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– Documentos. Se volvió.

Eran los dos que estaban en la estación. No los había oído acercarse.

– Documentos -repitió el más joven.

Loayza dobló como pudo el Clarín y lo apoyó sobre el bolso. El diario se cayó al suelo. Se agachó, lo recogió. Se llevó la mano al bolsillo de atrás. Vaciló.

– ¿Qué pasa? -dijo el policía.

– Nada.

– ¿Y qué llevás ahí?

– Ropa para cambiarme. Soy albañil.

Loayza se paró para poder sacar el DNI nuevo del bolsillo del pantalón. Se lo dio y no se volvió a sentar.

– ¿Adónde vas?

– A Retiro.

El policía abrió el documento, lo miró, lo miró a él.

Se volvió a su compañero:

– Mire esto, oficial.

El otro cana era algo mayor y tenía bigotes. El tren salía de Munro y el policía abrió un poco las piernas para conservar el equilibrio.

– ¿Qué sos vos?

– ¿Cómo?

– ¿Qué sos? Porque esta mierda no dice dónde…

– Dice ahí… -y Loayza estiró la mano hacia el documento.

– Sacá esa pata sucia…

El oficial leyó:

– Pisco.

– Pisco es una bebida, no un lugar… -dijo el otro.

Y se cagaban de risa.

– ¿Dónde mierda queda eso?

– En Perú.

– Ah… sos peruano. ¿Y por qué te lo dieron?

– Vivo acá.

– ¡Ah, vivís acá! ¿Y pagás alquiler? Porque a los peruanos muertos de hambre les gusta meterse sin permiso, ocupar las casas de los argentinos, ¿no?

– No.

– Cómo que no.

El policía hablaba en voz alta, buscaba complicidad alrededor. Uno pelado asintió sin levantar la mirada.

– No, señor -dijo Loayza.

El policía hizo un gesto con la cabeza, señaló hacia el fondo del pasillo:

– Vamos para atrás.

Loayza no se movió.

– Vení para acá, carajo.

Lo sacaron del asiento, lo llevaron de un brazo.

Abrieron la puerta y lo empujaron. Era un furgón, sin asientos. Había varias bicicletas y un par de hombres sentados en el suelo.

– Te quedás acá -dijo el policía joven.

– ¿Me devuelven el documento?

El de bigotes abrió la puerta corrediza del vagón:

– ¿Esta mierda? Para lo que sirve esta mierda… -y amagó con tirarlo a las vías.

– No…

– ¿Lo querés? -y se lo alcanzó.

Loayza lo agarró pero el otro siguió sin soltarlo. El tren comenzó a detenerse en la estación.

– Si querés que te lo devuelva, cantá el himno.

Loayza no soltaba el documento, tironeaba levemente.

– ¿El himno?

– A ver… cantá el himno…

– El himno, ¿no sabés el himno? -se sumó el otro.

– Cantá.

– Aquí está la bandera idolatrada… -empezó Loayza.

– Ése no es, hijo de puta.

Uno de los que estaba sentado en el suelo comenzó a mover los labios. El tren se ponía en marcha otra vez. Loayza miró de reojo:

– Yo lo sé. Cómo que no lo sé…

Entonces dio un tirón y se mandó por el hueco.

Había tres muchachos esperando junto a la puerta cerrada de la obra. Golpeó un par de veces y apareció el doctor Kucera.

– ¿Qué hacés acá? ¿Qué te pasó?

– Dejame entrar.

Kucera se hizo a un lado y mientras Loayza pasaba se asomó, les habló a los que esperaban:

– ¿No viene nadie más?

Los pibes -de pronto eran muy jóvenes, casi adolescentes- se encogieron de hombros, no sabían, no estaban seguros.

– ¿Quién sigue?

Uno rubiecito dio un paso al frente. Kucera lo miró y cerró la puerta otra vez.

– ¿Están tomando gente? -dijo Loayza.

Kucera se rió. Después lo miró serio, levantó el dedo:

– No vas a decir nada.

– Claro.

– Traje una mina. La tengo en el cuarto del fondo.

– ¿Y si se entera el capataz…?

– Me la mandó él.

– Ah.

