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– Pará -y la sujetó del brazo.

– Soltame, botón.

La cachetada de Loayza salió, con el apuro y la furia, un poco abierta, y en el camino a la mejilla de ella tocó la pared, arrastró una zanahoria de yeso que vaciló en su clavito y cayó.

– Animal-dijo ella.

Y se encerró con un portazo.

Loayza se quedó un rato más frente al televisor. Un programa de entretenimientos, de preguntas por plata. Había un tipo disfrazado de huevo y otro de gallina. Discutían. Pensó que estaba mal, que eran del mismo tamaño y nadie se había dado cuenta. Estaba todo mal. El gato se subió al sillón y olisqueó el documento nuevo, que había quedado entre uno de los almohadones descoloridos y el respaldo. Loayza echó al gato y se guardó el documento en el bolsillo de atrás.

Al rato volvieron los chicos y los oyó hablar con la mamá en la cocina, sintió el olor de la comida. Se dio vuelta pero ella picaba cebolla en la tabla, ni lo miraba por la puerta entreabierta. Ahora en la tele pasaban los resultados de la Primera B, partidos en canchas con poco pasto y jugadores que festejaban goles con tribunas despobladas. Se acordó de la camiseta de Defensa y Justicia. Y del bolso.

Se levantó y caminó hacia la puerta.

– ¿Adónde vas ahora? Ya va a estar la comida -dijo ella sin volverse ni soltar la sartén.

– Ya vengo.

– No te vamos a esperar.

Salió sin contestar.

Ya estaba oscuro y cuando llegó frente a la casa pensó que tal vez era mejor dejarlo para mañana. Pero no. Tuvo que golpear las manos tres veces antes de que se asomara la mujer.

– ¿Está Medina?

– ¿Qué quiere? Está comiendo.

– Tengo que hablar con él.

La mujer se volvió y Medina apareció detrás, con la luz en sus espaldas.

– Qué hacés, Peruca…

Loayza vio que estaba en camiseta y todavía con el pantalón de cana. Traía la reglamentaria en la mano.

– Perdone la hora pero…

– No, mejor que viniste -Medina se detuvo a dos metros y habló mientras movía la pistola-. Te tenía que decir dos cosas…

Y a Loayza le pareció que el otro sonreía.

– ¿Dos cosas?

– Una, que me mentiste. Tu mujer es enfermera, nomás.

– No…

– Sí. Y más puta que las gallinas.

Loayza parpadeó. Medina se había acercado un poco más, ahora podía verle la cara. Y no sonreía.

– La otra cosa es un consejo.

– ¿Qué consejo?

– Tomátelas. Tomátelas del barrio, digo.

– ¿Por?

– Los tipos que botoneaste… Te pueden venir a buscar.

– ¿No quedaron adentro?

Medina abrió los brazos:

– No sé… Por ahí los sueltan. Quién te dice.

– Pero ustedes me dijeron que ellos no iban a saber quién…

– ¿Ustedes? -Medina enarcó las cejas, ahora lo veía clarito, estaba muy cerca-. ¿Qué querés decir con ustedes?

Y levantó el arma.

– Nada, no quiero decir nada. No venía a decir nada -Loayza retrocedió-. Es que me olvidé el bolso en algún lado y pensé…

– Tomátelas, dale -y ahí sí le apuntó a la cabeza-. Vamos, vamos… Desaparecé.

Loayza siguió retrocediendo, tenía miedo de darse vuelta.

– Mañana no te quiero ver más por acá -dijo Medina mientras caminaba sin bajar el arma, lo corría sin correr-. ¡Vamos, negro de mierda, corré! -y hasta se cagaba de risa-. ¡Corré, corré, cornudazo…!

Y ahí Loayza se dio vuelta. Y corrió.

Esa noche soñó que era el Papa. Pero no que era el Papa verdadero, el polaco, sino él mismo, Loayza, él era el Papa y todos lo aceptaban. Sabía que se llamaba Susvín IV aunque nadie lo nombraba, pero él sabía que se llamaba así. Venía en el papamóvil por la avenida y faltaban todas las banderitas. Él disimulaba, saludaba con la mano y se hacía el distraído. En eso veía que la policía corría a unos tipos que se escapaban con unas bolsas al hombro, como los ladrones de las historietas. Él sabía que eran el Profesor y el flaco y que las bolsas estaban llenas de banderitas y entonces se bajaba del papamóvil y quería avisar que no les hicieran nada pero le costaba correr, forcejeaba con la ropa incómoda, se enredaba con la puta sotana.

