Выбрать главу

Lo despertó el olor de la carne. Kucera había puesto un par de chorizos y media tira de asado en una parrilla negra y engrasada, apoyada sobre dos pilitas de ladrillos.

– Qué tal… -y le alcanzó el cartón de tetrabrik-. Te dejó muerto la cholita. Es buena.

Loayza asintió.

– ¿Usaste el diario para encender el fuego?

– ¿Y desde cuándo leés el diario vos?

Loayza se encogió de hombros. Fue a mear al fondo de la obra y volvió.

– ¿Viste lo del Papa? No viene -dijo.

– Está jodido.

– Me hubiera gustado ver el papamóvil.

Kucera daba vuelta la carne con un tenedor al que le faltaban los dientes del medio. Habló como si no hubiera escuchado:

– Por hoy quedate, Peruca. Pero mañana te vas a tener que ir temprano. El capataz te echó. Si te llega a ver…

– ¿Vos sos polaco, también? -lo interrumpió Loayza.

– No. De Checoslovaquia.

– ¿Y cómo es la bandera?

Con el mismo tenedor, Kucera dibujó en la tierra al lado de la parrilla, marcó los tres sectores, fue señalando: -Blanca, azul y roja.

– La peruana es roja y blanca. La del Papa, blanca y amarilla.

– Dale con el Papa -Kucera tomó un trago del tetra-. ¿Oíste lo que te dije, Peruca?

– Ya entendí -Loayza agarró un pedazo de pan-. ¿Vos naciste allá?

– Vine de chico, después de la guerra. No me acuerdo nada.

– ¿Te hiciste argentino?

– ¿Para qué?

Loayza sacó el documento, lo abrió en la hoja de la foto y se lo mostró.

– Mirá lo que tengo.

El otro se asomó sin tocado, tenía las manos sucias de carbón y de grasa:

– ¿Susvín?

– Susvín. Como el general-dijo Loayza sonriente.

Kucera sonrió también, se volvió a la parrilla:

– La diferencia es que a vos te lo rompieron, Peruca -pinchó un chorizo-. Esto ya está, andá cortando el pan.

SEGURO

– ¿Seguro?

– A Seguro lo llevaron preso.

Atardecer de otoño exagerado por la soledad, un océano de mármol gris y el aire fino, helado. Alevosías de un paisaje hecho de pocas cosas dispersas y silenciosas.

El "Forgotten" se desliza, blanco y elegante al este de los canales fueguinos, ya sobre la parte más celeste del mapa. Casi con indiferencia, el crucero exhibe la fría belleza de la ruta antártica a rumorosos y coloridos turistas, viajeros de otros cielos y otro hemisferio sin Cruz del Sur ni lobos marinos. La banderita argentina que tartamudea en la popa hace flap flap junto a la oreja del rapadísimo marinero Sagasti, firme ahí, cuidando el aire nacional.

Y las gaviotas, los chillidos de las gaviotas, a veces. De pronto, mareado de scotch y risa salobre, Robert Smithson -un curioso corredor de bolsa de New Jersey en apurada luna de miel- grita su sorpresa en inglés desde la borda de estribor: con sus binoculares ha visto el resplandor de un fuego en una isla, un islote aparente y necesariamente deshabitado.

Hay un módico revuelo a bordo que la tripulación desestima; escepticismo y confirmaciones mientras los nudos decrecen, el rumbo se corrige lo suficiente para ver mejor.

Alentados por el whisky y la liviana competencia, el corredor de bolsa y Bobby Tyler, el más inquieto entre los jóvenes, quieren vivir su aventura en el sur a toda costa, que para eso han pagado. Son las 17.50 del jueves 16 de diciembre de 1986 -constará en la bitácora- cuando el presionado capitán Rosales admite el envío de un inexplicable bote a investigar.

– Sólo cuatro adultos -dice-. El resto que mire…

– ¿No es peligroso, capitán? -se interesa el hombre de la agencia de viajes que los trajo, que ahora los ve trastabillar junto a la borda.

– El paseíto los despejará. Así se van a dejar de joder.

– Si le parece…

– Seguro. Van con Sanguinetti.