Kucera levantó las cejas. Después se volvió, fue a la pieza del fondo y golpeó la puerta de hierro:

– ¡Vamos…! La hora, pibe…

A Loayza le dio como vergüenza y se metió en el cuartito del sereno. Encontró un mate empezado y tortas negras sobre la mesa. También había una cama chica sin colchón, un cajón de manzanas como mesita de luz, una radio con voz de predicadores. Se tomó un par de mates mientras lo conminaban a arrepentirse quién sabe de qué.

Se estaba lavando en el bañito adjunto cuando volvió Kucera y apagó la radio.

– Pasó el cuarto. Quedan dos más -dijo.

– Desde qué hora está.

– La traje anoche. Laburó hasta las cuatro. Ahora está haciendo horas extras… Esta guita es para mí…

– Ah.

– ¿Y vos qué hacés acá? ¿Qué te pasó ahí? -Loayza tenía el dorso de la mano derecha raspado y sucio, en carne viva.

– Me caí en el andén… ¿Me puedo quedar?

– ¿Hasta mañana? ¿Te echó tu mujer?

– Algo así.

Kucera lo miró:

– ¿Querés cojer gratis?

Loayza se encogió hombros, no sabía si quería.

– Es de las tuyas, de allá.

– Ah.

La chica estaba sobre el colchón, en el piso de tierra, tapada con dos frazadas. Era fea y muy jovencita. Loayza entró y se quedó parado hasta que ella corrió las frazadas y con un gesto le hizo un lugar a su lado. Recién ahí, él fue.

– Sacate eso.

Él se aflojó el cinturón mientras miraba dónde poner los pantalones.

– ¿Cómo querés?

Loayza no dijo nada. Se echó junto a ella y se abrazaron un poco.

– Tenés el culo frío -dijo la chica.

Al final no hicieron nada porque a él no se le paró, no supo si tenía ganas. La chica quiso ayudarlo pero no sabía mucho. Tampoco fue un problema. Ella estaba cansada y él tenía la mano lastimada.

– ¿Te duele?

– Me arde -y Loayza amagó con irse.

– Quedate un rato igual, así descanso -le pidió ella.

– Soy el último.

– Ah. Por fin -y la chica sonrió por primera vez.

Se llamaba Chabela y le faltaba un diente. Loayza le dijo que se llamaba Juan Antonio.

– ¿Qué hacés?

– Soy albañil. Trabajo acá.

– Yo trabajo en Once. Una saldería, pero no da. Doce horas, parada.

– Claro.

– Voy a largar.

Loayza estaba sentado en la cama, con la camisa puesta y sin pantalones. Ella, acostada de espaldas se tapaba hasta la cintura con las frazadas corridas, una sábana celeste y manchada. Tenía la piel más clara que él, las tetas grandes y chatas, de pezón muy oscuro; lo más lindo era el pie asomado, chiquito y con las uñas pintadas de rojo vivo.

Él le agarró el pie.

– ¿No tenés hambre?

– Un poco. Tengo frío -y se tapó más.

En ese momento Kucera golpeó la puerta:

– Vamos, vamos que es tarde…

Ella se movió pero Loayza no le soltó el pie:

– Te invito a tomar un café con leche.

Ella retiró el pie:

– Otro día.

– ¿Tenés que trabajar?

– Me esperan -y se levantó.

Loayza se quedó mirándola. Parada parecía todavía más chica. Se puso una bombacha negra y después unos vaqueros nevados, botas negras con taco y una polera de un color brillante medio verde que él no sabía cómo se llamaba.

Ella estaba repentinamente apurada. Preguntó la hora, se le cayó la cartera de la silla y se desparramó todo por el piso.

Él la ayudó a juntar. El rouge, un peine, un espejito, otra bombacha, el pasaporte.

– Tengo documento argentino -dijo él.

– Ah.

Quiso mostrárselo pero no pudo. Estaba en calzoncillos todavía.

Ella se iba.

– No largues el trabajo en Once -le dijo Loayza de sentado.

Chabela le sonrió apenas.

– Chau -dijo con la mano. Dejó la puerta abierta al salir.

Loayza se echó para atrás y apoyó la cabeza en la almohada.