran tres hojas a máquina, apretadas, a espacio simple, con algunas correcciones.

– Tenés que firmarlas todas -y el mismo Medina le alcanzó una birome.

Loayza comenzó a leer con dificultad, lentamente.