La unanimidad del pasaje se acoda, busca un resplandor fugitivo entre las rocas lejanas y las sombras crecientes. Mientras, abajo, en el bote que carraspea, duda y finalmente se despega del crucero a las nerviosas risotadas, los cuatro hombres -dos tripulantes y dos turistas uniformados de salvavidas amarillo, aparatoso- sienten la presencia íntima de un abismo de agua helada bajo sus pies.

El ruido del motor se diluye mar adentro y el "Forgotten" parece quedarse quieto, esperando. Junto a la banderita, ahora mustia, de popa, el marinero Sagasti, veinte años, diferido estudiante de Derecho en la UBA, se distrae con la mirada perdida en una nuca muy joven de suaves rulitos rubios que imagina californianos.

– What's your name? -se atreve.

Ella se vuelve; es tan joven, suave y diluida como su nuca:

– Edith -dice después de unos segundos. Y agrega algo más en inglés, señalando hacia donde ya casi no se ve nada.

El marinero Sagasti menea la cabeza, arquea las cejas con una sonrisa impotente y, después de unos segundos, los rulitos y la nuca vuelven a su lugar.

Arriba, una gaviota duda, duda, y finalmente se posa en lo más alto del crucero y queda quieta. Sólo levantará vuelo cuando la asuste el seco estallido.

Porque apenas los cuatro hombres han hecho pie en la mínima playa, un disparo anónimo parte el silencio y el tobillo del marinero Ponce, que se encoge con una puteada. El estruendo del segundo tiro coincide con el estallido de la botella de whisky que el azorado Smithson destroza al caer contra una roca negra y queda quieto. Tiene un agujero redondo y oscuro en medio de la frente.

El oficial Sanguinetti reacciona, tira una ráfaga a ciegas y de un empujón saca de la supuesta línea de fuego al lampiño Bobby Tyler, que se ha quedado -Oh, God- pegado al cadáver; después arrastra a Ponce dentro del bote y comienza la retirada mientras suena un tercer disparo infructuoso. A las 18.11 están de nuevo en el "Forgotten". Tiemblan de frío y de estupor, tratan de explicar lo inexplicable mientras anochece veloz, cae un telón teatral sobre el islote amenazante.

Rosales ordena desalojar la cubierta, manda a los turistas a sus camarotes, deja fluir versiones que nadie cree. El marinero Sagasti arrea sin firmeza a los más remisos:

– Fue un accidente -repite.

– An accident? -ironiza un gordo a su lado.

– An incident -corrige Edith, más lejos.

– Un accidente, seguro -asegura Sagasti, y ya empuja.

– Sure?-se vuelve ella y sonríe.

– Of course: sure, Edith… -se ufana él, de nuevo a tiro de los amistosos rulitos.

Durante la noche sólo se oyen la radio carrasposa que habla de posiciones y emergencias y los sollozos de Mary-Anne, inexperta viuda de Smithson, desolada en brazos coterráneos. El marinero Sagasti no duerme pero tampoco escucha, lo mandan de un lado a otro, desinformando. Termina haciendo café, té, ayudando en la cocina sin asomar explícitamente la cabeza.

Con las primeras luces, un par de helicópteros de combate giran alrededor del islote como si dispersaran las brumas. Desde el perplejo "Forgotten", que ha patrullado en derredor durante toda la noche sin acercarse, se oyen ráfagas de metralla, después disparos aislados. Los helicópteros van y vienen y el crucero recibe orden de alejarse. Finalmente, hacia el mediodía, los turistas que han conservado clandestinos binoculares observan desde los entre cerrados ojos de buey cómo manipulan un cuerpo rígido, enfundado, enorme: eso es Smithson.

Pero hay otros más, parece. Alguien cree haber visto siluetas oscuras derribadas sobre la escueta playa: "Lobos marinos… cazadores furtivos…" dicen que ha dicho el oficial Sanguinetti. El capitán Rosales transpira, no se desprende del catalejo.

A las tres de la tarde, uno de los helicópteros se va. El otro, el que trae al corredor de bolsa de New Jersey, se queda, se arrima, achata el mar bajo su panza, llena de ruido la cubierta y se lleva, izada en sillita de oro, a Mary-Anne. En seguida es un punto, después un puntito y al final nada más. El "Forgotten" emprende el regreso a puerto, con rumbo noroeste, escoltado por la policía naval.