– Qué me pateás, pelotudo -le dijo la mujer dándose vuelta en la cama.

Loayza sacudió la cabeza.

– ¿Estabas soñando?

– Alicia, nos tenemos que mudar.

– Me tenés podrida.

– No nos podemos quedar más acá.

– De mi casa no me muevo -y se volvió otra vez contra la pared-. Mudate vos.

Loayza no durmió más.

Se levantó antes de las ocho. Localizó la ropa con dificultad, se vistió en la penumbra y puso algunas cosas al tanteo en el bolso de Aeroperú. Se asomó a la pieza de los chicos y después fue a la cocina. No encendió el fuego ni hizo mate cocido pero bajó la lata de café del último estante, sacó la mitad de la plata y volvió a ponerla en su lugar. Encontró un lápiz verde mocho y en el reverso de un volante amarillo de ofertas del Supermercado Norte escribió la nota con letra de imprenta. La dejó sobre la mesa y salió.

La mañana estaba helada. En el patio de tierra habían quedado tirados, dispersos, los juguetes de los chicos. Empujó la pelota hasta dejarla junto a la pared y llevó el triciclo hasta la puerta de la cocina. Después fue a mear a los yuyos del fondo. El humito le subió entre las piernas mientras miraba el cielo gris.

Dio un rodeo para no pasar frente a lo de Medina y tomó el colectivo extrañamente casi vacío. Recién cuando llegó a la estación, mientras hacía la cola para sacar el boleto y vio las pilas de diarios se acordó, se dio cuenta de que era domingo.

En la tapa de Clarín decía "Se suspendió el viaje del Papa".

– Adónde viaja -dijo el boletero.

– No -dijo Loayza.

– No qué.

Se corrió a un costado sin contestar y con la misma plata que tenía en la mano compró el diario. Se sentó a leer en un banco del andén pero hacía demasiado frío y tenía hambre: un café con leche con mediaslunas. El bar de la estación estaba cerrado y volvió a la calle. También cerrado, el de enfrente. Había un par de policías zapate ando por el frío. Lo miraron. Comentaron algo entre ellos. Loayza arrimó el bolso al muslo para que no se leyera Aeroperú.

Había un teléfono público. Buscó el número que tenía anotado en un papelito, puso las monedas y discó. Atendió una mujer medio dormida.

– ¿Está el Profesor?

La mujer tardó en contestar.

– No. ¿Quién habla?

– Un amigo. ¿No sabe dónde está?

– ¿Quién habla?

Loayza vaciló.

– Susvín -dijo finalmente.

– ¿Qué Susvín?

– El que…

– ¡Estúpido! -lo interrumpió ella-. ¿No tiene otra cosa que hacer?

Y le colgó.

Venía el tren. Loayza volvió a la estación y se acercó otra vez a la ventanilla:

– Aristóbulo, ida.

Después de las primeras veces, Loayza había notado que a la mañana nadie decía "a Aristóbulo del Valle" o "a Del Valle" solo. Se pedía "Aristóbulo ida" o "Aristóbulo ida y vuelta". Él ya sabía.

El tren estaba casi vacío. Se sentó en la ventanilla del sol. El diario tan gordo y lleno de suplementos no era fácil de manipular. "La quebrantada salud del Santo Padre", decía. "Necesidad de desmontar el extraordinario operativo", decía. Loayza buscó las noticias policiales y había un asalto en Flores, un incendio en Barracas, una pareja de jubilados muertos de frío. Miró bien, hasta las noticias chiquitas. Nada. Más allá, Boca se reforzaba a pocas semanas del comienzo del Apertura. A la altura de Carapachay encaró los clasificados. Empezó por el laburo pero cuando salieron de Munro estaba en el 59, el rubro de las trolas: A bebotas chupetonas, rubia y pelirroja lA estudiantes mimosas, dosl A paraguayitas viciosas…